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Roger Wolfe: «El malditismo tiene bastante de cuento chino»

El poeta conversa con LA GACETA sobre su obra, vida e influencias

Cansado el gesto y sin cansar la fuerza.

Luis Rosales

Roger Wolfe (Westerham, 1962) nos ha dejado una de las definiciones de las palabras, de lo que la literatura puede encarnar para el ser humano, más bellas y estremecedoras que uno haya leído y pueda leer en lo que reste: «Las palabras son inútiles, tercas, retorcidas / como tornillos que no entran rectos. / Y me cansan. Pero son lo único que tengo. / Los juguetes de un niño pobre. / Yacen destripadas a mi alrededor. / Todo su encanto se derrama por sus vientres abiertos. / El mecanismo hace tiempo que dejó de resultar / intrigante o atractivo.

/ No hay desafío. No hay chispa. No hay color. / El mundo es tan gris como mi asco. / Las palabras son los puntales de mi abulia. / Pero son —lo he dicho, lo repito— lo único que tengo».

Abras los libros de Wolfe por donde los abras, siempre te encuentras balazos así, y como sucede con el Quijote, su humor se entrevera de cortes en el alma que le quitan rápidamente a uno la sonrisa previa, y entre angustia y angustia («el día y sus asuntos son un periódico de ayer»), toda su poesía amorosa, su poesía meditativa, su poesía del desvalimiento, inadvertidos lirios de ternura sin agua.

Hay una providencia en las cosas de la literatura que a mí me acarició, una tarde ya lejana, en lo relativo a Roger. Estaba con mi novia en la horchatería de debajo de casa, y yo miraba como un niño los árboles, cimbreantes como en un sueño, y el cielo, plomizo, sobre nosotros, mientras el reposo entraba por mis venas y me envolvía sutilmente. Había tenido una semana amarga, plural de angustias y decaimientos de ánimo. En ese contexto poco propiciatorio, se produjo el relámpago que de cuando en cuando tritura los detritus y cochambres que en el alma se van almacenando, dando al alma dimensiones y aspecto de container.

Un caballero de aire inglés del siglo pasado, atildado, peinado con extraña perfección, de movimiento corporal singularmente lento, se sentó en la mesa de enfrente con una mujer. Aprecié algo distinguido en su facha, ese no sé qué, que nos hace fijarnos en alguien con una delectación que pocas veces nos asalta ya, en medio de la ferralla en que se han convertido las gentes, indistinguibles en la vulgaridad. Aún no atisbaba sus facciones, apenas entrevisto el perfil ladeado, sí la espalda, las manos de dedos largos y finos, sacando, prestas, un cigarrillo… pero antes de confirmarlo los ojos, como un meteorito impactando en mi conciencia, presentí que aquel jaguar en la estepa era Roger Wolfe.

—¿Quieres acercarte?, me preguntó ella.

—Me encantaría, pero ¿para qué? Pertenecemos a galaxias distintas (aunque me sienta a él tan parecido). Él lo dice de sí y de Antonio Colinas en un poema que le dedica: «no me vio, y aunque hubiera levantado / la vista, y sus ojos se hubieran encontrado con los míos, no hubiera sabido, / por supuesto, a quién veía».

Por algunos escritores siento admiración, pero por Roger sentía, además, camaradería. Con Roger se cumplía el aforismo delicioso del escoliasta de que el hombre sólo se entiende con otro hombre cuando uno escribe en su soledad y el otro lo lee en la suya. Yo había entendido a Roger, pero Roger no lo sabía. ¿Y cómo hacer ver eso a un hombre, sin parecer un loco? «¡Te he leído! ¡Y te has comunicado conmigo!» En fin, nunca he tenido vocación de loco.

