Ocurrió durante los actos de investidura de Trump, hace unos días. En su discurso, el recién proclamado presidente enlazaba la mitología patriótica sobre la conquista del Oeste con la del espacio, prometiendo llevar astronautas a Marte. Fue escucharlo y a Musk se le iluminaron los ojos («best speech ever!»), primer día y ya estaban amortizados los casi 300 millones de dólares que invirtió en su campaña, puesto que lleva sosteniendo en los últimos años que anhela formar una colonia autosuficiente de nada menos que un millón de personas en aquel inhóspito planeta. Así que, sintiéndose reafirmado en su sueño, ahí estaba él entregado a sus ya habituales gestos de euforia —a veces terminan jugándole malas pasadas—, pero a su lado, en notable contraste, encontrábamos el gesto sereno, trascendente, incluso sombrío, de Barron (ambos ya convertidos en objeto de meme). Desde sus 2,06 de altura el hijo presidencial, futuro emperador según algunos que hasta auguran su casamiento con nuestra princesa, puede ver cosas que los demás apenas logramos atisbar, felices en nuestra ignorancia. La suya no es la mirada de las mil yardas que se atribuía a los veteranos del Vietnam, pues no trasluce locura, sino la desoladora lucidez de quien ha contemplado una verdad monstruosa que volvió cenizas sus fantasías juveniles: ha mirado al abismo y el abismo le ha devuelto la mirada. Como si conociera el futuro bajo la promesa de no poder revelárselo a nadie, Barron sabe cuál es la realidad de Marte y en qué quedará ese proyecto megalomaníaco. En las siguientes líneas nos proponemos desgranar, en la medida de nuestras limitaciones, siquiera una pequeña parte de lo que él es dolorosamente consciente.
Antecedentes
Desde la noche de los tiempos pareciera que los humanos hemos ansiado fervorosamente transmitir la chispa divina de la vida y de la conciencia a todo lo que nos rodea, y eso incluía proyectar nuestra propia imagen hacia las estrellas. Cyrano de Bergerac contaba ya por el siglo XVII que el Sol y la Luna no solo estaban habitados, sino que además en ellos se empleaba como moneda los versos de los poetas, se paseaba no mostrando una espada al cinto sino el órgano viril —pues este da vida y la otra muerte— y allí los monos se vestían como los españoles (¡Oiga!). Para el año 1835 no era solo la literatura sino la ciencia quien lo avalaba, pues se atribuyó en el periódico neoyorquino The Sun a un prestigioso astrónomo, John Herschel, que gracias a un novedoso telescopio había podido observar en la Luna bisontes, castores bípedos y humanos con alas. En 1877 otro astrónomo, Giovanni Schiaparelli, detectó canales en Marte, lo que debía ser indicio de una sofisticada civilización y ya desde comienzos del siglo XX podemos percatarnos de que fantasear con Marte se ha vuelto sospechosamente comunista, ojo ahí.
Por algo en La guerra de los mundos, H. G. Wells lo mostraba como un enemigo. Nada bueno puede surgir del encuentro de ambos planetas. Así, tenemos que en 1908 el escritor y activista Aleksandr Bogdánov publica Estrella Roja, sobre un revolucionario ruso que es invitado por los marcianos a visitar su tierra para mostrarle cómo han erigido una sociedad comunista planificada científicamente, sin clases sociales ni propiedad privada. Mientras que en 1923 Alekséi Tolstói, plantea el camino inverso en Aelita, donde se nos narra que la Tierra ha sido liberada tras una revolución mundial y es necesario exportarla allá para fundar una «Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas de Marte». Al año siguiente de su publicación, se rodó un clásico de la ciencia-ficción que pueden ver a continuación:
Más adelante, justo a mediados de siglo, Ray Bradbury publicóCrónicas Marcianas —título arruinado para siempre en nuestro país por Javier Sardá—donde, entre otras historias, nos contaba la de una ama de casa marciana que cocinaba y limpiaba su hogar mientras tenía fantasías de infidelidad con un galante terrícola hasta provocar los celos del marido, que terminaba matándolo ¡Viajar cientos de millones de kilómetros para acabar así, figúrense! Philip K. Dick, unos años después publicó otra narración luego adaptada al cine en una de las grandes películas de todos los tiempos, Desafío Total (seguida de un remake completamente innecesario si no fuera por Jessica Biel), que nos mostraba una colonia marciana donde la vida era opresiva y miserable, con unos habitantes que padecían toda clase de mutaciones —a uno le brotaba un émulo de cierto presidente autonómico del abdomen— debido a la radiación y la deficiente habitabilidad de las instalaciones.
