El comentario histórico sobre la primera mitad del siglo XX se ha fijado en las guerras mundiales, mientras que ha dedicado poca atención a la realidad de que fue también un tiempo de gran conflicto interno y civil. La larga secuencia de guerras civiles revolucionarias europeas empezó en 1917 y no terminó hasta 1949. Trajo consigo una ola de violencia contra civiles, cuyo único precedente tuvo lugar en la Revolución francesa.
La violencia política en masa de tipo moderno se entiende normalmente como un fenómeno iniciado por el Gran Terror en París y otras ciudades, y luego en la guerra civil librada por la resistencia contrarrevolucionaria en La Vendée y otros sitios, cuya represión en total mató aproximadamente a un cuarto de millón de personas. Un rasgo notable de este primer gran brote de violencia revolucionaria es que nunca fue castigada con una gran respuesta contrarrevolucionaria. No hubo en Francia ninguna gran represalia contra los culpables, salvo en muy limitado número de casos individuales.
La violencia contrarrevolucionaria en masa llegó en Francia solamente ocho décadas más tarde, en el sangriento episodio de la Comuna de París (1871). Resulta paradójico que los insurrectos de la Comuna cometieron relativamente pocos asesinatos políticos —aproximadamente una treintena—, pero el nuevo gobierno de la Tercera República francesa respondió con una ferocidad suscitada no meramente por la insurrección comunera, sino como respuesta a toda la larga serie de sus predecesoras desde 1789. Parecía expresar un deseo de acabar de una vez por todas con el revolucionarismo pa- risino, con una represión feroz y masiva. Aunque no tan despiadada como el Gran Terror de 1793, el gobierno republicano, pero contra- rrevolucionario, fusiló a una cantidad no exactamente determinable de parisinos, con cálculos que van de un mínimo de 4.000 (sin duda demasiado bajo) hasta máximos de 18.000-20.000 (probablemente demasiado altos). Alcanzó su objetivo, ahogando el revolucionarismo parisino en un gran baño de sangre. Nunca jamás tendría lugar una gran insurrección revolucionaria en la capital francesa.
La época propiamente dicha de las guerras civiles revolucionarias se inició con las dos revoluciones rusas de 1905 y 1917. Uno de los primeros pasos en este proceso fue la gran eclosión del terrorismo revolucionario ruso. Sus precedentes se iniciaron, paradójicamente, durante el reinado liberal del «Tsar libertador» Alejandro II (1855- 81), cuyas grandes iniciativas para poner del revés la «tradición rusa» —aboliendo la servidumbre de campesinos e introduciendo reformas liberales potencialmente decisivas— fueron pagadas por los revolucionarios con su propio asesinato. Durante los años de la gran ofensiva terrorista en Rusia, desde 1903 hasta 1910, los revolucionarios llevaron a cabo más de siete mil asesinatos. En respuesta, la «Primera Revolución rusa» de 1905 fue reprimida con dureza, con aproximadamente tantos civiles matados en represalias por las fuerzas del gobierno como los que habían sido asesinados por los revolucionarios.
Los asesinatos masivos posteriores no fueron iniciados por la gran Revolución rusa de 1917, que derrocó el zarismo y de un modo confuso buscaba cierta democracia, sino por el golpe de Estado bolchevique de noviembre de 1917, que instaló la dictadura comunista. Como decía públicamente Lenin, la dictadura revolucionaria buscaba la guerra civil, instrumento necesario para lograr la imposición de un régimen socialista totalitario.
La Guerra Civil rusa fue la más extensa y complicada del siglo en Europa, pasando por una serie de fases bien diversas e involucrando a más de diez millones de combatientes en varias bandas y ejércitos, entre 1918 y 1921. Después de algunos meses en el poder, los bolcheviques, que se rebautizaron como «comunistas», pasaron directamente a las ejecuciones políticas y luego, a mediados de 1918, anunciaron el inicio de una política de «Terror Rojo», que caracterizaría a casi toda la contienda. Sus oponentes «Blancos» contestaron con la misma moneda. Nunca se sabrá cuántas personas fueron «reprimidas» o ejecutadas de modo abrupto y arbitrario. Se aniquiló a toda la familia imperial y uno de los cálculos mejor informados concluyó que los comunistas asesinaron a aproximadamente 400.000 personas en un espacio de tres años, y que los Blancos mataron a 200.000, pero se trata de cifras aproximadas muy inciertas. Fueron aún peores, en cuanto a la pérdida de vidas, las enormes epidemias y la hambruna que tuvieron lugar, desastres que por sí mismos segaron las vidas de más de diez millones de personas. La Guerra Civil rusa fue una experiencia apocalíptica —infinitamente peor que la Guerra Civil española—, infligiendo sufrimiento y muerte de dimensiones mucho mayores que las de la misma Primera Guerra Mundial.