Pero había leído mucho a aquel hombre en mis años universitarios, cuando era un estudiante con ilusiones marchitándose a cada paso que, sin embargo, se redimía eucarísticamente en líneas acendradas de desgarro como las de Wolfe. Supe de él gracias a una entrevista que, allá por 2010, le hizo el querido Dragó en sus noches blancas. Vi todos los vídeos que de él había en internet, y me encandiló el raro escritor de voz rasgada por un tamiz añejo. Parecía un personaje con un punto de perpleja extemporaneidad, como si hubiera sido exclaustrado de una película o novela noir y no entendiera dónde narices había recalado. Su discurso se tumbaba sobre una elegante indiferencia, con un delicado punto de timidez que siempre me ha parecido propio de las almas deferentes. Me gustaron sus ideas, que descubrían a un mitómano de los grandes artistas, de la pléyade de Ícaros degollados por el fracaso, que tanta afinidad suscita a los que, convierto en plural sus palabras, «llegamos cuando los demás se han ido, y vamos llegando cuando los demás se marchan, y podemos estar medianamente tranquilos».

Leí a velocidad de vértigo todos los libros suyos que pudieron caer en mis manos, y no era leer libros, sino algo mucho mejor, jirones de un hombre que ponía la ropa de sus entrañas a tender, en pinzas de versos y cuerda de prosas, al sol de los condenados. No es la suya una obra con raíz en el artificio, la fantasía o el libre arbitrio creativo, sino en el imperio de la realidad cruda y la circunstancia aliteraria, era un naturalista paisaje en ruinas del que no me cansaba, el rock and roll de una sensibilidad superdotada, fundida y confundida con los escombros de un mundo calcinado. Roger nos cuenta a capela la historia de todos nosotros: ángeles de alas raídas y amnesia de cielo, ennegrecidos y asqueados por vernos tan humanos y abandonados a la barbarie.

Autor de culto en el género lírico, fue su poesía inventora de temas y lenguajes en los noventa (con títulos tan emblemáticos como Días perdidos en los transportes públicos, Hablando de pintura con un ciego, Arde Babilonia o Afuera canta un mirlo). Últimamente, su poesía está siendo reeditada al completo por la editorial Renacimiento en los varios tomos de Toda esta poesía (antologada desde hace años en florilegios ya clásicos como Algo más épico sin duda). No obstante, me permito alzaprimar la calidad de su literatura más orillada por la fama de sus versos, me refiero a sus «ensayos-ficción» y sus novelas: Siéntate y escribe, Escrito con la lengua, El índice de Dios, Mi corazón es una casa helada en el fondo del infierno, Luz en la arena, El Sur es un sitio grande… y tantos otros títulos que componen una obra en prosa abundante, de exquisito nivel estilístico e ideológico (desde principios de siglo, Roger Wolfe es un visionario vitriólico de la suciedad y sociedad hodiernas, en el mejor acento antimoderno que, desde Baudelaire, pulveriza la locura progresista con sorna y estilo), títulos, en fin, descollantes por ideas, por audacia y por amenidad (Wolfe es amenísimo, lo cual causa envidia en los escritores y poetas tostón).

Al fin tuve el valor de acercarme a su mesa (me lo infundiría ella). En el primer intercambio de palabras, descubrí no solo una gran amabilidad («por favor, sentaos con nosotros»), sino que estaba leyendo el Ruano que yo recientemente había sacado a imprenta. Providencias, sincronías literarias de otra vida en la que los hombres se comunican por vías que no precisan pantallas. Charlamos durante horas, y su bonhomía melancólica me fue dando el perfil humano del gran escritor en aquella tarde litográfica de verano sin verano, de España sin poesía, de tinieblas momentáneamente disipadas por el verbo lento y rápido, tierno y fuerte, de aquel que tanto ha escrito «para gente que no tiene / otro sitio donde caerse muerta / que la superficie de un poema».

Mi dandy de arrabal, el solitario sin modas ni comanditas, extranjero en todas partes por demasiado universal, me ha concedido, en su ajetreada existencia por la conquista del pan (no, Kropotkin, seguimos igual), otra ración de horas para charlar de todo lo que a esta época no importa.

