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Problemas de genealogía de las derechas españolas (III)

Hace dos semanas expusimos brevemente cómo la larga travesía por el desierto de la derecha española entre 1982 y 1996 no sirvió para su renovación política e ideológica

Hace dos semanas expusimos brevemente cómo la larga travesía por el desierto de la derecha española entre 1982 y 1996 no sirvió para su renovación política e ideológica. Tampoco para la construcción de un tejido social, pues la consolidó como una fuerza reactiva con pretensiones tecnocráticas y un fuerte discurso negativo contra los excesos socialistas. La novedad política de esta derecha fue la asunción superficial y mediática de los mantras de la revolución conservadora anglosajona, y la consolidación de la identidad antisocialista como un fuerte polo social capaz de ganar elecciones.

Tras su pírrico triunfo de 1996 y hasta 2004, Aznar y su gobierno consiguieron una reactivación económica —cuyos frágiles fundamentos no vamos a discutir aquí— y por primera vez parecieron esbozar una hegemonía liberal-conservadora, no conectada con la tradición política de España —pues se referenciaban estrictamente en éxitos foráneos, como luego haría también Mariano Rajoy, intentando infructuosamente referenciarse en Merkel, y Ciudadanos en Macron—, pero independiente de la herencia franquista, pese a la asunción de su práctica antipolítica.

El aznarismo intentó hacer tímidos avances sobre los medios de comunicación que los socialistas habían casi copado, pero como le sucedió al pujolismo con el catalanismo postmarxista, tuvo que echar mano de una intelectualidad y de una serie de comunicadores de orígenes marxistas que, hastiados de la degradación institucional perpetrada por el socialismo y sus pactos con los nacionalismos catalán y vasco, habían arribado a una especie de liberalismo jacobino y antisocialista. Del mismo modo que hizo el pujolismo, aunque con muchas menos concesiones al progresismo, la derecha sistémica española se decidió referenciar en el tránsito al siglo XXI en un mundo intelectual y comunicacional que rechazaba cualquier etiqueta conservadora o anticuada y defendía el carácter modernizador, nacional e institucionalista del proyecto aznarista —necesario es señalar que tampoco había ninguna alternativa, teniendo en cuenta el páramo intelectual y sociológico que eran los nostálgicos del franquismo y la absoluta ausencia del pensamiento católico en política gracias a los oficios del Cardenal Tarancón y sus epígonos—.

Fue el aznarismo también la consolidación del discurso liberal-conservador y «meritocrático» en la derecha, divorciando para siempre al conservadurismo español de cualquier preocupación social o de cualquier defensa de un patrimonio común no simbólico —más allá de la unidad nacional—, así como de la sacralización del éxito y las élites económicas. Esta vía ya había sido ensayada por Fraga infructuosamente, en una de las muchas paradojas de la derecha española: que un simpatizante declarado del gaullismo, del ala estatista de las democracias cristianas y del ala populista de los Tories, empujara a la derecha española a abrazar la revolución conservadora anglosajona a un nivel al que ninguna otra derecha europea no anglosajona ha llegado. Esta decisión discursiva ha sido hasta hoy un freno muy relevante en la construcción de mayorías derechistas, y ha incapacitado a la derecha española para comprender en profundidad —e intentar ofrecer soluciones— a problemas muy acuciantes como la degradación del campo, la muerte de la industria, la falta de vivienda, la planificación urbana o la precarización juvenil.

Esta elaboración de un nuevo establishment mediático derechista liberal-jacobino estuvo espoleada por el fracaso de la apertura de Aznar hacia el PNV y el pujolismo —el primero lanzado a su largamente postergada alianza con la Izquierda Abertzale y el segundo naufragando en sus propios vicios y contradicciones— y la elección de los nacionalismos como «enemigo a batir» del proyecto del Gobierno. La asunción de los mantras progresistas por parte de intelectuales prestigiosos y del entorno de algunos luchadores-tardíos-contra ETA, que identificaron cualquier forma de identitarismo vasco con ETA, llevaron por ejemplo a la derrota electoral de Mayor Oreja —único exponente demócrata cristiano prestigioso en la derecha española— en las elecciones autonómicas vascas de 2001, cuanto fue incapaz de capitalizar el extravío definitivo del PNV en los pactos de Lizarra con ETA.

