«No es posible estar de acuerdo con Weininger, pero precisamente su grandeza reside en su enorme error», sentenció el filósofo Ludwig Wittgenstein tras leer Sexo y carácter. Algo parecido me dijo un amigo cuando, en el año 2004, me empujó a comprar ipso facto el por entonces recién reeditado volumen, advirtiéndome que era una obra maldita que se agotaría rápidamente y tardaría eones en reaparecer. Por suerte, le hice caso.
Han pasado veinte años y, en ese lapso de tiempo, el feminismo se ha hecho ley, la ginecocracia se ha consagrado y Sexo y carácter —calificado por algunas mujeres de «peligroso para la mujer»— no se ha vuelto a reeditar. Se arrincona así una obra compleja y profunda que enuncia incómodas verdades sobre el sexo y los sexos. Un libro que debería estar en el mismo estante que El placer de D’Annunzio, la Metafísica del sexo de Evola, los Estudios sobre el amor de Ortega o El varón domado de Vilar. A su extraña manera, Sexo y carácter es quizá lo más brillante y radical escrito hasta la fecha sobre el eterno femenino. Tenga o no razón, hoy más que nunca, es justo y necesario leer a Weininger, aunque sólo sea para contrarrestar la regresión que, en el Occidente moderno, ha inclinado la balanza a favor de la hembra.
El hombre bueno debe morir joven
Nacido en el seno de una familia judía, Otto Weininger (Viena, 1880) fue feliz hasta que empezó a leer. Arrebatado por una insaciable curiosidad, en pocos años devoró libros de historia, literatura y filosofía; estudió física, filología, medicina, matemáticas y ciencias naturales; dominó el francés, el inglés, el italiano, el español, el noruego y las lenguas clásicas. Con sólo 16 años, escribió un ensayo etimológico sobre los adjetivos homéricos. Y en 1898 se matriculó en Filosofía y empezó a gestar Sexo y carácter, que por entonces aún se titulaba Eros y psique.
Según reveló uno de sus amigos, el escritor Emil Lucka, «a Otto jamás lo poseyó un sentimiento dichoso», y sus reflexiones agriaron aún más su temperamento. Esto no le impidió frecuentar tertulias en sus escasos ratos libres, ni alternar con colegas como Sigmund Freud.
En 1901, Weininger presentó con éxito su tesis doctoral y, ese mismo día, rompió con el judaísmo y se convirtió al cristianismo. Esta conversión, el influjo de Kant y la escucha compulsiva de Wagner llevaron a Weininger a reescribir Sexo y carácter, achicando su carácter biológico y dándole un profundo enfoque metafísico. El resultado fue un riquísimo análisis sobre caracterología, psicología, lógica, ética y filosofía de la personalidad, pero también la somatización de una fuerte crisis de identidad. Weininger tenía 23 años y, al parecer, estaba atormentado por sus tendencias homófilas: «Había experimentado la necesidad de amar irreflexivamente, pero tenía demasiada lealtad hacia sí mismo como para no diseccionar su sentimiento y juzgarlo éticamente», explica Lucka.
Sexo y carácter se publicó en mayo de 1903. Cinco meses después, Weininger se pegó un tiro en la casa donde había vivido Beethoven, a su juicio uno de los mayores genios de todos los tiempos. Lucka reveló los motivos que lo empujaron al suicidio: «Otto no era de los que predican moral y construyen teorías pero viven ajenos a ellas. Cada principio considerado por él como verdadero se lo imponía sobre todo a sí mismo. Consiguió vivir su filosofía, y cuando se vio impotente para ello se quitó la vida». Su único testamento fue un puñado de notas desordenadas. Una de ellas, rezaba: «El hombre completamente bueno [Jesús] debe morir joven».
Poco después de la muerte de su autor, Sexo y carácter se convirtió en best seller mundial, y tuvo una poderosa influencia sobre figuras tan dispares como Edvard Munch, James Joyce o Adolf Hitler. A continuación, revisaremos algunas de sus tesis más controvertidas.
No hay machos ni hembras, sino seres varoniles o femeniles
Weininger sostiene que «macho» y «hembra» son dos sustancias que se mezclan en distintas proporciones, sin que el coeficiente de ninguna de ellas llegue nunca a cero. Aunque consideremos macho a todo aquel que nazca con pene y hembra a todo el que nazca con vulva, todo ser posee elementos masculinos y femeninos.
Esto lleva a Weininger a defender la androginia original de todas las criaturas, idea que, lejos de ser novedosa, se remonta a la antigua Grecia, con la mitificación del hermafrodita, la narración de Aristófanes en el banquete platónico o la secta agnóstica de los Ofitas, que representaban al hombre primitivo con caracteres masculinos y femeninos al mismo tiempo.
