Hace unos veinte años, puede que alguno más, estuve acudiendo a la consulta de un psiquiatra argentino que se llamaba doctor Estefánik. Me imagino que sus ancestros procederían —lo digo, como es obvio, por el apellido— de algún país centroeuropeo o del este de Europa. Era un buen facultativo. Sugirió medicarme, como suelen hacer los psiquiatras, y entre otros fármacos propuso el litio. Yo no era muy partidario de la farmacoterapia, de modo que acordamos finalmente un tratamiento hablado, con la posibilidad de probar tal vez la medicación más adelante.
El diagnóstico hipotético era el trastorno bipolar, que yo prefiero llamar con su nombre antiguo de manía depresiva. En cualquier caso, altibajos más o menos serios del estado de ánimo, con ciclos variablemente rápidos (hay quien «cicla» por temporadas y hay quien lo hace por etapas mucho más cortas, que pueden ser incluso de días, o hasta de horas). En un determinado momento el doctor Estefánik me pidió que llevara un registro escrito de mis fluctuaciones anímicas a lo largo de la jornada, y una de las cosas que salió a relucir fue que a la caída de la noche sufría yo accesos más o menos intensos de tristeza.
Esos episodios de hipotensión anímica, por llamarlos de alguna manera, siguen produciéndose más de dos décadas después. Al final de la jornada, y cuando me quedo aquí en mi estudio bebiendo té y fumando y mirando las musarañas hasta bien entrada la noche, es frecuente que me ponga triste. La tristeza desciende sobre mí, pegándose a mi piel y arropándome con cierta delicada ternura, como cuando te pones un traje hecho a ti, y gastado por el uso, que se adapta a todas las singularidades de tu anatomía. Es una pena vieja. Es la pena, de la que hablo en numerosos fragmentos y poemas. A finales de 2022 escribí precisamente una pieza que llevaba justamente ese título. A Estefánik no se la puedo enseñar; sabe Dios qué será hoy de ese hombre (el doctor era algo mayor que yo, me parece, pero tampoco demasiado. Es posible que siga perfectamente operativo, y ejerciendo eficazmente la medicina, y desde luego yo así lo deseo y espero).
Esta noche estoy también triste. Nunca he sido verdaderamente depresivo, y a esto no lo llamaría depresión. Con la propia depresión, por otra parte, me ocurre lo que ya me pasaba con la «bipolaridad»: que busco, siempre que puedo, un término más pegado al habla castiza. ¡Soy clásico hasta para los nombres de trastornos! Y eso, claro está, se debe en gran medida a que los afectos referidos no son en absoluto «trastornos», sino avatares enteramente normales, tan antiguos como el ser humano; pero ya se sabe que una de las características del mundo en que actualmente vivimos es la patologización de todos los fenómenos incómodos (lo cual no solo le hace un flaco favor al registro natural de nuestras emociones, sino al idioma, pues las bellas palabras de antaño se ven sustituidas por aberrantes y orwellianos vocablos técnicos que nadie es capaz de entender).
No soy depresivo. Soy dado a la pena; a la tristeza. Obsérvese, por cierto, que pena y tristeza no son la misma cosa: la tristeza, más serena, es mudo dolor de fondo; la pena es laceración más aguda, que puede manifestarse incluso en forma de puñalada. Yo soy propenso a las dos variedades —primas hermanas— del melancólico mal.
Pero hay poesía en la tristeza (como ya antes, hablando del «traje gastado por el uso», he dado a entender). Luis Cernuda le dedicó a ella un himno bellísimo, en el que yo estaba pensando antes de ponerme a redactar estos párrafos. Ahora el momento de tristeza, tornada durante largos instantes punzante pena, ha pasado. Es la terapia de la escritura, que durante tantos años me ha mantenido a salvo del litio que en su día el doctor Estefánik quiso prescribir para mis congojas.