Mientras tanto Aznar, tras una lectura excesiva de su triunfo en el año 2000, intentó realzar el perfil internacional de España con apuestas muy arriesgadas, como el apoyo a la Guerra de Irak, que minaron su apoyo social e impulsaron la candidatura del abiertamente sectario y excluyente líder socialista José Luis Rodríguez-Zapatero, quien en 2003 por fin había descabalgado al pujolismo en Cataluña y había suscrito los célebres pactos del Tinell, donde el PSOE se comprometía a una especie de alianza permanente con el catalanismo de izquierdas y a la exclusión política de la derecha; una estrategia que, con sus más y sus menos, ha sobrevivido hasta hoy y ha sido la viga de soporte de las mayorías socialistas de 2004-2011 y 2019 en adelante (no es ninguna novedad sanchista).

El desmanejo y desorientación del gobierno aznarista tras los atentados del 11-M —que ante el caos llegó a recurrir al fantasma de ETA ,y que fue obviamente engañado en varios momentos por determinados sectores de Inteligencia—, cuya autoría sigue sin estar plenamente clara, fue hábilmente aprovechado por los socialistas y los sigilosos programadores de la espontaneidad —que luego eclosionarían el 15-M—, quienes consiguieron que la sociedad culpara al aznarismo del atentado y del obvio desmanejo de las primeras investigaciones. Durante la segunda legislatura de Aznar había comenzado a florecer una cierta sociedad civil conservadora y una cierta presencia académica favorable a tesis más conservadoras, en parte al amparo del poder y en parte frente al rearme sectario de la izquierda, pero quedaron en un esbozo y fueron sorprendidas por la vuelta del socialismo al poder. Ni que decir tiene como epitafio del aznarismo que su tan cacareada institucionalidad fue una mera máscara, y que la baja calidad de las instituciones españolas continuó o se acrecentó durante su gobierno, al igual que la corrupción, aunque fuera bastante más discreta que la del felipismo.

El zapaterismo llegó pisando fuerte, con una virulenta ruptura de consensos políticos, alterando la política antiterrorista, proponiendo «avances sociales» radicales que incomodaron mucho a sectores de la sociedad muy alejados de la militancia política y resucitando la guerra civil española e insistiendo en una banalización de la violencia izquierdista; todo a la vez que se arrinconaba a cualquier expresión derechista como violenta o heredera del franquismo. Al contrario que durante el felipismo, cuando se trató a la derecha sociológica con cierto paternalismo y moderación —como un equipo derrotado y desorientado al que había casi que ignorar amablemente en tanto en cuanto el felipismo tuviera el monopolio absoluto del poder—, el zapaterismo, ensimismado con el recuerdo de la II República y el Frente Popular, se lanzó a una campaña por la exclusión política y la demonización de la derecha que ha permanecido en el hemisferio izquierdo de la sociedad hasta hoy.

El zapaterismo despertó y movilizó a muchos sectores sociales tradicionalmente pasivos y a muchos sectores intelectuales o académicos moderados, e incluso estimuló una pequeña escisión del ala antinacionalista e institucionalista del PSOE, UPyD, de quienes hablaremos más adelante. También nació del descontento de una intelectualidad liberal progresista y laica catalana, pero anticatalanista, el partido Ciudadanos. Por otra parte, esta etapa fue el canto del cisne de la Iglesia Católica como movilizador social. Por primera vez en Democracia la Iglesia Católica movilizó a millones de fieles en defensa de sus convicciones y pareció entreverse una cierta vuelta de valores confesionales en la derecha española. Las movilizaciones contra la política antiterrorista de Zapatero también fueron exitosas. Era patente la voluntad del socialismo español de integrar a la izquierda abertzale en el sistema a casi cualquier costo —incluida cierta impunidad— que también ha perdurado hasta hoy. Irónicamente, esta etapa de movilizaciones sociales contra los excesos de la izquierda apenas generó instituciones o agrupaciones activistas duraderas, y el carácter excesivamente áspero de los discursos y la presencia de múltiples freaks en el espacio de la derecha con teorías conspiranoicas —algunas sólidas, otras no tanto— fue hábilmente utilizado por la izquierda para denigrar la oposición a sus políticas. La principal consecuencia de estas movilizaciones sociales fue que, desde la Iglesia Católica hasta las víctimas del terrorismo etarra pasando por las asociaciones de padres, toda esa naciente sociedad civil despertada por las agresiones del zapaterismo y sus aliados quedó atada a los intereses partidarios del Partido Popular. En lugar de ser al revés, empujar al Partido Popular o hacerle deudor, esta naciente sociedad civil quedó rehén de las estrategias políticas y la capacidad de movilización de los populares, en un proceso que está pendiente de estudio, pero que tal vez hunde sus raíces en la incapacidad de movilización derechista sin tener también asidero en el poder originada por el franquismo.

