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¿Quién es el enemigo de la nación española?

El progresismo y los pésimos intérpretes de Schmitt, en un ejercicio de prestidigitación, nos han hecho creer que el enemigo es una sola cosa monolítica

Desde que Pablo Iglesias, Íñigo Errejón y Juan Carlos Monedero comenzaron su aventura quijotesta de «asaltar los cielos», se abrió un proceso de recuperación de uno de los autores más proscritos de la historia de las ideas: el jurista alemán Carl Schmitt. Aquello llamó la atención, no sólo por el hecho de que fueran intelectuales y activistas de izquierda quienes le resucitaran, sino por la cantidad de morralla y mala literatura que comenzó a florecer en el mercadeo editorial. De repente, todo el mundo sabía de Schmitt y se tiraba triples en bares de Malasaña a altas horas de la noche hablando de «lo listo que era ese nazi». 

Por alguna extraña razón, Schmitt, punta de lanza de la llamada «revolución conservadora» se convirtió en patrimonio exclusivo de la izquierda. Así se instaló la perturbadora idea de que, si lo emplean autores de derecha, obviamente lo harán con fines autoritarios y dictatoriales y, si lo usan (aún a costa de retorcer sus tesis) autores de izquierda populista latinoamericana —como Ernesto Laclau— lo harán siempre con fines benéficos, en pos de la liberación de los pueblos de Abya Yala del imperialismo (eso sí, el EEUU de Biden y CÍA ya no se considera imperialismo yankee, sino aliado). 

Es una pena que los líderes de Podemos y Más Madrid (muchos, lectores del jurista alemán) tengan a bien que se use en sentido populista a Schmitt para fijar quién es el enemigo del México de López Obrador, del Chile de Boric y de la Colombia de Petro, pero enmudezcan servilmente cuando se trata de dilucidar quién es el enemigo de su propio país. Si Schmitt levantara cabeza… A menudo se lamentaba de que su intento de demarcar el campo de lo político hubiera quedado en un raquítico “eslogan primitivo, una denominada teoría de amigo y enemigo”. El alemán, que en su juventud había pertenecido a una minoría católica, rodeado de un mar denso y hostil de protestantes, sabía bien qué y quién era el enemigo. Siempre tomó partido e incluso decidió latinizar su nombre cambiando la «K» de Karl, por la “C”. El catolicismo, así como el protestantismo, imprime carácter. 

Sea como fuere, para Schmitt, lo político debía tratarse como una esfera autónoma y separada de la ética, la estética, la economía… ¿En qué sentido? Si existía un «criterio» de lo bueno y lo malo; lo bello y lo feo; lo rentable y lo improductivo, debía haber también un “criterio” de lo político, esto es, el de amigo-enemigo. El profesor Carlo Galli llegó a definir este ejercicio schmittiano como «una hermenéutica de los conceptos políticos modernos». 

De lo que sí rehuía Schmitt es de ese «eslogan» estéril y estanco del que hablábamos. Él perseguía algo móvil, dialéctico. En sus palabras: «marcar el grado de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación». Porque a diferencia de lo que se suele creer el enemigo es algo que se define «epocalmente». Y todo antagonismo y oposición, de cualquier índole, «se transforma en oposición política en cuanto gana la fuerza suficiente como para agrupar de un modo efectivo a los hombres en amigos y enemigos». Esto nos puede llevar a una aporía… Sobre todo, si militamos en Podemos o hacemos caso a las influencers del Ministerio de Igualdad. Si todo es susceptible de ser problematizado y politizado «todo lo personal es político». ¡No! Más aun, «el enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo. Simplemente es el otro, el extraño». Aunque ¡ojo! Cuando Schmitt piensa al otro como enemigo lo piensa en su irreductibilidad existencial, en la profundidad del ser extraño, totalmente ajeno. El enemigo es aquel hostil a nuestra cultura toda, a nuestra tradición, a nuestro ordenamiento jurídico, en definitiva, hostil a nuestro modo de existencia. Permítanme emplear una tautología: «el enemigo es el enemigo». 

El enemigo no es un sujeto individual: ni el hombre blanco y heterosexual, ni la mujer TERF, ni el obrero racista. «El enemigo —dice Schmitt— sólo puede ser enemigo del pueblo, y a su vez no puede ser sino un pueblo». ¿Cómo diantres van a identificar correctamente al enemigo si a izquierda y derecha no ven UN sólo pueblo en su patria, sino siete u ocho? ¿Cómo van a saber quién es el verdadero enemigo de la nación quienes no ven a España como una nación? Estos cainitas domesticados por el globalismo no son peligrosos por antipatriotas, sino por miopes. 

Ya Hegel hablaba de esta relación en la que -de forma traumática- lo ajeno ha de ser negado en su totalidad. Schmitt nos advierte de que “los conceptos de amigo y enemigo deben tomarse en su sentido concreto y existencial, no como metáforas y símbolos”. No nos vale la candidez de Errejón de “disputar” los símbolos nacionales para acabar en su poltrona cobrando más de 100.000 euros. Siguiendo a Schmitt: «sólo cada uno de ellos [Nación] puede decidir por sí mismo si la alteridad del extraño representa en el conflicto concreto y actual la negación del propio modo de existencia y en consecuencia si hay que rechazarlo o combatirlo para preservar la propia forma esencial de vida». 

Hasta aquí, el Schmitt de 1927, el de la mítica obra El concepto de lo político. Los más listos de la clase lo leyeron, aunque no acabaron de entenderlo. A lo largo de su obra, el alemán reparó en la cuestión del enemigo en sucesivos textos. 