La experiencia rusa marcó la pauta para casi todas las guerras civiles europeas de las tres décadas posteriores. En dos de estas contiendas, las de España y Yugoslavia, el promedio per cápita de ejecuciones políticas fue aproximadamente igual al de Rusia, aunque sin los enormes desastres demográficos de sanidad ocurridos en Rusia.
¿De dónde surgió la ferocidad de estas guerras civiles? Una gran guerra civil puede ser una batalla militar sostenida y muy sangrienta, pero sin una gran cantidad de homicidios de civiles. Fue este último el caso de la Guerra de Secesión de Estados Unidos de 1861-65, una lucha amarga e intensa de enormes bajas militares, pero con muy pocos homicidios de civiles.
La característica de homicidios de civiles en masa que se encuentra en casi todas las guerras civiles europeas de la primera mitad del si-glo XX viene de su condición, no de mera guerra civil, sino de guerra ideológica y revolucionaria, algo más o menos equivalente a guerra de religión. Ya se sabe la ferocidad de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII. Algo de esto se repitió en las guerras civiles revolucionarias europeas de la primera mitad del pasado siglo.
En el caso de España, la Segunda República no sólo representaba la introducción de la democracia política, sino también, y de mayor importancia a largo plazo, la apertura de un proceso revolucionario. Según los propios revolucionarios, el grado de violencia que acompañaría este proceso no dependería de los revolucionarios mismos, sino de sus oponentes y víctimas; cuanto más resistieran la imposición del yugo revolucionario, mayor sería la cantidad y virulencia de la violencia impuesta, puesto que la revolución sería inexorable. Y tenían razón. Así era, aunque el proceso revolucionario de 1930 a 1939 resultó enormemente complicado, contradictorio y confuso.
En los últimos años ha habido varios intentos de calcular la cantidad total de «violencia política» que ocurrió durante la Segunda República constitucional (1931-36). No es posible hacerlo de un modo definitivo por la destrucción de los documentos necesarios. Está claro que murieron un mínimo de aproximadamente tres mil personas, comenzando con los tres oponentes fusilados por los insurrectos de Jaca en diciembre de 1930. La historia de la Segunda República empezó con la violencia y terminó con la gran violencia de julio de 1936. Aunque los revolucionarios intentaron aplicar la violencia a sus adversarios en diversas formas, sus iniciativas no fueron más que intermitentes mientras duró el gobierno constitucional y normalmente no contaron con el respaldo del gobierno, sino que en los casos más significativos fueron reprimidas por la fuerza. Así, en estas ofensivas e insurrecciones, en términos generales, los revolucionarios probablemente sufrieron tantas o más bajas que sus víctimas.
Esta situación empezó a cambiar con la erosión del sistema político y constitucional a manos del Frente Popular en 1936, que permitía a los revolucionarios gozar de los beneficios del poder político de modo indirecto. Con el estallido de la Guerra Civil, pronto empezaron a ocupar el poder mismo dentro de la estructura híbrida de la República revolucionaria y autoritaria de 1936-39. Con esto, la violencia revolucionaria bajo la República se transformó directamente —esencialmente sin fisuras— en la violencia política más sistemática de la zona republicana de la Guerra Civil. Fue ejercida exactamente por las mismas organizaciones y grupos que habían predicado durante años la violencia.