En cuanto el Partido Popular fue derrotado en unas apretadas y tensas elecciones, donde el socialismo escogió la máscara de la amabilidad y conjuró los fantasmas de la crisis económica con mentiras que hoy son obvias, Mariano Rajoy decidió renegar de toda su estrategia seguida en 2004-2008 y se lanzó a desactivar a todos sus aliados y a divorciar su capacidad de movilización de cualquier reivindicación política palpable en la calle. El hecho de que el Partido Popular consiguiera una mayoría absoluta sin casi hacer campaña y sin movilizaciones sociales en su favor en medio del colapso macroeconómico del país debió convencer a perpetuidad a dos generaciones de líderes populares de que el Poder les sería entregado por la fuerza de la historia cada vez que los socialistas causaran el caos.

El marianismo llegó al poder en medio de una fuerte crisis económica, con sus aliados en la sociedad civil desmovilizados o silenciados por su propia mano y con una fuerte movilización de la juventud capitalizada por la izquierda a causa de la precarización y la falta de soluciones a la crisis económica. Este poco agradable escenario fue empeorado por el estallido de obvios y sistémicos casos de corrupción en el Partido Popular, el manejo insensible y puramente tecnocrático de la crisis económica (escenas que todos conocemos), la continuación de la hoja de ruta zapaterista con la izquierda abertzale, la negativa persistente y pueril a derogar cualquier legislación ideológica y cultural del zapaterismo y la indiferencia ante el desafío independentista en Cataluña. El desorden y la desorientación fue la tónica del gobierno de Mariano Rajoy, que incluso cometió la insensatez de estimular la creación de un partido de izquierda radical —Podemos—, favoreciéndole en los medios de comunicación para intentar bloquear al PSOE y a la vez dar salida política al volcán callejero. Luego pasó a perseguirlo de forma chusca a través de las cloacas del Estado cuando la criatura se volvió relativamente peligrosa —esta, a su vez, fue luego asimilada y regurgitada por la verdadera criatura alfa del sistema político español, el PSOE—.

Paralelamente, esto hizo surgir por primera vez opciones alternativas al Partido Popular en el hemisferio derecho de la sociedad. En este contexto nace Vox como una pequeña escisión de miembros del Partido Popular ante las traiciones ideológicas persistentes del marianismo, pero rápidamente es condenada al ostracismo. Más relevante fue el crecimiento de la propuesta jacobina, institucionalista y anticorrupción de UPyD; sin embargo, esta comenzó a ser opacada por una propuesta similar pero más urbana y familiar, con un acento en la necesidad del retorno de la prosperidad material tras una crisis salvaje y un liderazgo aparentemente más juvenil y flexible: Ciudadanos. No entraremos en las cuitas entre ambas formaciones ni en los patrocinios o abandonos que decantaron el conflicto en favor de Ciudadanos, pero tras el colapso de UPyD, en 2015 surgió en Ciudadanos con rapidez una alternativa muy fuerte al Partido Popular, formalmente más progresista, pero que recogía un descontento transversal dentro de la derecha contra la inoperancia, corrupción y abandonos del Partido Popular. Portaban una aparentemente sincera preocupación por la calidad de las instituciones, la lucha contra los nacionalismos, las oportunidades económicas de la clase media e incluso la lucha contra alguna de las banderas ideológicas de la izquierda como la Memoria Histórica o la Ley de Violencia de Género. Sería un error entender Ciudadanos como una escisión del electorado más moderado del Partido Popular. Sin embargo, en la sinceridad de las preocupaciones materiales de su electorado y su propuesta utilitarista estaba la semilla de su caída.