Me siento con él en una terraza del barrio que compartimos, al norte de Madrid, en un día de junio en el que la primavera se ausenta en un frío furtivo. Roger Wolfe viste chaqueta blanca, camisa roja con estampado setentero, pantalones vaqueros oscuros y zapatos marrones. Me dice que tiene mucha prisa, pero suceden dos horas de conversación y aún no hemos empezado. El tiempo se escapa y, antes de que sea demasiado tarde, le empiezo preguntando:

—Baudelaire instaba al artista a ser sublime sin interrupción, pero ¿existen resquicios para lo sublime en esta época de comprar en Mercadona y diseñar la casa en Ikea, o la interrupción  se ha hecho permanente?

Es una pregunta que se presta a larga y profunda meditación. Se ha escrito mucho sobre lo sublime, desde Kant se viene meditando sobre su relación con lo terrible, con el abismo, con las sombras inquietantes. ¿Qué entendemos por sublime? Si nos atenemos a la idea común, yo creo que se puede decir que hay bastante poco de sublime en nuestra vida actual, pero eso seguramente sea aplicable a casi todas las épocas. Al fin y al cabo, lo sublime es una idea que exige grandeza espiritual, la presencia de la belleza, de lo trágico… no sé hasta qué punto el hombre y la mujer corrientes podrían hablar de todo esto. Si pararas a un individuo cualquiera por la calle y le preguntaras qué es lo sublime, probablemente te tomaría por loco. Baudelaire intentó apresar lo sublime y mira cómo acabó el pobre, perdiendo hasta el habla… Lo sublime es algo que, en principio, no guarda relación alguna con lo cotidiano. Pero lo sublime subyace en la actividad poética y creativa del artista; desde ese punto de vista, personalmente creo que vivo lo sublime todos los días. Yo lo llamo «estado de gracia», que no es un fruto volitivo, sino un don concedido, por Dios o por la fuerza superior en que cada uno crea, y que es la condición ideal y necesaria del artista, pero todo eso tiene muy poco que ver con lo que tenemos que hacer para ganarnos la vida, lo que hace brotar la eterna contradicción vital entre las aspiraciones espirituales y las crudas realidades mundanas que nos acechan. Yo, a través del silencio, de la soledad, de la música y de la propia escritura busco esa fuente, indispensable. Pero la gente tiene bastante que hacer, y bastantes preocupaciones encima, como para que le vengan diciendo si practica ininterrumpidamente o no lo sublime…

—A mi parecer tu obra es humorística autopsia de la fatalidad de una época enferma, de la ruina vital y anímica a la que la vida actual aboca al poeta… ¿en qué momento te diste cuenta de que habitamos un manicomio y de que sus dioses eran falsos?

Es una forma bastante acertada de describirlo. Habitamos en un manicomio, y volviendo a Baudelaire… él dice que este mundo es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama, el que está junto a la ventana piensa que estando junto a la estufa sanaría, el que está junto a la estufa piensa que le vendría muy bien respirar aire fresco… Sí, esta vida y, sobre todo, el mundo en el que vivimos son una casa de locos. Uno se va dando cuenta rápidamente de las contradicciones que se dan entre lo que nos venden y lo que pasa, de que las teorías pueden ser muy bonitas, pero que en la práctica conducen al horror… lo que todos sabemos. Al poco de vivir nos damos cuenta de qué va esto, de que es una comedia, un cachondeo, o una tragicomedia, en todo caso un sálvese quien pueda generalizado. Ante eso el temperamento lo es todo, cada uno opta por salir adelante de acuerdo con su bagaje. A mí siempre me interesó la literatura y el arte, y elegí ese camino. Al mismo tiempo tengo que vivir en este mundo y arreglármelas como pueda. Mi opción final ha sido la de buscar un recto comportamiento personal, no ser demasiado malo con nadie, e intentar sobrevivir molestando lo menos posible al prójimo, porque con estar vivos ya tenemos bastante.

