Obituario a José María Álvarez

El poeta falleció el 7 de julio, a la edad de 82 años

José María Álvarez, escritor, hombre libérrimo, generoso y sabio, ha nacido esta semana para la eternidad. Era –para mi irreductible y personalísimo criterio– el edificador de la idiosincrasia poética más rica en lengua española desde Juan Ramón Jiménez. 

Ha visto el ocaso como quería, cerca del mar de su infancia, y como los restos del navío se reintegran en la bruma de las aguas al ascender la marea, así él ya es para nosotros lo que otros fueron para él, una tabla de salvación en el mar de nuestras melancolías náufragas.

Se ha puesto la luna en la vida de José María Álvarez, y el extenso reino de sus familia, amigos, lectores y camaradas queda atravesado por un rayo de tiniebla, pues ya el desamparo es menos hermoso sin su compañía, más incisiva la soledad sin su mero habitar la tierra, más yermo el paisaje sin el fatigar de sus balas saliendo del fusil de la imperial imaginación con que disparaba a los monstruos del Apocalipsis, destilando pólvora de Belleza y abatiendo con ella todo pensamiento, moral o gusto de barbarie, como un alquimista o brujo de las Edades de Oro, para solaz de todos los que creemos en la religión de la nostalgia. Desdeñoso del reconocimiento, no dejó nunca de escribir, cada vez mejor, sabedor de que fabricaba un lujo espiritual que su época no podía premiar.

Fue en una mañana de julio, tan festiva y luminosa como su mirada mediterránea. Me escribió Alfredo Rodríguez, íntimo amigo y sumo chamán y custodio de las brasas del poeta. Fue, el mensaje, breve: «ha muerto José María». El estupor se me caía de las manos, y la pena era sólo mitigada por la sensación de que obras literarias como las de Álvarez, obras que valen una vida, piedra sobre piedra edificadas con la conciencia y la pulcritud más extremas, son la forma más sofisticada de torear la muerte y su atronador silencio.

José María Álvarez era el postrer representante, en el orbe del arte vivo, del hombre vitalista refinado por la cultura que habitó más o menos secretamente, pero con cierta abundancia, y en paralelo –como una masonería de la finezza– los siglos XIX y XX. Era José María Álvarez una cornucopia viva de épocas extraordinarias, un ser quintaesenciado de absolutos, un dominador de fechas, escenarios, calles, citas, anécdotas, categorías, pensadores, movimientos y momentos leídos, vistos o escuchados que expandía su corazón como si él hubiera sido su demiurgo. Su voz profunda pintaba tupidamente la palabra y la escritura, en un barroquismo restallante de experiencias que convergían en un río común por necesidad biológica, pero que parecían emanar de una pluralidad de seres, a él donada, incompatible con la experiencia individual, biográfica, de la vida. Es ese el poder máximo del arte, permitirnos ser muchos en uno, que José María Álvarez ejercía con una suprema gracia de jinete. En esto no había nadie como él, y solo quien lo conoció (aunque su literatura también lo testimonia) podría suscribir que mi aseveración es descriptiva y, en absoluto, ditirámbica. 

Como la derecha de este país no lee nada (tampoco la izquierda, para qué engañarnos), no se ha enterado de que España ha dado con Álvarez, en el terreno poético y literario, lo que un Burke puede significar en el campo europeo para una política antirrevolucionaria de enjundia. José María Álvarez habría podido ser el D’Annunzio español (cuánto tenía su Villa Gracia de Vittoriale hispano) de un estadista de altura histórica, pero el estadista de altos vuelos es hoy un animal tan mitológico como el poeta que Álvarez era y representaba. El parangón es insuficiente, porque su pensamiento no podía ser maniatado en vulgares etiquetas ni espectros del gusto periodístico, pero sirva para apuntar que pocas poéticas han profundizado tanto como la de Álvarez en la crítica del mundo de flácido nihilismo engendrado por la democracia materialista y el socialismo del siglo XXI. La literatura de Álvarez y su temperatura existencial formaban un exquisito chorrazo de champán reaccionario descorchado con jolgorio, un «¡vive le Roi!» en el París de Robespierre, un vals austrohúngaro en tiempos americanos, una elegía de ruso blanco, un himno confederado, un baluarte de rebeldía ética, estilística, formal y de fondo contra el arte, la sociedad y la política emanadas de la Segunda Guerra Mundial y aun de la Revolución Francesa. Y su gran heliomaquia, el «Museo de cera» que a muchos nos acompaña como la foto de la amada, siempre cerca y a mano de nuestros ojos y nuestro pecho, es «El Capital» de todos los que miramos la vida por el resquicio o perfil del Arte, realidad o fantasía que José María Álvarez amó con la profundidad, la lealtad, la intensidad y la ciencia de lo monástico. 

Un mundo de conchas marinas y buganvillas. El jardín y las copas de los árboles de Villa Gracia. Decadencias parisinas, salones de nobleza clandestina, tabernas de Palermo. Montecristos. Trajes de sastrería. Madera lacada. Seda, terciopelo. Olor a salitre, perfume de mujer. Un martini a la luz de la luna entre las ruinas, delicadeza de gusto, pasión instruida. La Navy Jack y la Serenísima República. Stevenson, Kavafis, Borges, las cenas con Onetti. Mozart y Vivaldi. Noches de La Habana, palacios de Capri, crepúsculos en Taormina. El aire de Alejandría. Y los delfines de Cabo de Palos. Un gato romano siendo acariciado por un cardenal. Cuadros de Veronese, Giorgione, Tiziano, retratos de Velázquez. Y luces amarillas en los clubes de jazz de Nueva York. Acaso todo eso pudo atravesar las avenidas de su memoria en las horas o los segundos últimos en el Hospital Santa Lucía. Pasiones y cruces. Y los ojos de Carmen. Y el sol. Y las cortinas de la casa materna, en la que fue feliz como si la vida quisiera dejar en sus ojos una imperecedera imagen de amor y de equilibrio donde acogerse…

Pienso en él. En cómo su lectura me ha enseñado a refugiarme, a hacer galerías Uffizi en los pasillos de mi vida interior, para no depender de una exterioridad que culmina en nuestro tiempo la muerte del Espíritu.

 Recuerdo aquellas horas a su lado, cómo me anegó su humor superlativo, cómo gozó de un libro que le regalé, su comentario elogioso respecto a mi prosa cuando le enseñé algún frívolo ejercicio. Su desaparición me conmueve como la caída de un Imperio. Abro «Museo» al azar. Su ánima vuelve a hablarme, grandiosa y protectora, emboscada y bella. No estamos solos, no: José María está tan vivo, o más, que cualquiera.

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