Las siguientes notas se redactaron, a vuelapluma, durante las primeras semanas del gran confinamiento, marzo de 2020, en Barcelona. Nada sabíamos entonces del origen del virus, ni de los tejemanejes de algunas autoridades en materia de negocios sanitarios, maletas, puestos en empresas públicas, nepotismo y putas. Un tal Trump hablaba ya del «virus chino», pero era la chifladura de un conspiranoico, decían los medios. Hoy tenemos más información sobre las cosas que pasaban mientras la autoridad nos obligaba a quedarnos en casa, aislados, presos, esperando ver en la tele el parte diario de un tipo con jersey a lo Marcelino Camacho y risita fácil. Tengo la sensación de que todo aquello sucedió hace mucho, de que algunos personajes quedaron atrapados en unas circunstancias históricas excepcionales. Sin embargo, continuamos con el mismo caudillo, Pedro, construyendo el socialismo miles de muertos después. En esto, España sigue siendo diferente.
(I)
En la mañana en que escribo esta nota, el panorama de pueblos y ciudades casi desiertos es general. El estado de alarma ha sido ampliamente obedecido. Incluso por los perseverantes lúdicos y los lúbricos crónicos. Si esta es una pequeña muerte, no descontemos el fallecimiento general, fin de todas las pasiones grecorromanas. Se han producido algunas aglomeraciones en ferrocarriles y metro. La imagen no altera una realidad desoladora. En el transcurso de una semana los acontecimientos aparecen dispares, incoherentes. Primero, miles de personas se manifestaron apretadas en Madrid por el feminismo. Era un ejemplo clásico de manipulación de las masas. Unos días después, la vida quedó arrancada de la calle, del bar, del colmado, del contacto sensual con lo consuetudinario. Como si la anterior existencia hubiera sido un sueño. Este es un vocablo riguroso, porque nos sumerge en una especie de alucinación modulada. De las muchedumbres reivindicativas al decreto de alarma y la campaña de confinamiento: populismo biempensante de «yo me quedo en casa». Esta última circunstancia nos remite a otro sueño: ¿Cómo compraremos la comida y pagaremos las facturas si no acudimos a trabajar? Es lo que Boris Johnson –el inglés que recita de memoria a Homero– ha decidido hacer prevalecer, la economía, mientras los mediterráneos comenzamos a penetrar en una misión histórica mayor, según repiten los mandamases: «ganar esta batalla».
(II)
Segunda semana de confinamiento. Vivo en un piso del Ensanche barcelonés y tengo la suerte de disponer de una terraza amplia, que me permite pasar muchos ratos al aire libre, tomando algo, leyendo, oteando la calle en busca de algún rastro de vida. Apenas pasa un señor con su perrito, menudas caminatas, hoy los he visto unas seis o siete veces. O un chino cargando una bolsa del Caprabo, acera arriba, acera abajo. También aparece el coche patrulla vigilando que nadie perturbe esta calma chicha, este silencio apenas roto por el ronroneo orwelliano del helicóptero policial o la sirena de una ambulancia. La pandemia produce otras situaciones curiosas: en el edificio de enfrente una señorita de moral distraída, según explica ella misma a mi vecino de arriba, ha quedado atrapada en Barcelona, sin poder coger un vuelo y regresar a su Argentina natal. Toma cada mañana el sol semidesnuda en el balcón para alegría del personal. Es un enganche al pasado que trata de quedarse, algo jovialmente terrenal, voluptuoso en estas jornadas mortecinas.
Queda meridianamente diáfano que el COVID-19, en su vertiginosa vuelta al mundo, se había paseado por España con anterioridad. La temperatura política va en aumento conforme el virus destapa el autoritarismo de quienes nos gobiernan. Sánchez toma por hábito una indecorosa impuntualidad en sus apariciones televisivas. Como esas estrellas de Hollywood, demora siempre la cita. Si se anuncia a las nueve, lo hace veinte o treinta minutos más tarde. El hombre, a la par que impuntual se ha convertido en un miembro más de la gran familia hispana. Es decir, cada vez se le hace menos caso. Y, mientras habla consigo mismo desde la caja tonta, el lapso en el cuarto de baño se alarga, la nevera ofrece alimentos más sugestivos que su cháchara y el hilo azul del cigarrillo, al negro fresco de la noche, dibuja el cielo serenamente. A esas horas, Cristina suele poner música, John Coltrane, Bill Evans, Miles Davis. Es insurrección y sublime pasotismo.