—Tu lírica, si bien al margen de modas, está atravesada por una serie de imágenes y temas que han acompañado toda la gran poesía del malditismo bohemio, y que tú actualizas. ¿Queda algo de ese pathos en tu mirada, en tu sentimiento, en tu obra en marcha?

Yo sigo siendo el mismo que hace treinta años, la verdad es que no he cambiado mucho. Ese supuesto malditismo que asocian conmigo, nunca fue buscado. No tengo vocación de maldito y soy muy crítico con ese concepto. El malditismo tiene bastante de cuento chino, porque muchas veces es impostado o exagerado. Poetas como Villon ya se podrían definir como malditos y supongo que siempre han existido, pero hay mucha industria al respecto…

—La condición de maldito es la de ser artista y no otra, ¿no?

Exactamente. La naturaleza del artista es la del maldito, pero maldito en un sentido superior, humano, es decir, el artista es alguien que no encaja, un inadaptado. En ese sentido, yo sigo igual, pero el paso de los años te va atenuando. Es una cuestión biológica. Con el paso de los años pierdes fuerza, intensidad. Y te vas calmando. Yo pienso exactamente lo mismo que escribía hace treinta años, pero hace treinta años me apetecía más decirlo, y ahora no tanto. Y no es que hace treinta años me apeteciera demasiado, pero algo había que hacer y entonces lo soltaba, soltaba todas esas “barbaridades” que yo sigo firmando. Hay que saber cuándo dejar de decir determinadas cosas y, al margen de eso, ya no me apetece, teniendo en cuenta que, además, sirve de bien poco. Pero si lees lo que escribo ahora y lo cotejas con lo que escribía hace treinta años, advertirás una sintonía subyacente, aunque cambie mi expresión, porque el escritor no deja de aprender sobre su oficio, la formación no termina nunca, cada día aprendes algo nuevo en relación con las palabras. También hay cosas que pierdes. Yo echo de menos la frescura que podía tener de joven, ese candor, el arrojo de la ignorancia. Porque por algo dicen que la ignorancia es muy atrevida: cuando uno sabe menos, se atreve más, y a más. Con el paso del tiempo te vas haciendo más cauto y, a veces, eso puede llevarte incluso a la cobardía. No quiero decir que esto me haya pasado a mí, pero piensas más en las consecuencias de lo que haces. La biología es importantísima. No digo que me sienta o sea viejo, pienso que no lo seré nunca, pero cada fase de la vida exige una expresión literaria diferente. Se pierden unas cosas y se adquieren otras… pero en lo sustancial, sigo siendo el mismo.

—Pienso que eres un escritor que tiene dos vertientes, una que ha combatido pluma en mano con el presente inmediato, cotidiano, y que nos ha dado una poesía de juglar proletario, y otra de escape, que escribe al trasluz de una época dorada perdida, fabulosa de mitos, con la que el poeta se relaciona y que recrea íntimamente, revistiéndose de una idiosincrasia escogida. ¿Cuál es el puerto favorito de tu nostalgia?

Es muy acertado eso. Existe, en mí y en muchos otros escritores, un tono apegado al presente y otro tono orientado a los desiderátums. Yo soy un ser muy contradictorio, como creo que lo son todos los seres humanos, pero yo siempre lo he advertido en mí de una forma muy consciente. Aunque la contradicción siempre es relativa, puesto que en ella misma se oculta una resolución sutil, de tal forma que las contradicciones no lo son tanto… pasa con el oxímoron en literatura, «la nieve ardía», escribe Ángel González, y en esa aparente antítesis todos advertimos una cierta lógica. De cualquier persona se puede decir que es un oxímoron ambulante. Pero el artista lo sabe, porque se explora a fondo, siente las cosas con especial intensidad, y contradicciones que una persona corriente quizá ni siquiera percibe, el artista no sólo las percibe, sino que las persigue y cultiva.

