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¿Quién gobierna Estados Unidos?

El último año de Woodrow Wilson

Whoopi Goldberg, antigua actriz y actual oráculo en la tertulia ultraprogresista de The View, de la cadena estadounidense ABC, ha reaccionado a la ‘noticia’ de que Joe Biden es un anciano senil diciendo que le seguirá votando “aunque se lo haga en los pantalones”.

El comentario es, desde luego, metafórico, porque el problema de Biden no es, especialmente, de control de esfínteres, sino de lo que eso suele llevar asociado: incapacidad mental. Y si Goldberg, y con ella millones de norteamericanos, están dispuestos a votar por alguien que, de modo patente, no gobierna, significa que acepta ser gobernada por una camarilla literalmente irresponsable.

Se podría recordar que no hay nada nuevo bajo el sol, tampoco esta feroz corriente censora que recorre Occidente bajo la etiqueta de “batalla contra la desinformación” y las noticias falsas. Y es cierto que nada hay tan viejo como la censura y la imposición de un relato oficial, pero al menos en nuestro mundo la propaganda disfrazada de periodismo y verdad obligatoria tenía un límite: lo que puede ver cualquiera.

Ya no, y esa es la gran diferencia. Mientras truenan Von der Leyen et al. contra la proliferación de versiones de la realidad incómodas para el poder tachándolas de peligrosas mentiras, el poder nos miente en lo que podemos comprobar, un O’Brien de 1984 obligándonos a ver cuatro dedos donde hay cinco. Tenemos que afirmar sin que se nos mueva un músculo que un evidente varón es una mujer o que un junio especialmente suave ha sido el más caluroso desde el Pleistoceno.

Pero quizá lo más insidioso de este proceso es que, además, tenemos que despertar a lo obvio cuando nuestros mandarines finjan advertirlo por fin. Como la salud mental del hombre en teoría más poderoso del mundo, el responsable del botón nuclear, el dirigente del Policía Global. Al igual que sucedió con el origen del coronavirus o la seguridad absoluta de las vacunas, lo que ayer era una absurda teoría de la conspiración de tipos con gorritos de papel de plata se ha vuelto el Evangelio, y políticos, periodistas y donantes han empezado a entonar el “¡Qué escándalo, aquí se juega!” del teniente Renault. Biden es un anciano demenciado.

Pero, naturalmente, falta que nos informen del corolario: si Biden no está capacitado, ¿quién está gobernando el país e, indirectamente, el mundo? No parece que sea demasiado pedir que nos digan quién rige nuestro destino planetario.

No es, sin embargo, la primera vez que sucede algo así con un presidente de Estados Unidos. Durante más de un año —18 meses—, en 1920, el país estuvo secretamente gobernado por una mujer, Edith, la mujer del presidente Woodrow Wilson (juntos en la foto), y el improvisado ‘consejo de regencia’ que formó con sus más cercanos colaboradores. El pueblo norteamericano no supo nada.

Lo cuenta el médico e historiador Howard Markel:

Todo cambió la mañana del 2 de octubre de 1919. Según algunos relatos, el presidente se despertó con la mano izquierda entumecida y luego cayó inconsciente. En otras versiones, Wilson sufrió el derrame cerebral de camino al baño y cayó al suelo mientras Edith lo arrastraba de vuelta a la cama. Sin embargo, como fuera, inmediatamente después del colapso del presidente, la señora Wilson llamó discretamente al jefe de acomodadores de la Casa Blanca, Ike Hoover, y le dijo que «por favor llame al Dr. Grayson, el presidente está muy enfermo».

Grayson llegó rápidamente. Diez minutos después, salió del dormitorio presidencial y el diagnóstico del médico fue terrible: “Dios mío, el presidente está paralizado”, declaró Grayson.