El sexo se extiende por todo el cuerpo
Inspirado por un estudio del zoólogo Japetus Steenstrup, Weininger escribe que «toda célula está caracterizada sexualmente», cosa que explicaría la virilidad de los castrados.
Asimismo, afirma que existen personas del sexo opuesto que ejercen sobre un individuo una acción repelente, otras lo dejan frío y otras lo excitan, «hasta que finalmente aparece (aunque no siempre) la que despierta un deseo incontenible de unirse a ella, y entonces todo el resto del mundo pierde su valor y desaparece». El instinto varonil buscará a una hembra que complete la feminidad que a él le falta. Y viceversa. Es lo que los extremo-orientales llaman «el yin y el yang», que compenetra la corporeidad del hombre y la mujer en forma de una energía formadora elemental.
Para Weininger, la verdad es pudorosa; y como toda declaración de amor es impúdica, es mentira. En el fondo, el hombre ama a un Yo idealizado: no a aquello que él es en realidad con todas sus debilidades, bajezas y pequeñeces, sino lo que él quisiera ser, un ser inteligible más profundo, libre de toda necesidad, de toda mácula terrenal. El hombre, pues, busca en la mujer una pureza que ella no puede darle. Y aunque la belleza de la mujer se esfume tras el coito, su misterio persiste porque, como dice Kant, «la mujer no traiciona sus secretos». Aunque sean secretos del todo intrascendentes.
No existen invertidos que lo sean absolutamente
En tiempos de Weininger todavía era común referirse a los homosexuales como «monstruos»: en 1900, un profesor de psiquiatría de una universidad alemana propuso seriamente castrarlos a todos. Influido por las últimas reediciones del Psychopathia sexualis de Richard von Krafft-Ebing, Weininger descarta que la homosexualidad sea un vicio o una enfermedad, aunque sí cree que podría tratarse de una «constitución neuropática» o una «tara hereditaria».
Insistiendo en su teoría de los sexos, Weininger afirma que «todos los invertidos son al principio bisexuales. Puede ocurrir que el propio sujeto influya sobre sí mismo para tomar una dirección unisexual, con lo que finalmente domina la homosexualidad o la heterosexualidad, o se deje influir en este sentido por factores externos». Esto explicaría la gran expansión de la homosexualidad en el Occidente del siglo XXI: sin duda, la propaganda y la ingeniería social han empujado a muchos indecisos hacia la sodomía.
El hombre tiene pene, pero la vagina tiene mujer
Weininger señala el carácter vampírico de las relaciones sexuales, donde el hombre es el que cede una parte de materia, mientras que la mujer retiene tanto sus secreciones como las del hombre. Es más, «el momento más alto de la vida de la mujer, cuando se manifiesta su ser original, es el momento en el que acoge en sí el semen masculino».
El varón, por su parte, suele tener la necesidad de eyacular, cosa que, a falta de hembra, lo empuja a la masturbación, una práctica sólo habitual en las mujeres más masculinas. Pero la mujer que se masturba no lo hace para aliviarse sino para prolongar la excitación, ya que es un animal sexual: «La mujer se consume en la esfera de la cópula y la multiplicación, es decir, en sus relaciones como mujer y como madre, y con esas relaciones llena totalmente su existencia. La mujer es sólo sexo, mientras que el hombre es algo más que sexo».
Para comprobar esto, no hay más que estudiar las zonas erógenas: en el varón son pocas y mayormente concentradas en los genitales, mientras que en la hembra la sexualidad está extendida por todo el cuerpo, y todo contacto puede excitarla: «Para el hombre el impulso al coito es una comezón con pausas, mientras que para la mujer se trataría de un cosquilleo continuo».
La mujer no tiene alma
En la mujer, pensar y sentir son dos actos inseparables. Tiene el don de la palabra, pero no del discurso. Es un «vaso vacío» que espera a un hombre para que la llene con su falo y con el mayor signo de masculinidad: su consciencia.
La mujer carece de «Yo», de carácter y personalidad profunda, porque no tiene «memoria continua», principio lógico de identidad. Así pues, si está mínimamente masculinizada la mujer puede tener talento, pero no ser genial. La genialidad es inseparable de la masculinidad.
La obsesión de la mujer con su cuerpo se debe, según Weininger, a su vacío espiritual: «No hay razón para atribuirle un alma a un ser como la mujer, que carece de fenómenos lógicos y éticos». Esta particularidad hace que ellas no sean sensitivas, ni profundas, ni agudas, ni exactas con sus pensamientos. Para Weininger, la mujer es «la mentira orgánica, la insensatez suprema, la más pura mendacidad». Sin embargo, no es tan tonta como puede llegar a ser a veces el hombre, porque «es astuta, calculadora, cuerda de una manera más constante, siempre que la mueva un fin egoísta».