Como ha ocurrido en absolutamente todas las guerras civiles revolucionarias europeas del siglo XX, la violencia revolucionaria pronto suscitó una respuesta contrarrevolucionaria igualmente des- piadada y feroz. Por lo general, la cantidad proporcional de víctimas de los dos lados en estas guerras ha dependido en gran parte de quién ha sido vencedor. Es decir, los ganadores normalmente han producido más muertos porque acabaron controlando la situación e imponiendo el ajuste de cuentas final. Así, tanto en la democrática Finlandia como en la más autoritaria Hungría, los contrarrevolucionarios victoriosos segaron el mayor número de víctimas, como pasó igual- mente en los dos países en que triunfaron los revolucionarios—Rusia y Yugoslavia—, donde los comunistas victoriosos mataron a muchos más.
A pesar de los lemas exagerados y sensacionales propagados por ambos lados en la Guerra Civil, muy poco después del fin del conflicto los analistas llegaron a la conclusión correcta de que ésta había sido mucho menos mortífera que lo comúnmente alegado. No se llegó ni a la mitad del mitificado «millón de muertos». Además, el censo oficial de 1940 reveló que, a pesar del efecto combinado de Gran Depresión y Guerra Civil, el país había aumentado ligeramente de población en comparación con 1930 (un resultado favorecido por la vuelta de un número considerable de emigrados como consecuencia de la Depresión, cuyos efectos fueron algo menos acusados en España). Y así la cifra total de muertos por violencia no alcanzó a 300.000, probablemente no más que 270.000.
La Guerra Civil española de 1936-39 fue una guerra de baja intensidad, puntualizada por algunas batallas de una comparativa alta intensidad, pero generalmente libradas con una potencia de fuego limitada que reducía el número de bajas. Así, los muertos militares de nacionalidad española de ambos bandos combinados probablemente no llegaron a 150.000, aunque a esta cifra sería necesario añadir unos 25.000 voluntarios extranjeros muertos y también aproximadamente 15.000 civiles matados por acción militar, principalmente bombardeos sufridos en la zona republicana.
Pero lo sorprendente y máximamente horroroso fue que durante la guerra misma murieron casi tantas personas en las ejecuciones llevadas a cabo por ambos bandos, que llegaron a una cifra combinada de más de 100.000 personas. Por eso, a partir de la Transición democrática los estudios sistemáticos de las represalias de la Guerra Civil han llegado a formar una cifra considerable y han realizado un cierto progreso innegable. Para algunas provincias y regiones tenemos estudios esencialmente definitivos, pero éstos no cubren más que aproximadamente la mitad del país. Todavía faltan investigaciones adecuadas de muchos de los casos más importantes.
En cuanto a las bajas mortales, parece que las más numerosas fueron las de las tropas republicanas, por lo general peor dirigidas y organizadas y durante la segunda mitad de la guerra peor armadas, sufriendo un total de 75-80.000 muertos, y los nacionales unos 65-70.000. Hasta en el caso militar es imposible alcanzar cifras totales exactas por el mal estado de los incompletos documentos militares supervivientes. Pero esto preocupa todavía solamente a unos pocos especialistas. La gran controversia viva tiene que ver con las cifras de las ejecuciones políticas, y especialmente con el número total imputable a cada bando. Hasta un historiador profesional como el norteamericano Gabriel Jackson, dedicado al bando revolucionario, calculó el total de fusilados por los nacionales como un mínimo de 200.000, a pesar de que esto fuera literalmente una imposibilidad en términos de estadísticas demográficas. Más recientemente la literatura polémica ha reducido este cálculo a la cifra más modesta, de unas 120.000, aunque dicha cifra tampoco se ajusta a dimensiones estadísticas creíbles.
El «gran mito» sobre la represión en la zona republicana, acuñada ya durante la guerra misma, era que la «represión salvaje» se limitó principalmente a los primeros meses del conflicto, ejercida sobre todo de modo «espontáneo» por elementos «incontrolables» de clase baja, principalmente anarquistas, y que, después de unos meses, esto fue «controlado» por un gobierno revolucionario más responsable. La contrapartida de este mito fue la imputación de que la represión en la zona nacional era siempre intencional y planeada, continuada regularmente desde el comienzo hasta el fin, con su colmo de una vasta hecatombe después del fin de la guerra. Ni la primera ni la segunda parte del mito es exacta.
