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Retablo de socioliberales mágicos

No es secreto para nadie que una de las más socorridas tarjetas de presentación en el Estado Español (que ocupa el lugar donde subterráneamente existe España, o lo que queda de ella) es la de liberal. Todos somos liberales o pretendemos serlo.

La nefasta moda de definirse liberal a toda costa y por encima de cualquier otra etiqueta tiene su origen cultural en la segunda legislatura de Aznar y la primera de Zapatero, donde todas las terminales mediáticas del hemisferio derecho de la sociedad se sacudieron terminología añeja, como conservador o democristiano, para defender la casa grande del liberalismo, donde —no es un secreto— cada vez caben menos cosas, como nos recuerdan periódicamente los liberales de Bruselas, a los que les molesta mucho la separación de poderes (si no beneficia al progresismo), el secular diálogo entre la democracia y las tradiciones o la fe, el pluralismo político y la libertad de prensa (como muestra su amor por el fact-checking). Pero nada de esto es nuevo o relevante, lo conocemos de sobra. Incluso a nadie puede sorprender que en fechas recientes políticos de fusta que luchan por aferrarse al centro de gravedad permanente de la sociedad (siempre que sea determinado por la izquierda) se autodefinan como «liberales de verdad» gracias a su erudición en Sabina y Woody Allen, y nos informen de que el otrora antiabortista Partido Popular ahora no sólo es proaborto sino que se opone a dar consejería e información a las mujeres embarazadas, porque procurar que un «derecho» se ejerza con mínima responsabilidad no es más que una exigencia más de la peste iliberal que nos asola.

Pero ¡Quiá! la patente de liberalismo la disputa la izquierda también. Razonablemente, por mera lealtad genealógica y porque tan suculento título no se puede dejar íntegro a la derecha. Además, y por no hablar sólo de los logros del maridaje entre izquierda y liberalismo y lanzar un pequeño pellizco de monja —aunque históricamente sea discutible (y nosotros somos muy respetuosos con los historiadores, el autor de estas líneas lo es especialmente con los marxistas)— existe un hilo rojo sentimental entre arrojar familias enteras atadas a bolas de cañón en Nantes, bajo la égida de la Convención, y los fusilamientos masivos del Terror Rojo de Lenin en las orillas del Mar Negro.

Sin embargo, como en el Estado Español el nivel es inclementemente bajo, los opinadores en serie que reclaman desde el progresismo la etiqueta de liberal no lo hacen con la finura de Juan Marichal pidiendo el voto a Felipe en 1982, reclamando el liberalismo de Azaña o el de Prieto, ni recordando el martirio por las libertades de dos eminentes revolucionarios radicales como Danton y Desmoulins. Son, digamos, un poco más extravagantes, lo que no les quita lo «liberal». Repasemos brevemente a tres simpáticos personajes como muestra de la opinión liberal y progresista española.

Así, tenemos a un desgarbado asturiano conocido en redes sociales como «el tío más tonto del Estado Español», entronizado como columnista estrella del otrora diario de la exburguesía catalana, y quien, entre referencias a Aaron Sorkin, Star Wars y los superhéroes, asegura ser el único liberal de España (aparte de un exasesor del PP que le dio la patente, conocido por pedir al presidente de la República Italiana que desconociera la nueva mayoría parlamentaria y no diera el poder a Giorgia Meloni, temores de WEIMAR, horresco referens). Desconocemos su concepto de liberalismo. Ser liberal no está reñido con ser inculto, pero este periodista pedía un “Nuremberg” para todos aquellos que firmaron un manifiesto contra el asalto socialista al Tribunal Constitucional, y considera que la máxima derecha aceptable en el Estado Español es la de la organización socialdemócrata y progresista conocida como Partido Nacionalista Vasco, cuya máxima discrepancia de la izquierda es meramente presupuestaria (ya ni macroeconómica). Otro de los éxitos de este polígrafo es considerar que el estudio de la Historia no vale nada y esta sólo puede ser entendida mediante el estudio de la biología, amén de asegurar que en España no hubo revolución liberal (tal vez se adhiera a cierto culto conspiranoico estadounidense que asegura que el siglo XIX no existió y fue inventado en los años cincuenta del siglo XX).

Este es solo un ejemplo entre muchos. También tenemos a un pretendido crítico cultural y teólogo, fan de Hergé, para el que los dos mil años de civilización cristiana y los trescientos o cuatrocientos de liberalismo solo pueden verse a través de los ojos de eximio ¿sacerdote? Hans Küng. De esta forma, todos los dogmas, enseñanzas o ideas desarrolladas durante dos mil años no valen nada y han sido superados por la iluminación de un solo hombre —Hans Küng— quien, negando en pleno el cristianismo, alcanza la auténtica senda del Cristo. Arramplado eso, solo queda seguir una fe y una herencia delimitada por la exitosa teología de la liberación, dentro, por supuesto, del liberalismo, de un liberalismo purificado de reaccionarios y mensajeros de odio, y donde este periodista se sitúa en un centro virtuoso equidistante de todas las demás posiciones. Convengamos que vimos gnósticos paleocristianos y sectas jacobinas del siglo XIX menos sofisticadas y menos esotéricas.

Para terminar, podemos referirnos a una elegante dama de estampa parisina, media melena y profundas ojeras, con un serio prestigio académico y que consiguió aferrarse brevemente a la jefatura de opinión del diario progresista de referencia del Estado Español, epígono de Macron y Biden. Allí, esta dama con fina prosa nos recordaba semanalmente la ilegitimidad de la derecha para discrepar de la izquierda y la maledicencia permanente que suponía la posibilidad de que desarrollaran un programa político. Allí también dejó un recuerdo hermoso, en una columna titulada Constitución y militancia, donde defendía que las protestas públicas de derechistas en la calle banalizaban y dañaban la democracia porque, a fin de cuentas, la calle está para los progresistas y no para la chusma derechista; decía así «(la derecha) devalúa en un solo gesto las instituciones, pero también la calle, ese lugar que sirvió históricamente para dar voz a “los condenados de la tierra” y que es hoy, dice Pierre Rosanvallon, la “expresión más simple de una política negativa”, utilizada por conservadores y menesterosos como si no tuvieran suficientes altavoces en la esfera pública. Porque la democracia también se atrofia cuando se banalizan las formas de expresión de la ciudadanía».

La exclusión política, la ignorancia y el esoterismo no son extraños a ningún movimiento político pero, desde luego, no lo son al liberalismo, como muestra el momento estelar liberal progresista de 1794 o el catálogo de los opinadores de más baja estofa del Estado Español, que replican supercherías anglosajonas o bruselianas que llevan más tiempo en rodaje, pero que no son extrañas a la cultura de quema y blasfemia (no solo religiosa) del jacobinismo español (tan mimado por nuestra derecha). Convendría no olvidarse de otras genealogías y otras etiquetas.

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