Yo tengo una serie de épocas que se corresponden con mi ideal. Para mí la época dorada de la literatura y del arte, tal y como las concebíamos hasta hace poco, puesto que yo creo que en el siglo XXI la literatura, en este sentido grande, ha dejado de existir, es el siglo XIX, concretamente desde la segunda mitad del siglo hasta la Primera Guerra Mundial: la Belle Époque, la época eduardiana… En esos años se da, creo, el culmen de la inteligencia y la sensibilidad humanas, hasta que en la Primera Guerra Mundial sucede el gran crac, cuyos efectos aún padecemos. Sí, todos los seres que yo adoro, desde Baudelaire a los simbolistas, desde Wittgenstein —que nació y se formó a caballo del XIX y del XX— a los grandes pintores finiseculares… todo lo que yo más amo, en pintura y en literatura, con las salvedades del Renacimiento y el Barroco, que también me gustan mucho, está en esos años. Y, desde luego, la Viena de Freud, de Schnitzler, otro grande… todo ese mundo es la cima insuperada de la civilización. Sólo podemos añadir algo. Aunque todo aquello ha quedado muy atrás, hoy estamos en una época meramente tecnológica, que tampoco rechazo en sí misma. Yo soy rabiosamente actual, moderno a rabiar en términos rimbaldianos. Tengo muy en cuenta todos los aspectos de la modernidad y de la actualidad más absolutas. Es parte de mi contradicción: me gusta fundirlo todo, hacerlo compatible. No hay que vivir el propio tiempo trágicamente.

—Pero como artista importan más los desiderátums.

Sí, claro, si tuviera una máquina del tiempo a mí me encantaría ir a aquella Viena y saludar a Schnitzler o tomar un café con el terrible Karl Kraus. En fin, y si Kraus viniera hoy aquí seguramente alucinaría, viendo esto se daría cuenta de que la Viena de sus pesadillas estaba mucho mejor de lo que pensaba.

—¿Qué importancia tiene el cine en tu obra? ¿Cuáles son los directores de tu preferencia?

El cine ha tenido mucha importancia en mi vida y, precisamente por eso, en mi obra. Yo soy una esponja, lo absorbo y utilizo todo. En gustos cinematográficos soy ecléctico. Pero sé muy bien lo que no me gusta. Me gusta mucho el cine clásico de Hollywood, el cine negro americano de los años treinta y cuarenta, Fritz Lang y toda la banda… Me gusta mucho un cine experimental como el de Fassbinder, esa bestia parda, un alcohólico del trabajo que se consumió en su arte… Me encanta su universo patético y compasivo, transgresor y heterodoxo… películas como Desesperación, basada en una novela de Nabokov, son tremendas, maravillosas. Me ha gustado mucho también el cine italiano, Fellini, Pasolini… Y soy absoluto admirador del cine español, en todas sus épocas. El cine español clásico es una maravilla, películas como Surcos son obras maestras absolutas. El famoso páramo cultural es mentira desde el momento en que hay cineastas trabajando como Nieves Conde, o el ideológicamente opuesto, Juan Antonio Bardem, que hacen un cine muy literario… El cine español me ha gustado mucho siempre. Para mí, y esto lo decía Pasolini, el cine es el lenguaje escrito de la realidad. También me ha gustado el cine francés, el cine bueno de Godard, que lo hay, y tantos otros.

—He leído que descubriste de forma relativamente reciente a Nicolás Gómez Dávila. ¿Has incorporado maestros últimos a tus influencias, o los importantes siguen siendo los que descubriste en tu juventud? ¿En qué distan las influencias de juventud de las de madurez?