Justificaciones político-filosóficas
Así que, resumiendo, tenemos que por uno u otro motivo realmente no merece la pena ir allá. ¿Hace falta añadir algo más? En tal caso nos queda remitirnos al excelente libro de divulgación científica A City on Mars: Can We Settle Space, Should We Settle Space, and Have We Really Thought This Through?, en cuyas premisas nos basaremos a continuación. En primer lugar, señalan, casi todo lo que se publica y difunde acerca de la exploración y conquista del espacio es obra de aquellos que son ardientemente partidarios de ello, lo que por sistema conlleva que se minimicen los riesgos y costes y se sobrevaloren las ventajas: es tan probable que un empleado de la NASA o de SpaceX sea desafecto a la idea de una colonia espacial —llamémosla Muskó— como que una concejala de Igualdad tenga cuenta en Forocoches.
También es frecuente que los gurús de la causa sean de ideología libertaria, de forma que articulan su discurso en torno a una presunta o real opresión terrícola de la que se vería liberada una población situada más allá, lo que abriría la oportunidad de un nuevo comienzo para la humanidad. Pero sostener tal cosa es tener un escaso bagaje sobre la historia y la propia naturaleza humana: allá donde ha ido un grupo humano lo que ha hecho siempre es replicar sus instituciones, sus valores, su cultura. A quienes viajasen a la otra punta del cosmos huyendo del control social, en busca de la tierra que fluya leche y miel, les acabaría pasando como a aquellos personajes de las tragedias griegas que, empeñados en esquivar su destino, terminan cumpliéndolo. Además una colonia, presumiblemente autárquica, en un entorno hostil como el de todo el universo conocido fuera de nuestro planeta, que requiere mucho más control de todos los aspectos de la vida, sería cualquier cosa menos un oasis de libertad ¿Cómo cuestionar el poder del jefe de la colonia si tu suministro de oxígeno depende de un botón que esté en su panel de mandos?
Lo anterior nos lleva a otras consideraciones teóricas que suelen esgrimirse para defender la aventura espacial. Como que no hay que poner todos los huevos en el mismo cesto y que una colonia lejana permitiría la continuidad de la humanidad en caso de desastre en la Tierra. Ejemplo típico: los dinosaurios. Bien, el caso es que sobrevivieron 200 millones de años sin necesidad de carísimos cohetes siderales, así que podríamos aplazar la cuestión al menos un par de millones de años sin forzar las cosas. Y prácticamente para toda catástrofe alternativa posible al meteorito —guerra nuclear, cambio climático, epidemias, zombies— la Tierra seguiría resultando más habitable que otros destinos. Si se quiere un arca de Noé, entonces construir un gran refugio subterráneo en alguna isla o en la misma Antártida será una opción mucho más asequible que una colonia lunar o marciana que no podría ser autosuficiente hasta que no contara con millones de individuos.
El argumento anterior suele ir acompañado de otros sobre la necesidad de recolocar a una población cada vez más numerosa. Maltusianismo refutado por la historia, las mejoras tecnológicas en la producción de bienes y alimentos, por la curva decreciente en la natalidad mundial y por la evidencia de que hay una amplísima superficie terráquea aún por habitar donde es mucho más barato construir que allá afuera. Tampoco son importantes los recursos minerales extraterrestres, si tenemos en cuenta que de acuerdo al Banco Mundial los recursos no renovables solo suponen el 2,5% de la riqueza mundial y que, de traerse en grandes cantidades de algún asteroide o planeta (¿cómo?) rebajarían su precio dejando así de ser rentable su explotación, si acaso lo hubiera sido en algún punto. En la ciencia-ficción —Elysium, por ejemplo — y hasta en algunos medios suele ser frecuente el argumento totalmente contraintuitivo de que las clases altas se irían a vivir a un lugar sin atmósfera, sin paisajes por los que pasear, encerrados en lugares mucho más reducidos y en condiciones de vida mucho más incómodas y peligrosas… Por el cambio climático y la contaminación (una atmósfera contaminada siempre será más saludable que la ausencia de ella, suponemos), así como por la pobreza y la violencia (¿y no pueden irse a una isla?). Casí tendría más sentido que fuera al revés, pero tampoco, porque lanzar pobres al espacio saldría muy caro. Todo esto nos lleva a la siguiente consideración.
