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Problemas de genealogía de las derechas españolas (II)

La semana pasada expusimos cómo el franquismo actuó de disolvente-desmovilizador de todas aquellas corrientes y sectores ideológicos que le habían hecho ganar la guerra, y cómo su largo brazo alcanzó incluso a la Iglesia católica, cuyas organizaciones movilizadoras también colapsaron durante el franquismo (hecho que tal vez estuvo en la mente del cardenal Tarancón cuando impuso un divorcio visceral entre la Iglesia y el activismo político que duró treinta años e impidió el desarrollo de una democracia cristiana en España). Las organizaciones matrices de la derecha sistémica tras la muerte de Franco, AP y UCD, son creadas desde el poder y acogiendo a algunos díscolos (pero pasando por encima de toda la oposición derechista al régimen, que haberla hayla); ambas gozaron de una debilidad organizativa notable. Entre 1977 y 1982 ambos partidos fueron organizaciones de cuadros que heredaron la burocracia del régimen, nuevas y viejas élites y algunos disidentes, pero tras de ellos no había nada salvo generosa financiación ocasional y la prensa oficial. Las estructuras de camarillas de intereses personales y solo a veces ideológicos, heredada de la administración del Movimiento Nacional, hizo estallar a la UCD entre 1980 y 1982 tras el fracaso del liderazgo caudillista de Suárez, quien, con independencia de su labor como gobernante, como jefe de UCD se descubrió como un caudillo sin acaudillados que fue persistentemente traicionado por la nueva burocracia de la que él mismo había surgido. AP y Fraga se limitaron a esperar el colapso de UCD, a confrontar con generalidades a la izquierda y a ir heredando las piezas desgajadas del partido del poder.

Esta galaxia torpe fue sorprendida por la mucho mayor de lo esperada victoria socialista de 1982, y cayó en una depresión notable, hasta el punto que durante los primeros años socialistas el diario ABC y algunos sectores empresariales fueron la única oposición activa al felipismo. La Iglesia lanzó tímidas (y alguna masiva) movilización contra la reforma del aborto y tuvo el respaldo de la oposición, pero fueron fuegos de artificio que decayeron muy pronto. En cuanto a Fuerza Nueva, el primer intento sólido de una extrema derecha con respaldo electoral desde la República, naufragó en su liderazgo errático y en su incapacidad para ofrecer ninguna respuesta que no fuera la estricta nostalgia del franquismo.

Paralelamente, las derechas periféricas consiguieron una fuerte hegemonía política gracias a sus extravíos y desorientaciones ideológicas. El viejo PNV del exilio: democristiano, social, conservador y con un punto populista fue liquidado gradualmente por la dupla Arzalluz-Garaikoetxea, ambos hijos de los vencedores (al contrario que el grueso del electorado y militancia jeltzale) y ambos fascinados por la izquierda; Garaikoetxea por una socialdemocracia afrancesada y Arzalluz por el tercermundismo y otras izquierdas alternativas. El joven liderazgo del PNV impuso una línea ambigua en todos los temas políticos —incluida la posición frente a la violencia de ETA o la relación con el Estado y la Constitución— que le permitió ser capaz de pactar con todos los demás actores de la política vasca y alcanzar la tan cacareada centralidad. El PNV renunció en gran medida a su tradición política y a sus aspiraciones nacionales —que retomaría luego con fuerza de la mano de la izquierda abertzale en Lizarra— y abrazó una tecnocracia vagamente progresista que lo consagraba como único partido capaz de gobernar y gestionar, pero sin confrontar excesivamente con la izquierda abertzale ni recostarse en la derecha (el rechazo al franquismo y la experiencia del exilio o la resistencia interior no bastaban, cualquier posición conservadora ya era sospechosa en la Euskal Herria revolucionaria). La estrategia fue exitosa inicialmente (hasta la llegada de la escisión de Eusko Alkartasuna) y favorecida por el colapso de la derecha no nacionalista —salvo en Navarra—, perseguida por ETA y abandonada o convertida en sucursalista por Madrid.