En 1950, por ejemplo, se publicaron sus experiencias del cautiverio sufrido tras los Juicios de Núremberg. En sus páginas se preguntaba: «¿quién puede ser mi enemigo y quién puede serlo de una manera tal que le reconozca como enemigo, e incluso tenga que reconocer que él me reconoce como enemigo? En el reconocimiento recíproco del reconocimiento está la grandeza del concepto (…) ¿A quién puedo reconocer como mi enemigo? Solamente a aquel que pueda ponerme en trance conmigo mismo». De nuevo, ¿cómo «reconocer» al enemigo, si tras décadas de disolución somos incapaces de reconocernos a nosotros mismos? Marruecos nos reconoce como su enemigo y nos pone en un trance tal que acabamos destituyendo ministros a placer del rey Mohammed VI. Nuestros políticos miran a un lado, «es nuestro aliado», dicen. 

Más tarde, en una conferencia en la Universidad de Zaragoza, en 1962, Schmitt insistiría: «Entonces hay solamente una cuestión: ¿existe un enemigo absoluto, y quien es en concreto?». 

En su Teoría del Partisano de 1966 dirá: «Enemigo no es algo que tiene que ser eliminado por cualquier razón y aniquilado por su desvalor. El enemigo está a mi propio nivel. Por esta razón, tengo que luchar con él, para encontrar la propia medida, los propios límites y la propia personalidad». Un pez que se muerde la cola… Si no litigamos, si no batallamos, no encontramos nuestra propia medida, nuestra propia personalidad, nuestro ethos como pueblo.

Pero, si Schmitt, andaba buscando «el grado de intensidad», ¿cuál es el «grado máximo» de una enemistad? La guerra, claro está. De tal modo que «la guerra procede de la enemistad, ya que ésta es una negación óntica de un ser distinto. La guerra no es sino la realización extrema de la enemistad». ¿Es realmente la Rusia de Putin nuestro enemigo? A juzgar por nuestro envío masivo de armas a Ucrania, sí…  ¿A qué juega la clase política de este país? Como bien supo ver Schmitt: «apelar a la humanidad [como la progresía actual], confiscar ese término (…) sólo puede poner de manifiesto la aterradora pretensión de negar al enemigo la calidad de hombres (…) y llevar así la guerra a la más extremada inhumanidad». Hemos tratado a los rusos como perros, sin aspaviento alguno movidos por modas ajenas que fijan nuestras preferencias, nuestra agenda política y mediática, en definitiva, que esbozan y perfilan quién es nuestro enemigo. No hace falta señalar el papel de Hollywood en este sentido, ¿verdad?

Al calor de las reflexiones de Schmitt me atrevería a proponer un esquema de división tripartita de quién es el enemigo concreto y potencial de la nación española hoy (de menor a mayor importancia): 

1- Enemigo POLÍTICO (EXTERIOR): aquellos países que tratan de desbordar nuestras fronteras como Marruecos mediante la inmigración masiva y desestabilizar internamente nuestra seguridad mediante el terrorismo yihadista como Arabia Saudí y Qatar (ya que ambas financian el wahabismo); las instituciones supranacionales: empezando por la Unión Europea (y la cesión de soberanía que exige como peaje), la ONU (y su agenda ideológica), siguiendo por la OTAN (y sus intereses geopolíticos que difieren de los nuestros y nos empujan a guerras que no nos convienen), las instituciones «económicas» como el Foro de Davos, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y el Foro Mundial de la Salud que con actuaciones como la gestión de la Covid-19 ha puesto en jaque al Occidente entero.

2- Enemigo INTERIOR: principalmente los independentismos periféricos catalán y vasco auspiciados por una Constitución y un régimen político —el del 78— que parece estar ideado para debilitar la unidad política de la nación española (cuando el primado de la política interior llega al máximo grado de intensidad, Schmitt habla de «guerra civil»). 

3- Enemigo ABSOLUTO (ÓNTICO): (i) El Mundo Islam contra el que se construyó la nación histórica española; (ii) el eje angloprotestante al que quedamos subordinados tras declinar como hegemón hacia los siglos XVII y XVIII (sobre todo tras su indiscutida hegemonía política, militar, económica y cultural a partir de la II Guerra Mundial) y (iii) una derivada del calvinismo puritano, conocida como religión woke, que va larvando y menoscabando paulatinamente este modo de ser y estar en el mundo propiamente español, condición sine qua non resulta imposible discernir quién es el enemigo absoluto y, por ende, cómo actuar en consecuencia.

El progresismo y los pésimos intérpretes de Schmitt, en un ejercicio de prestidigitación, nos han hecho creer que el enemigo es una sola cosa monolítica y que da lo mismo si se trata del enemigo político exterior, del enemigo interior (y el latente peligro de que estalle una guerra civil) o del enemigo absoluto (óntico). Son expertos en promover la confusión y la indiferenciación. Pero, para poder dilucidar quién es el verdadero enemigo es imprescindible mirarse al espejo de la Historia y reconocerse en él. 

Quizá sea este «calvinismo cultural» que nos ha llevado a tratar como enemigo óntico a quien en realidad no es más que un rival, un vecino e incluso un hermano (pensemos si no en la fantasmagórica imagen de las Dos Españas). El criterio amigo-enemigo es peligrosísimo cuando se aplica a nivel micro (particular). Pareciera una muñeca rusa (matrioshka) que se despliega ad infinitum bajo la falsa autoridad otorgada por la lógica de los privilegios. Siempre va a haber alguien más perjudicado que tú y, por ende, siempre estarás en el punto de mira de los académicos de Stanford, por privilegiado. 

Este artículo es tan sólo un bosquejo para comprender qué nos estamos jugando al deambular por el mundo sin rumbo fijo, ni brújula. Y como dijera Séneca el Joven: «No hay viento favorable para el barco que no sabe adónde va…».

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