Uno siempre va descubriendo maestros, nuevas vetas y tesoros. Cuando más puede pensar uno que ya no le queda nada por descubrir, más cerca está de quedarse pasmado, porque siempre hay más. A lo largo de los años, y he escrito mucho sobre esto, no he dejado de descubrir nuevas joyas, como Gómez Dávila, que se van sumando a esa solera preexistente, y que van ampliando el terreno – que no varía, por otro lado- de los gustos, tan determinado por el temperamento. Mis maestros de siempre son Schopenhauer, Shakespeare, Ortega… Y vuelvo mucho a ellos, porque son inagotables. Ortega, por ejemplo, no se acaba nunca. Desde hace años leo y releo sus obras completas, y te puedo decir que me parece el español más grande de todos los tiempos, a la altura de un Cervantes, de un Galdós, de un Ramón y Cajal, tal vez. Ortega es un estilista, enseña a escribir, y mucha gente lo ha leído más por cómo escribía que por lo que decía, pero es que lo que decía nunca es una tontería, nunca carece de interés. Empieza hablando de una cosa y termina hablando de otra que está a años luz, conceptualmente hablando, en apariencia, y luego regresa al principio, y te descubre constantemente conexiones sorprendentes. Era inteligentísimo y sería necesario releerlo, porque vaticinó en los años veinte mucho de lo que hoy constatamos.

¿Qué haría —aparte de volverse a morir— y qué diría, si levantara hoy la cabeza? Necesitamos Ortegas que fustiguen los tiempos actuales. Todas sus ideas sobre la necesidad de la autoridad, de las jerarquías… son hoy muy vigentes. Muchos lo han acusado de reaccionario, yo veo en él una gran inteligencia.

Otro maestro, por ejemplo, que no descubrí al principio de mi carrera fue Josep Pla, uno de los grandes escritores españoles de todos los tiempos. Te podría decir muchos más, pero ante estas preguntas, todos los olvidos descienden súbitamente sobre uno.

—¿Es el vicio más literario que la virtud?

Es una pregunta interesante… Habría que analizar la virtud del vicio y el vicio de la virtud. El vicio puede tener mucho de virtud, y la virtud puede ser un vicio en sí misma, y puede tener mucho vicio. Yo creo que a ambas realidades se les puede sacar mucho kilometraje literario. El llamado vicio, habría que definirlo, es tan interesante y fascinante como la virtud, porque todos somos una mezcolanza de vicio y de virtud. Mi obra seguramente trate, en buena medida, de esa paradoja.

—Las soflamas ácratas y antidemócratas se concitan en ti por igual. ¿Qué puede hoy más en tu pensamiento, el desprecio al sistema o el desprecio a las mayorías?

El desprecio no es un sentimiento muy bonito. Hay que recordar que, de alguna forma, como dicen los budistas, todos somos iguales, en el sentido de que todos tenemos las mismas necesidades, sufrimos los mismos temores, las mismas ansiedades, y albergamos parecidos deseos, es decir, todos necesitamos comer, beber, tener un techo, ser amados y amar. Pero al mismo tiempo, y esta es una gran contradicción humana, todos tenemos diferencias y matices, y es bueno que así sea. Todos podemos ser despreciados, en tanto que humanos, y hay ocasiones en las que el desprecio puede ser, no solo también muy humano, sino conveniente, porque hay muchas cosas en el mundo y en la vida que son verdaderamente despreciables. Hablar de desprecio al sistema es una gran frase, un poco vacía, porque en realidad todos formamos parte del sistema, de la comedia de la que hablábamos antes. Despreciar supone situarse fuera, por encima de la realidad. Hecha esta prevención sobre el desprecio, sé a qué te refieres, y sí, yo he despreciado mucho el sistema, entendido como estado de cosas, y así me ha ido. Yo tengo una forma de ver y de hacer las cosas, y es la que he intentado poner en práctica, y por desgracia esa forma colisiona con las formas convencionales. Por eso he estado en perpetuo desacuerdo con mi entorno, y eso al final se paga. Si tú te enfrentas al mundo, está claro quién va a ganar, ¿no?

