Lo ignoro casi todo de Ramsha, incluso el apellido. Sé de ella solo que vive en el Reino Unido y que, por lo visto, es licenciada en Políticas y Derechos Humanos, y que tiene cuenta en Twitter. Pero un tuit suyo ha suscitado comentarios muy sabrosos, y no es para menos por cuanto contiene en pocas palabras un reflejo exacto de cómo una entera generación parece ver el mundo.
“Así que, básicamente, mi grado en Políticas y Derechos Humanos es una falsificación y una mentira, porque por lo visto algunos países pueden hacer absolutamente todo y cualquier cosa”, reza el tuit.
Ni siquiera tengo especial interés en saber qué detalle geopolítico concreto ha motivado la desesperanza de Ramsha, y es mejor así, porque lo interesante es esa confianza en “una comunidad internacional basada en reglas”, por seguir la denominación de moda.
A escala nacional, los españoles lo estamos viviendo. Vivimos bajo un régimen que mantiene el andamiaje de una democracia liberal de partidos en la que una persona, el presidente del Gobierno, puede cometer desmanes jurídicos, institucionales y políticos inimaginables hace solo unos años sin que nadie pueda detenerle. Y en cada ocasión surge el ya deprimentemente clásico grito de la derecha impotente: no puede hacer ESO.
Porque la ley, por citar al genial tuitero Ciriaco. Hay una ley que lo impide. Y está la Constitución, ese venerable ‘paper’ revisado por pares.
Es la parálisis que afecta a cada pueblo cuando un gobernante se salta la ley y nadie responde, porque antes se ha asegurado que ninguna institución pueda responder. Es ese momento en que se descascarilla el delgado barniz de la convivencia civilizada y vemos debajo, con vértigo paralizante, la pesadilla hobbesiana de una existencia «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta».
Paradójicamente, la manera de que la ley (las instituciones, la civilización) siga haciendo su magia no es verla fuerte y todopoderosa, sino, al contrario, frágil como el cristal y modesta como una violeta. Y ha sido precisamente la fetichización de la ley, la fe implícita en su omnipotencia, lo que está haciendo estallar sus costuras para ver debajo el rostro del poder desnudo.
Cosas absurdas como cambiar por decreto la biología, como decretar la temperatura ideal para el planeta como si tuviéramos un termostato a mano o legislar sobre el ‘odio’ son las que acaban con el imperio de la ley. No, los españoles no serán justos y benéficos porque así lo disponga la Constitución de Cádiz.
Pero si en la escena nacional todavía se puede caer en la ingenuidad de imaginar una ley por encima del poder, más poderosa que el poder, en el panorama internacional exige un intensivo marinado cerebral en la más fantasiosa de las propagandas.
Al milenial medio lo que más le interesa de un contencioso geopolítico es quién tiene razón, es decir, quién es el “bueno”, que es probablemente lo más confuso y lo menos interesante.
También los melios pretendieron, en su día, apelar a la justicia, al ‘tener razón’, en su disputa con Atenas, con un resultado descorazonador.
Nos lo cuenta Tucídides. Melos era una isla del Egeo que constituía una diminuta polis independiente en el siglo IV antes de Cristo, durante la Guerra del Peloponeso que enfrentó a Atenas con Esparta por la hegemonía griega.
Atenas había conseguido la alianza de todas las polis que no se habían aliado aún con su enemigo, pero Melos, de la misma estirpe doria que los espartanos, aspiraba a la neutralidad en esta guerra. Para su desgracia, Atenas opinaba lo mismo que George Bush Jr. en la Guerra contra el Terror: quien no está conmigo, está contra mí.
Atenas exige a los melios que se sometan y paguen tributo. Los melios responden diciendo que ellos se comprometen a no atacar ninguna nave ateniense o de sus aliados, y que prefieren seguir siendo neutrales, gracias.
Van y vienen los emisarios en intensa comunicación diplomática, y las posiciones van quedando diáfanas: los melios aducen que su causa es justa; los atenienses replican que la naturaleza de las cosas quiere que el fuerte se imponga al débil. O, por decirlo en las crudas palabras de Tucídides, “el fuerte hace lo que quiere y el débil sufre lo que debe”.
La historia acaba mal para la parte que “tenía razón”. De existir ahora, Melos tendría de su parte un montón de disposiciones de la ONU a su favor, cuenta abierta en GoFundMe y una sentencia no vinculante del Tribunal de Justicia de La Haya. En cualquier caso, en el invierno del 416 antes de Cristo, los atenienses tomaron la ciudad, ejecutaron a todos los hombres adultos y capturaron y vendieron como esclavos a las mujeres y los niños, antes de repoblar la isla con quinientos colonos atenienses. Entonces se instalaron quinientos de sus propios colonos en la isla.
Pero parece que ya no se estudia a Tucídides en las facultades británicas.