Ciudadanos también tuvo efectos nocivos para la derecha española en cuanto a la ampliación de base, en tanto en cuando forzó su parafernalia progresista para alcanzar electorado socialista (favoreciendo en realidad a la izquierda) y taponando el desarrollo de una idea de derecha regionalista o adaptada al territorio, estimulando todavía más el jacobinismo endémico de la derecha española que le ha hecho en gran medida entrar en crisis en territorios donde debía confrontar al nacionalismo no sólo con la idea de España sino con la de la defensa de la propia identidad regional. Por su parte, el PP entiende a veces en estos territorios que la defensa de la identidad regional (*siendo neutrales, el autor de esta línea cree que existen identidades nacionales muy respetables dentro de España) pasa por una mera asunción moderada y poco convencida de los postulados nacionalistas, lo que en realidad fortalece el nacionalismo a la vez que no realiza ninguna defensa efectiva de la descentralización o de la identidad regional o de la lengua.

La resaca del golpe secesionista catalán fue la estimulación definitiva de Ciudadanos y también el inicio del despegue de Vox, con propósitos políticos más humildes o limitados que los que tiene en la actualidad, pero captando a un electorado conservador ya harto definitivamente del desorden marianista. Ciudadanos consiguió captar un pedazo relevante de electorado socialista, aunque el grueso seguía proviniendo de la derecha. La moción de censura de Pedro Sánchez, el desfondamiento del PP, las desacertadas campañas y bandazos de Ciudadanos y la incapacidad de Vox todavía de penetrar nuevos electorados auparon a Pedro Sánchez a un éxito modesto pero suficiente en abril de 2019, que repitió precariamente en noviembre del mismo año por pura iniciativa propia y en el que las novedades fueron el colapso de Ciudadanos, tras varios bandazos y tras confrontar con las ansias contradictorias de utilitarismo y coherencia que reclamaba su electorado próspero y educado, pero antisocialista, y el crecimiento de Vox, ahora penetrando nuevos electorados, con un fuerte crecimiento en el campo, y heredando gran parte del voto juvenil y urbano de Ciudadanos, cada vez más desconfiado de las instituciones y cada vez más antisocialista.

Lo demás es muy reciente y conocido ya por todos. Tras el páramo marianista (con fundamentos muy antiguos y muy profundos que no pueden ser achacados en puridad al Partido Popular) y la vuelta de la hegemonía izquierdista, la derecha se encuentra sin casi tejido social, sin casi tejido educativo, divorciada de una Iglesia Católica encerrada en sí misma, y desgarrada por la pugna entre un electorado que lleva treinta años confiado al liberalismo económico y el proyecto europeísta y un nuevo electorado que desconfía de ellos.

El Partido Popular ha resurgido tras una ordalía caótica como un repositorio de identidades antisocialistas, recuperando el eterno adagio de la moderación y la gestión (a pesar de haber presidido el período más caótico, desordenado y desorientador de la democracia española) y heredando al electorado de Ciudadanos más alérgico al conflicto frontal con la izquierda. Vox se ha estabilizado representando a una minoría relevante de la sociedad, pero taponado por la supuesta utilidad antisocialista del Partido Popular (muy discutible) y la aspereza de muchos de sus discursos. El radicalismo cultural del sanchismo y las persistentes transformaciones económicas y sociales que cada vez dejan a más gente fuera del sistema liberal y progresista son una gran oportunidad para Vox, que gradualmente va reconectando con tradiciones políticas españolas —como demostró la exitosa campaña agrarista en Castilla y León—, pero que también tiene como desafío generar tejido social en una parte de la sociedad que apenas lo conoce, sin casi tiempo para ello, y sin caer en la tentación de los discursos ásperos, meramente antisocialistas y muy próximos a la cara agresiva del PP —y que, sin embargo, no obtienen tanta recompensa electoral, como demostró Andalucía—. El inmovilismo y la incapacidad de respuesta del PP y los efectos descomponedores sobre la sociedad de la política sanchista —una mera continuación más acelerada del zapaterismo— son aliados de Vox, tanto como el tiempo y el elevado nivel de tolerancia de la población española al malestar son sus enemigos. Pero podemos concluir que, por primera vez desde los años treinta del siglo pasado, se está abriendo una tímida vía de repolitización con perspectiva nacional y popular en la derecha española.

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