En cuanto a la galaxia del catalanismo liberal y conservador —en gran medida surgido de las entrañas del franquismo, al contrario que el PNV— aunque su líder Jordi Pujol hubiera sido un relativamente activo opositor a la dictadura, se encontró con una sociedad mucho más izquierdista y secularizada que la del resto de España, y para poder gobernar necesitó primero el brazo de ERC y luego subcontratar o integrar a todos aquellos huérfanos del ala más catalanista del PSUC, quienes quedaron sin techo tras el colapso del partido y de la URSS. Todos ellos fueron generosamente integrados en el pujolismo, sirviendo eficazmente en el mundo cultural o mediático para darle una pátina progresista al conflicto ambivalente con el gobierno central que se intentaba convertir en un conflicto nacional. Esta hornada de catalanistas postmarxistas que se reintegraban como liberales o socialdemócratas en el pujolismo fue definida con sorna por un ministro socialista como los pujolistas-leninistas. En cualquier caso, la promiscuidad del mundo convergente con la izquierda catalanista convirtió el pujolismo en un movimiento atrapalotodo que se encontró sin herramientas para confrontar y hacer política cuando surgieron nuevos y exitosos liderazgos en la izquierda catalana y cuando se apagó la estrella del President Pujol, acosado por la corrupción y su autoritarismo deslavazado. La única arma que encontraron fue competir por la auténtica bandera del nacionalismo y el soberanismo. Lo demás es de sobra conocido y no nos detendremos en ello.

De vuelta la derecha sistémica nacional, el liderazgo de Fraga, quien insistentemente se referenciaba en la revolución conservadora anglosajona —absolutamente marciana para el público y la sociología española— no consiguió poner en aprietos al felipismo. Sectores de poder acostumbrados a tratar la política como un negociado e ilusionados por el conflicto de Pujol con el gobierno socialista intentaron una operación palaciega para crear un polo liberal que fuera más efectivo contra el socialismo y se apoyara en el fuerte gobierno catalán. La falta de interlocutores, el desinterés de un electorado que lo desconocía todo del liberalismo —pues este llevaba ausente casi medio siglo de la política española— y el desinterés del propio pujolismo hicieron fracasar aquella operación bautizada en honor del portavoz del catalanismo en el Congreso: Miquel Roca. Para el electorado ansioso de zonas templadas ya existía el inoperante pero relevante y curiosamente populista Centro Democrático Social del expresidente Suárez.

El desgaste del socialismo felipista, acosado por la corrupción, la práctica del terrorismo de Estado y el desmanejo económico hicieron resurgir las posibilidades electorales de la derecha. Con el liberalismo y la democracia cristiana —principales agregadores políticos de los hemisferios derechos de las sociedades europeas en aquel momento— ausentes de la discusión política (pese a los intentos de muchas corrientes internas del naciente Partido Popular), el agregador de la derecha política fue el adagio heredado del franquismo de orden, tranquilidad y bienestar (y poco más) y una fuerte campaña negativa contra los excesos socialistas y el hiperliderazgo de Felipe González. José María Aznar y la nueva generación —con excepciones como Jaime Mayor Oreja—, que se hizo cargo del Partido Popular, pivotaron sobre el sentimiento antisocialista y las promesas de orden, bienestar y rehabilitación de las instituciones, pero no consiguieron esbozar mínimamente un proyecto alternativo de sociedad y mucho menos enraizado en la tradición política de España. Ejemplo de esta desorientación es la insistencia de Aznar en su admiración por Manuel Azaña.

En 1996 Aznar consiguió una victoria pírrica, inferior a la pronosticada por las encuestas. Para gobernar necesitaba del PNV y del pujolismo, ambos movimientos transversales hartos del felipismo pero que explotaban el conflicto territorial y estaban poco interesados en una colaboración duradera con la derecha sistémica. Aznar y el Partido Popular se encontraron una España con un panorama empresarial, mediático, educativo, institucional, cultural, judicial (e incluso en lo relativo a los servicios de inteligencia) casi completamente modelado para las necesidades y la voracidad de los socialistas, quienes a lo largo de catorce años habían aprendido concienzudamente los vicios del franquismo en la gestión del Estado (e incluso integrado a gran parte de la burocracia franquista, o al menos a sus hijos) y se habían limitado a sustituir el contenido ideológico heredado en la rudimentaria democracia española por sus valores progresistas.

En la próxima entrega analizaremos los éxitos y fracasos del aznarismo, la transformación del Partido Popular durante la oposición a Zapatero, el caótico gobierno de Mariano Rajoy y los nacimientos de UPyD, Ciudadanos y Vox.

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