Sobre el desprecio a las mayorías, esto tiene que ver con que las mayorías no suelen estar en lo cierto, históricamente ha sido siempre así. El acusado de chiflado en su tiempo, suele tener razón en retrospectiva. Yo nunca he nadado a contracorriente a propósito, pero me ha ocurrido a menudo que lo que yo pensaba sobre las cosas es justo lo contrario de lo que suele pensar la mayoría. La oración de Jesucristo, «Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen» acude muchas veces al pensamiento cuando uno analiza el pasado. Y en el presente lo constatamos continuamente. No es que la gente tenga mala fe, sino que no sabe lo que hace… La mayoría es estafada. Recordemos lo que pasó con el coronavirus, una psicosis masiva en la que se acusaba de criminal a todo el que no pasara por el aro. La mayoría no sólo no suele tener la razón, sino que puede ser francamente peligrosa. Uno intenta comprender por qué las mayorías piensan lo que piensan, nunca suele ser casualidad que lo piensen. También es cierto que para reflexionar sobre lo que sucede en el mundo hace falta tiempo, y la gente, volvemos a lo de antes, no tiene tiempo para nada.

—También he advertido en ti ideas proclives a la universalización del arte y, simultáneamente, una concepción elitista del botín artístico, como si la belleza sólo tuviera en las minorías su destinatario razonable. ¿Cómo se resuelve este antagonismo?

Hay diferentes niveles y no son incompatibles. Es el viejo debate de la cultura popular y la alta cultura. Yo vivo y he procurado conjugar ambas. Y me parece un fascinante contrapunto el que se puede establecer entre ellas. La idea de contrapunto es esencial en mi obra. Impera en nuestros tiempos la cultura popular, la otra ha quedado reservada para élites. Pero yo creo que se puede disfrutar de pintores como Warhol y pintores selectos como Goya. Yo de entrada no desestimo nada. Soy un mestizo, culturalmente hablando, en todos los sentidos. Seguramente eso provenga de mi experiencia nativa e íntegra de dos culturas tan poderosas como la inglesa y la española. Sobre la definición de cultura también habría mucho que apuntar. La cultura se ha convertido en una mercancía, en un vehículo para hacer política, en una cosa sociológica… pienso en las ideas de Gustavo Bueno, a este respecto. Tampoco estoy de acuerdo, por supuesto, con el monopolio que muchos grupos parecen ejercer sobre la cultura, como si la cultura fuesen ellos, y no la fabada asturiana.

—¿En qué medida tus lecturas filosóficas o históricas han nutrido tu obra creativa?

Para Sábato los escritores se dividen en problemáticos y gratuitos. Los gratuitos serían los que hacen una literatura de distracción, ligera… los problemáticos, los que tratan asuntos relacionados con los grandes temas de la condición humana. A mí no me parece despreciable la literatura gratuita. Decía Somerset Maugham que el arte es una forma superior de entretenimiento, y eso es verdad. Lo que pasa es que a mí Schopenhauer me parece muy entretenido, por ejemplo. Y Nietzsche. Para mí la poesía es, en gran medida, una forma de filosofía. Es imposible escribir un poema sin una visión filosófica del mundo, aunque el poeta no sea consciente.

—“Siéntate y espera”, dices en diversos lugares de tu obra… En momentos delicados, cuando todo parece hundirse, me he acordado de esa fórmula tuya, que bien podría ser de Séneca. ¿Qué estabas esperando, cuando la escribiste? ¿Sigues esperando?

La vida es espera. Siempre estamos esperando algo. En El Criticón, Gracián escribe que “es la Espera fruta de grandes corazones y muy fecunda de aciertos. En los hombres de pequeño corazón no caben ni el tiempo ni el secreto”. Yo he hablado de la literatura y el arte como una forma de entretener la espera. No quiero ponerme ahora muy tremebundo, pero, como decía Heidegger, somos seres para la muerte. Así que la vida es una espera y un aprendizaje, una cierta preparación, porque nunca estaremos del todo preparados para ese momento. Escribir también es tener paciencia. Y luego ocurre que el escritor nunca termina de decir lo que tiene que decir, igual que el hombre, que no acierta nunca a vivir, del todo, como querría. No, el escritor nunca está plenamente satisfecho con lo que dice.