La cifra de finados y de enfermos se mezcla, en un torbellino de ansiedades, temores y buenos sentimientos, con la talla de nuestros representantes públicos. No vivimos tiempos gloriosos. Hobbes afirmó que «el infierno es la verdad vista demasiado tarde». Me parece que la frase cobra hoy un sentido fuerte, del mismo modo que sugiere la cuestión de si los gobernantes veían la verdad antes de que fuera demasiado tarde. En el lado bueno están quienes de manera ejemplar sostienen la vida, la civilización, este moho sentimental, sus viejas columnas. Habrá, más tarde, un debe y un haber a revisar, cuando todo haya acabado, en la posguerra que se anuncia muy difícil. Cuando España, la de los honrosos médicos, enfermeros, soldados, barrenderos, camioneros, agricultores, ganaderos, empresarios, policías y un largo demás pueda mandar a sus casas a los hijos de la picaresca, a tanto hijo de puta con cargo.
Hay estampas de divergente tono. En un orden zoológico menor, pintoresco, algunos jabalíes comienzan a bajar desde la montaña de Collserola para colonizar una ciudad vacía. Esta semana se vio a un magnífico ejemplar paseando por la Diagonal, donde antes había abogados con corbata y señoras tomando gin & tonic en alguna terraza. También subrayo la progresiva extinción de las colúmbidas, aves detestables. Es esta pequeña alegría una vorágine de la posverdad: todo paradigma tiene su romanticismo.
Volviendo al homo sapiens, la alcaldesa de Guayaquil (Ecuador), doña Cynthia Viteri, ha surgido al mundo noticioso peleando por ganarse un lugar en el altar del postruismo: impidió con malas artes y redes sociales que un avión aterrizara en su ciudad para repatriar a compatriotas nuestros. Puso incluso en peligro la vida de la tripulación cuando ordenó ocupar con vehículos la pista del aeropuerto. La muesca moral del episodio no tiene mucha discusión; en cuanto al mecanismo –lo que lo hace funcionar políticamente– no tengamos tampoco dudas. Pandemia populista.
(III)
El apocalipsis ya está aquí (en realidad nunca se fue, pero la tesitura le brinda una magnífica ocasión para publicitarse), y nos coge encerrados en casa, donde imaginación y temor tienen poca posibilidad de airearse. El poder conserva su espíritu, mayormente dedicado a la propia supervivencia. Cada mala noticia deriva de esa circunstancia. Y Sánchez intenta mitigarlo con parloteo sentimental en televisión y turnos de preguntas de estilo autoritario. Por su parte, Iglesias sigue como paladín de la posverdad. Así, sale de su ministerio fantasmagórico otra fantasmagórica idea marxista: los empresarios son malos, se aprovechan del pobre trabajador. Hay, contados y con papeleta en mano, unos cuantos millones de españoles extraños al juicio ilustrado, incluso al sentido común, fenómeno que Ferraris explica así: «Ajeno a toda cautela crítica, impermeable a cualquier desmentido, el postruista verá en las voces disidentes los hilos de una telaraña universal, de una maniobra organizada por poderes fuertes, aristocracias intelectuales».
El fin de semana, con nocturnidad, el Gobierno prosiguió en la senda de hundir la economía y flirtear con la inseguridad jurídica, sin consultar a nadie, ni a empresarios, ni a la oposición, ni a Europa, ni a mí mismo. Las formas del gabinete son, por tanto, del secular y muy castizo ordeno y mando. En cualquier caso, finalizo esta nota semanal con esperanza reformadora. Dicen que la gente ha rescatado ritos olvidados, aquella armonía costumbrista del siglo veinte. Se desempolvan libros con 1080 recetas de cocina, se rescatan fotografías, películas con héroes y villanos, cristalerías y lágrimas en blanco y negro. Estando los españoles encerrados y con mucho tiempo a disposición, podríamos albergar una posible ganancia, a pesar de domésticos roces y olores. Lo dejó escrito Samuel Johnson, «todo progreso intelectual deriva del ocio».