Hubo poco de «espontáneo» en la revolución española de 1936 o en su masiva violencia, porque las organizaciones políticas y sindicales que la llevaron a cabo ya tenían una historia considerable de organización y preparación, más tres años de agitación y una intensa propaganda para fomentar tales actividades. Además, tenían el apoyo de lo que quedaba de la estructura del Estado republicano, que durante los primeros seis meses hizo muy poco para restringirlas y mucho para acuciar y estimularlas, como ha demostrado el historiador británico Julius Ruiz. El esfuerzo para «canalizar» la revolución y concentrarse más en la movilización militar empezó a tener cierta eficacia solamente hacia el fin de 1936, después de la gran oleada de ejecuciones; obra de ningún modo del llamado «pueblo», sino de las fuerzas organizadas de los movimientos revolucionarios y también, a veces, de las agencias institucionales del renovado Estado de la República revolucionaria.
En la zona nacional sublevada se procedió casi inmediatamente a una represión contrarrevolucionaria brutal. A diferencia de la zona republicana, existía un solo poder reconocido: el mando militar de los insurrectos, que enseguida impuso el Estado de guerra que permitía los procedimientos más sumarísimos contra cualquier conato de oposición, o de lo que se percibía como oposición. El poder de dictar penas de muerte estaba siempre en manos de los tribunales militares, pero en los primeros meses de la guerra funcionaban de un modo limitado, muchas veces sin procesos muy formales, con la represión en manos de la Guardia Civil o, muy frecuentemente, de las milicias de derechas, sobre todo de falangistas. Muchas veces no había mucha más formalidad que con la «justicia revolucionaria».
Durante los primeros meses de su improvisado «gobierno campamental», Franco dedicó su atención sobre todo a los asuntos militares y diplomáticos. Se dio cuenta de la necesidad de poner orden en una represión desordenada solamente a raíz de la conquista de Málaga en febrero de 1937. La caída de la ciudad pronto dio paso a una represión feroz, con centenares de ejecuciones sumarias, algo que particu- larmente chocó a los aliados italianos de Franco, que habían jugado un rol central en la campaña.
Para comprender la reacción horrorizada de los fascistas italianos es necesario entender las grandes diferencias entre las experiencias recientes de España e Italia. En ésta había surgido una marea de revo- lucionarismo de izquierdas después de la guerra mundial, que enseguida benefició al fascismo naciente, como fuerza nacionalista de un nuevo radicalismo opuesto. La violencia política que tuvo lugar entre 1919 y 1922 fue considerable, aproximadamente igual en términos proporcionales a lo que había ocurrido bajo la Segunda República, pero en Italia las instituciones no se desmoronaron y el proceso revolucionario había tocado fondo ya por el verano de 1922. No hubo ninguna verdadera guerra civil y la violencia revolucionaria casi desapareció. Así, un fascismo pronto triunfante no tuvo que ejercer gran violencia en la imposición de su nueva dictadura, que funcionaba más como Primo de Rivera en 1925-29 que como Franco en 1936-37. Por ello, tomar contacto directo con las condiciones de la Guerra Civil española provocó escándalo y protestas directas entre los mismos fascistas.
Después del fin de 1936 se habían controlado las ejecuciones políticas en la zona republicana, mucho más reducidas en número durante los últimos veintisiete meses del conflicto, y Franco concluyó que tendría que controlar y restringir la represión en la zona nacional también. En marzo de 1937 anunció medidas para canalizarla totalmente bajo el sistema de tribunales militares, y, finalmente, puso fin a las grandes irregularidades de los primeros meses. Se seguía procesando a nuevos prisioneros con «responsabilidades políticas» o «criminales», pero con atención a un código de ley, con proporcionalmente muchas menos penas de muerte, y el indulto de aproximadamente la mitad de los condenados. Así, la cifra de ejecuciones igualmente descendió en la zona nacional durante 1937-38.
Otro aspecto común a ambas zonas fue la casi completa impunidad para las miles de personas en ambos territorios que habían vio- lado la ley de la forma más flagrante en la imposición de la llamada «justicia». Es verdad que en ambas zonas, a largo plazo, se procedió a la detención de un número limitadísimo de sádicos criminales, cul- pables individualmente de grandes excesos, pero tales detenciones fueron tan pocas y por lo general con penas tan limitadas que tenían poquísima importancia a la hora de punir a todos los que habían participado en aquellos sangrientos episodios.