Lo que sorprendería a la mayoría de los estadounidenses de hoy es que todo el asunto, incluida la prolongada enfermedad de Wilson y su discapacidad a largo plazo, estuvo rodeado de secretismo. En años recientes, el descubrimiento de las notas clínicas de los médicos presidenciales en el momento de la enfermedad confirma que el derrame cerebral del presidente lo dejó gravemente paralizado del lado izquierdo y parcialmente ciego del ojo derecho, junto con los torbellinos emocionales que acompañan a cualquier enfermedad grave que ponga en peligro la vida, pero especialmente a una que ataca el cerebro. Apenas unas semanas después de su derrame cerebral, Wilson sufrió una infección del tracto urinario que amenazó con matarlo. Afortunadamente, el cuerpo del presidente era lo suficientemente fuerte como para combatir esa infección, pero también sufrió otro ataque de gripe en enero de 1920, que dañó aún más su salud.

Edith, que protegía la reputación y el poder de su marido, protegió a Woodrow de los intrusos y se embarcó en un gobierno de cabecera que básicamente excluía al personal de Wilson, al Gabinete y al Congreso. Durante una reunión superficial que el presidente mantuvo con el senador Gilbert Hitchcock (demócrata por Nebraska) y Albert Fall (republicano por Massachusetts) el 5 de diciembre, Grayson y Edith incluso intentaron ocultar el alcance de la parálisis de Wilson manteniendo su lado izquierdo cubierto con una manta”.

Durante los siguientes 18 meses, el círculo íntimo del presidente —su esposa, Edith, y su equipo de médicos— ocultaron y mintieron abiertamente sobre la salud de Wilson. Edith actuó como jefa de gabinete, excluyendo prácticamente a todos los miembros del gabinete, los líderes del Congreso y el vicepresidente. Ella determinaba qué asuntos de estado eran lo suficientemente importantes como para llamar su atención y delegaba el resto a su gabinete y otros aliados políticos. El enfermo, por su parte, apenas pudo asistir de alguna manera a unas pocas reuniones del gabinete.

Como en los cuatro años de Biden, los medios fueron esenciales para ocultar el engaño, mostrando una ‘discreción’ que equivalía, en la práctica, a ocultación.

Solo a medida que pasaba el tiempo y la situación no se aclaraba, algunos periódicos se atrevieron a insinuar que algo no iba bien en la Casa Blanca. A finales de 1919, el Battle Creek Enquirer de Michigan alertó veladamente sobre el “cordón impenetrable que se ha tendido en torno al jefe ejecutivo por orden de los médicos que lo atendían y de la señora Wilson”. Dos senadores, los antes mencionados, el republicano Albert B. Fall y el demócrata Gilbert M. Hitchcock, se decidieron a realizar una ‘comprobación física’ acercándose personalmente a la Casa Blanca.

Wilson les recibió en su dormitorio, ocultando bajo la manta su brazo izquierdo, y se mostró lo bastante lúcido como para satisfacer a los visitantes, que no dejaron de notar, sin embargo, su mal estado físico. Y al fin, el 4 de noviembre de 1920, más de un año después de su convalecencia, que Wilson, en silla de ruedas, apareció en público en un evento cuidadosamente organizado en el ala este de la Casa Blanca.

La anulación práctica de Wilson no dejó de tener una influencia determinante para el país y para el mundo: sin su presencia y su entusiasmo en el Congreso, su proyecto de meter a Estados Unidos en la Sociedad de Naciones, precursora de la ONU, fracasó en la votación, convirtiendo el organismo internacional en un instrumento completamente inoperante.

Pero ahí acaba la analogía entre el caso Wilson/Edith y el actual Biden/Jill. Estados Unidos apenas empezaba entonces su carrera de superpotencia, siendo aún Gran Bretaña el hegemón, y Jill Biden parece bastante menos capaz y más ambiciosa que Edith.

Para empezar, entonces no existía la Enmienda 25 que prevé el caso de un presidente incapaz y establece un órgano decisorio y un procedimiento. Si este grupo declara que un presidente “no puede ejercer los poderes y deberes de su cargo”, el vicepresidente se convierte inmediatamente en presidente interino, y seguirá siéndolo a menos que una mayoría de dos tercios de ambas cámaras restituya al ex presidente.

Pero los demócratas parecen querer comerse la tarta y guardarla para mañana; declarar que Biden es incapaz como candidato, pero no como presidente. Y las consecuencias, en un momento especialmente crítico en el panorama internacional, podrían ser pavorosas.

Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

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