(IV)
Más de trece mil fallecidos. El cómputo, cuando sobrepasa ciertas cifras, deja de tener un valor espiritual para presentarse frío, ajeno a la emotividad. En una consideración desiderativa, vale lo mismo un muerto que diez mil, pero la gran suma es ya sólo eso, estadística. Difícil acercar un único relato siendo tantos los que contiene, particulares, dramáticos. Los muertos no merecen ni un postrero adiós y sus allegados lloran invisibles en pisitos , tras los balcones tristes, donde no suenan ni aplausos ni canciones del Dúo Dinámico. Consideremos, además, la lista de daños colaterales, personas que esperaban una intervención y que no han podido ser atendidas. Doy un dato, que no pretende culpabilizar sino poner luz: en el hospital general de Vall d’Hebron (Barcelona) hay operativos solamente cinco quirófanos de veinte. ¿Por qué?
«Nadie (aparte del Mesías) tiene la pasión de la verdad, a menos que no sea la propia», escribe mi admirado gordopótamo Giuliano Ferrara. Superando lo posmoderno, nuestro líder, un líder de su tiempo, descansa sobre la sacrosanta credulidad del nuevo milenio, el relativismo. Así, no existe una verdad, existen muchas y podemos echar mano de la que más nos guste cuando convenga. Este es el fruto de aquel renacimiento nietzscheano que las izquierdas fecundaron el siglo pasado. Un monstruo que ahora nos domina.
(V)
Con el estado de alarma, Sánchez ensaya libremente el sueño cesarista. Erotiza la práctica del poder con otra secular fuente de autoridad, el imperium. A dicho fenómeno tenemos que añadir el papel que el oportunista de Galapagar juega en la actual trama, mientras se contabilizan decesos en las morgues. Resultan entrañables las alocuciones públicas de estos dos señoritos. Soñador bolivariano, Iglesias advierte de la existencia de un golpismo en las sombras, y uno ya va teniendo la mosca detrás de la oreja.
(VI)
Sexta semana de confinamiento. Las frías agujas marcan las ocho de la tarde y millones de manos chocan entre sí. Producen un ruido blando, quizás ya algo fatigado respecto a los primeros días de confinamiento, cuando alguien tuvo la ocurrencia de salir al balcón a aplaudir. Alcanzo la voluntad simbólica de tales aplausos, la de aclamar a los servicios sanitarios (médicos, enfermeras, etc.) en su ardua tarea por curar a los enfermos. La intencionalidad primera no tiene discusión, su motor es un noble sentimiento. Pero, al cabo, la cuestión es si el sentir humanitario deriva forzosamente en empalagoso sentimentalismo. El sonido de las ocho en punto es mensajero nacido de una necesidad social y cursi.
Esto tiene otros problemas, ya evidentes. La costumbre actúa como perversión. Y el significado, que al principio parecía incontestable, se diluye cual azucarillo en el océano de los acontecimientos, de las noticias que esos generan. Los sanitarios prosiguen con su labor, también lo hacían antes de la pandemia, pero arrastran los habituales problemas laborales, si acaso aumentados por el desastre en la gestión política del asunto. La realidad, para ellos, no ha sucumbido a esa especie de realismo mágico que se da cita en los balcones cada tarde. Lo sustantivo convierte las felices palmas en un artefacto anodino, melodía de una palabra cien veces repetida, fonema hueco. Otro problema es la contradicción: se celebra qué, ¿el encierro forzado? ¿Tánatos visitador de residencias de ancianos? ¿el hundimiento de la economía? Vemos un homenaje corrompido, al fin un ejercicio de imbecilidad. Si bien el aplauso, en España, está hace tiempo tocado por un retorcimiento estético, cuando en los funerales la gente se arranca a vitorear con las manos mientras el muerto desfila hacia la tierra negra. Está de igual modo extendida la mansedumbre, sometimiento a la cultura de lo colectivo, convertida en cárcel ideológica. Hay una ventura hispana, abotargada y feliz, manejada por la ralea de políticos que votamos, que alzamos para llevar este viejo carro a través del tiempo. La actual catástrofe debiera quizás alertarnos de unos males que, en ningún caso, autorizan el aplauso, sino un silencio meditado.
Han pasado cinco años desde estas notas carcelarias. El régimen sanchista ha conseguido asentarse, aunque siempre parezca caminar sobre la cuerda floja. Hoy se nos habla de una tercera guerra mundial, del fin del dinero, de la carne roja y, acaso, de la propiedad privada. Quizás la pandemia fue un ensayo, comprobación de nuestro aguante, conejillos de Indias, ratones de laboratorio social. Un lustro desde aquel atropello a las libertades elementales. Y, como era de esperar, las celebraciones en España han discurrido tan poco respetuosas como veraces.