De ese modo, las represiones nunca terminaban durante el conflicto, y se continuaba procesando a miles de personas bajo la acusación de delitos específicos. Se puso fin a la represión republicana de modo terminante con el colapso de la resistencia de dicho bando al final de marzo de 1939, pero la represión nacional seguía en plena función. Aún más, en los últimos cuatro meses de la guerra las fuerzas de Franco habían procedido muy rápidamente a la ocupación de la mayor parte de lo que había sido la zona republicana. En este territorio de «ocupación nueva» habían tenido lugar unos 35.000 de los 55.000 asesinatos que ocurrieron en la zona republicana, y la mayor parte de los autores o participantes en estos homicidios no habían podido huir con los jefes republicanos, ni tampoco eran tropas republicanas que habían pasado la frontera catalana.
Muchos comentaristas han sugerido que lo más positivo que Franco hubiera podido hacer en esta situación, para tratar de trascen- der la Guerra Civil y reunificar a su pueblo, habría sido una amnistía para todos, hasta para los asesinos en masa. Habría sido una amnistía extraordinaria, una de las más extensas conocidas en la historia, pero no existe la menor indicación de que Franco la considerara en serio. Él siempre dijo que se trataba de una cuestión de justicia para criminales violentos. Pero no sería una cuestión meramente de crímenes, aunque de éstos había muchísimos miles, sino también de extensas «responsabilidades políticas», según las normas de la nueva legislación aprobada por el Estado de Franco.
Así se procedió a la enorme labor de los tribunales militares en los primeros años después de la Guerra Civil, cuyas actividades han suscitado las evaluaciones más variadas y por mucho tiempo más extravagantes. Hasta el momento, las únicas investigaciones fiables han sido limitadas a ciertos tribunales locales, y la confusión ha dominado en cuanto al número de penas de muerte impuestas y aún más a la cifra total de ejecuciones.
Por eso el estudio sistemático de los juicios de los tribunales del Ejército, cuyos resultados y características nos presenta ahora Miguel Platón en esta obra de inigualado valor, constituye una contribución a la historiografía coetánea de máxima importancia.
Miguel Platón es un veterano periodista e historiador. Ha tenido una larga experiencia en el mundo de las noticias, ejerciendo cargos importantes como, por ejemplo, director de Información de la Agencia Efe. Ha sido igualmente activo en el campo de la historiografía contemporánea y ha publicado al menos media docena de obras sobre temas importantes. Durante la última década se ha dedicado a investigar el ápice dramático de la historia reciente de su país en tres obras clave: El primer día de la guerra: Segunda República y Guerra Civil en Melilla (2013, reeditada en 2021), Segunda República: De la esperanza al fracaso (2017), y Así comenzó la Guerra Civil. Del 17 al 20 de julio de 1936: Un golpe frustrado (2018).
Más recientemente se ha dedicado intensamente a la investigación de los sumarios de los tribunales militares que abarcan casi todos los juicios celebrados después del final de la contienda. Los resultados que nos presenta son completamente originales y relativamente definitivos, y también «revisionistas» en el sentido más positivo de la palabra. Las cifras sorprenderán a muchos, pero la investigación ha sido minuciosa y sistemática, y sus resultados convincentes.
Este libro explica en detalle el modo de funcionar de los tribunales y cómo llevaron sus actividades a cabo. Hay dos aspectos particularmente espinosos: la cantidad de penas de muerte y también el número de indultos, que explica de un modo cuidadoso y convincente.
Pero este libro no es un mero estudio cuantitativo, aunque éste puede ser uno de sus aspectos más importantes. Presenta también un retrato de la personalidad humana y social de los implicados, llamando la atención sobre ciertos «héroes» de este doloroso procedimiento y con unos perfiles personales de algunos de los más representativos o importantes. El balance final es objetivo, riguroso y equilibrado, cualidades típicas de las obras del autor.
A pesar de tratar de uno de los aspectos más tristes de la época de la Guerra Civil, esta obra lo esclarece de tal modo que representa una contribución indispensable a la historiografía contemporánea.
Prólogo a La represión de la posguerra. Miguel Platón. Actas. 2023.