El espacio nos odia
Sostener que el espacio es una mentira promovida por El Vaticano, la cultura popular y Ronald Reagan nos parece excesivo, pero lo que es indudable es que nos odia. La falta de gravedad, de atmósfera, los cambios extremos de temperatura y los niveles de radiación lo vuelven un entorno enormemente hostil para la vida, y la superficie marciana tampoco supondría mucha mejora con menos del 40% de la gravedad terrestre, 65 grados bajo cero de promedio, intensa radiación, una débil atmósfera de CO2 y grandes tormentas que proyectan elementos tóxicos. Como dijo un responsable médico de la NASA citado en el mencionado libro: «no es una hipérbole afimar que si los humanos alguna vez residen en la Luna, tendrán que vivir como las hormigas, gusanos y topos. Es igualmente cierto para todos los cuerpos celestes sin una atmósfera significativa o campo magnético, incluido Marte». Idea en la que incide otra afirmación de un ingeniero espacial también recogida por los autores: «la imagen de cúpulas cristalinas distribuidas por la superficie planetaria con magníficas vistas del espacio es un icono moderno carente de base aunque persistente. Tal arquitectura hornearía a los habitantes y sus jardines por una potente luz solar mientras los envenenaría de radiación espacial al mismo tiempo». Así que esos paisajes monótonos y desolados ni siquiera serían visibles.
Por lo tanto se trataría de recorrer cientos de millones de kilómetros, lejos de la protección del campo magnético terrestre, en un viaje que duraría más de medio año para instalarse en un lugar bajo tierra en condiciones más austeras que una cárcel de El Salvador, sin posibilidad de regresar en un mínimo de dos años por la diferencia de órbitas. No suena muy tentador. Nos recuerda las palabras del astronauta Aleksandr Laveikin rememorando su experiencia: «quería ahorcarme, pero la falta de gravedad lo impidió». Lo que nos lleva a la siguiente cuestión. La futura astronauta española Sara García Alonso desglosaba en esta entrevista la interminable sucesión de pruebas médicas y psicológicas que tuvo que superar para ser seleccionada en una misión que durará acaso unos días o semanas. Ahora bien, si se pretende enviar nada menos que un millón de personas (¡y para empezar!) durante años o indefinidamente, entonces el listón de exigencia caerá y se incrementarán drásticamente los problemas médicos y mentales de quienes tengan que soportar tales condiciones. Cualquier conflicto o sabotaje podría erradicar al conjunto de la población de la colonia, al vivir en una burbuja de tan delicado equilibrio.
Entonces todo esto… ¿exactamente para qué? ¿Qué actividad económica o científica que no pudiera ser desarrollada por robots tendrían que cubrir? El terreno no es cultivable, la única fuente de energía viable sería la nuclear y respecto a la minería, explican los autores de A City on Mars: «como en la Luna, no parece haber minerales con valor económico para exportar a la Tierra. Las propuestas que hemos leído a veces hablan sobre deuterio, un isótopo de hidrógeno que se encuentra en mayor concentración en Marte. Esto es incluso menos plausible que el Helio-3 de la Luna porque está mucho más lejos, vale menos, y es rapidamente accesible en la Tierra».
En conclusión, no veremos nada parecido a Muskó, esa colonia marciana a mediados de este siglo que promete el tuitero número uno. Ni del siguiente. Probablemente jamás. Su empeño en tal ensoñación tendrá una parte sincera como entusiasta de la ciencia-ficción, aunque también cabe sospechar que solo sea la forma más vistosa de vender a la opinión pública una inversión en proyectos espaciales relacionados con las telecomunicaciones y el espionaje militar, más lucrativos y prágmáticos… pero menos estimulantes para la imaginación.