—En dar la vida y el alma a un desengaño cifró nuestro Barroco el secreto de la existencia. ¿Cuál es el desengaño de Roger Wolfe? ¿La necesidad de escribir parte necesariamente del desengaño?

En mi caso no ha habido ningún desengaño, porque no hubo engaño. Yo, modestia aparte, no me recuerdo engañado en ningún momento de mi vida. Y, por lo tanto, no me he sentido desengañado. Lo del desengaño es una idea muy poética, que ha dado mucho juego literario, pero no forma parte de mi experiencia. Nunca he tenido unas expectativas elevadas y, por eso, no he sentido ningún fraude por parte de la vida. El mundo mismo ni siquiera va a existir siempre. Así que partimos de la inutilidad de todo. ¿Hasta qué punto tiene sentido algo de todo lo que hacemos? Es evidente que nada lo tiene, pero puesto que estamos aquí…

—Es un poco terrible lo que dices.

No es tan terrible, hay momentos para el goce. En este mismo momento yo estoy disfrutando mucho con esta entrevista, y probablemente tú también. Tampoco hay que ponerse tan tremendos. Cuando hablamos de que el amor, por ejemplo, es un desengaño… ¡evidentemente! En cuanto conoces un poco al ser humano, te das cuenta de que el destino del amor es acabar mal. Esa gente que dice «no, a nosotros nos ha ido muy bien, llevamos cincuenta años juntos»… no, no es verdad (Roger se ríe), lo que pasa es que, al igual que sucede con la literatura, en la vida pensar o afirmar ciertas cosas queda muy bien, consuela. Aunque no haya nada detrás. Ahora bien, ¿significa eso que no merezca la pena el amor, enamorarse? En absoluto. Yo lo vivo intensamente y tropezaré gustoso con esa y otras piedras, porque es divertido.

—La poesía es un lenguaje en abandono. ¿Tienes algún acicate para seguir escribiendo versos?

Yo he tenido la sensación de abandono no con la poesía, sino con la vida en general. Es lo que decía Tolstói en Confesión, que es una breve autobiografía en la que habla de su evolución espiritual, y en ella dice que en determinados momentos de su vida no se atrevía a salir de caza por miedo a pegarse un tiro con la escopeta. Ahora, también dice José María Álvarez, creo, que «podría pegarme un tiro, pero no serviría tampoco de nada». Ni te serviría a ti ni a las personas que te quieren. Así que sí, la pregunta de si tiene esto sentido me la he hecho muchas veces, pero en relación con la vida. Al final sigues adelante porque no tienes más remedio, y porque uno no está totalmente solo, yo tengo seres queridos, personas a las que les importa que yo siga aquí, y que siga haciendo lo que tengo que hacer. Y aunque no sea el motivo fundamental, es un motivo muy importante. Hay que estar en la vida hasta el final. La poesía se agota y a la vez no tiene fin. Llevamos diciendo lo mismo en todas las novelas desde el principio, pero podemos seguir buscando nuevas formas que renueven el entusiasmo. Yo escribo porque no puedo dejar de escribir, es lo que sé hacer. No es que “crea” en ello, “creer” no es la palabra. Un carpintero no “cree” en la carpintería, sino que le gusta su oficio, y lo practica. Hablar de “creer en la literatura” es darle tal vez una importancia desmesurada. La literatura, para mí, es algo muy serio, y es también oficio y juego.

—Entonces, ¿la literatura ha merecido la pena?

Sí, claro. ¡Es una pena que a diario vale lo que cuesta!

—¿Un verso o un poema para sentarse y esperar al fin de los tiempos?

J’ai plus de souvenirs que si j’avais mille ans [Tengo más recuerdos que si tuviera mil años]. Baudelaire.

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