Ciertamente, el crimen es más común entre hombres, pero hasta el peor criminal es consciente de sus actos, mientras que una mujer no soporta ser juzgada ni que se ponga en duda su derecho a actuar como ella desea. En consecuencia, «la mujer ni siquiera puede ser mala, únicamente es amoral y vulgar».
El amor materno es inmoral
Weininger divide a la hembra humana en dos tipos fundamentales: la madre y la prostituta, reflejo de la vida y la muerte que se funden misteriosamente en el coito. La prostituta absoluta sólo piensa en los hombres; la madre absoluta sólo piensa en la prole. Toda mujer lleva en su interior, en diferentes grados, a la prostituta y a la madre.
Dice Weininger que «podrá descubrirse en todas las mujeres al menos un rasgo de esa general tentación a la caída que no sabe renunciar a un solo hombre del mundo». Es decir, que la castidad es tan ajena a la madre ansiosa de hijos como a la prostituta sedienta de hombres. La diferencia estriba en que, para la madre, el coito es un medio y, para la prostituta, un fin: «La prostituta querría entrar en coito con todo, y por ello coquetea también cuando está sola e incluso ante objetos inanimados; la madre, en cambio, quiere ser preñada por todas las cosas continuamente y en todo su cuerpo».
Mientras que el amor entre individuos se refiere a un ser determinado del que se valoran unas cualidades físicas o psíquicas, el amor materno se extiende sin elección a cuanto la madre haya llevado en su seno, da igual que sea un santo o un criminal: «El amor materno es inmoral porque excluye la individualidad y procede sin elección, de modo impertinente». Weininger peca de puritano al afirmar que «la prostituta está en más directa relación con el mal de lo que lo está la madre, pues quiere ser aniquilada y aniquilar, daña y destruye». Esta afirmación no tiene en cuenta, por ejemplo, la prostitución sagrada, practicada en templos de divinidades mediterráneas de tipo afrodítico como Ishtar, Anaitis o Athagatia.
La mujer perecerá como tal
Por más que fantasee con la «libertad», la mujer siempre está bajo la influencia fálica, y es presa de su poder aun cuando no llegue a la completa unión sexual. No es raro que las grandes utopías feministas sean, precisamente, el safismo y la castración. Weininger sostiene que «todas las mujeres que realmente tienden a la emancipación presentan caracteres anatómicos propios del varón». Pero toda «mujer genuina» está incapacitada para el feminismo, por más que lo defienda porque así lo dicta la moda ideológica impulsada por unas élites masculinas.
Al final, no es tan misógino Weininger como lo pintan. No cree en la igualdad moral e intelectual de varón y hembra —cosa imposible porque la mujer más masculina «apenas tiene un 50% de hombre»— pero defiende la equiparación legal de ambos. Considera que las mujeres son seres humanos y tiene los mismos derechos que el hombre, «pero esto no significa que se deba conceder a las mujeres una participación en el poder político».
Desde el Jardín del Edén, la mujer contagió al hombre su obsesión sexual. Siglos después, «la castidad masculina es objeto de burla, no se comprende, y el hombre ya no siente a la mujer como pecado, sino como un destino; su propia lujuria ya no lo avergüenza». El ideal de la virgen nació cuando el varón proyectó su deseo de pureza hacia la hembra. Pero la mujer exige al hombre sexualidad, pues sólo por su sexualidad adquiere ella una existencia, y así para ella lo importante ese el coito y no el amor; esto significa que «quiere ser envilecida, no exaltada ni mucho menos emanciparse».
En la actualidad, la «emancipación» de la mujer se limita a pretender ser igual que el varón o, mejor dicho, que la degenerada caricatura de varón que es el hombre moderno. La auténtica emancipación de la mujer debería ser, según Weininger, ir más allá de su sexo, trascender el cuerpo para tener alma y así ser algo más que una compañera de cama oscura y amoral.
Lo que pide Weininger es, en todo caso, imposible si no se pasa por una transmutación integral, primero del hombre y después de la mujer. Una transmutación que sólo podría desencadenar una vía esotérica inasequible al moderno: el tantrismo. De esta forma, el hombre iría más allá de sí mismo y la hembra podría seguir sus pasos. La mujer perecerá como tal, pero surgirá de sus cenizas renovada, rejuvenecida, como ser humano puro. En esa pureza compartida, hombre y mujer gozarían de una superioridad recíproca y podrían ejercer, el uno sobre el otro, una función divina. Sería el principio de una nueva edad de oro para Occidente.