Ya se sabe que ahora todo es según y cómo o, para ser más preciso, que todo es quién más que qué. Me refiero, en este caso, a los pronunciamientos públicos.
Así, uno tiende a indignarse junto con el pueblo de París sabiendo que el inspector general de finanzas Joseph-François Foullon de Doué acabó linchado y ahorcado de una farola por las masas después de haber reaccionado a la noticia de que los franceses pasaban hambre con un tajante “que coman hierba”. Pero no solo hoy su comentario podría hacerse pasar por un benevolente consejo dietético para militar en el veganismo de moda, sino que aquí no se mueve un músculo mientras nuestros mandarines, ahítos de solomillo Wellington, nos ordenan comer cucarachas.
Ya se nos dijo en su día que no podíamos ser unos malhumorados aguafiestas buscándole las vueltas a los divertidísimos comentarios de concejales de Carmena sobre la conveniencia de quitarse de en medio a Rajoy mediante atentado personal, o poniéndonos innecesariamente tiquismiquis con la petición de Irene Montero de aplicar guillotina a los Borbones o la solicitud de Rita Maestre de meter fuego a la Conferencia Episcopal (no especificó, después de todo, si había que hacerlo con prelados dentro).
En el apartado de la responsabilidad moral, la religión de Estado postula un calvinismo laico según el cual, como predicara en su día en púlpito televisivo el inane Garzón, un ser de izquierdas no puede delinquir, es una imposibilidad ética. Quizá no tanto porque no pueda cometer determinados actos como porque, si los comete él, no son nunca pecado, por lo mismo que nada de lo que se haga desde la derecha, donde es el llanto y el rechinar de dientes, puede ser otra cosa que perverso.
Así, que Abascal fantasee con consecuencias revolucionarias para los desmanes de Sánchez es punible de oficio porque Vox es de suyo violento aunque hasta ahora se haya llevado más bofetadas que el payaso tonto, sin devolver una sola.
Comentaristas de pesebre y políticos de toda laya han reaccionado apretando las perlas y pidiendo las sales a un comentario del líder de Vox que, si se ha recogido con fidelidad, reza así: “Habrá un momento dado que el pueblo querrá colgarlo de los pies”, refiriéndose a Sánchez.
Su presunto socio Feijóo, vieja dama victoriana que ha demostrado preferir mil veces colgar España o trocearla que una salida de tono, se ha apresurado a “condenar” las palabras de Abascal, como lleva condenando las palabras de Abascal desde su llegada al liderazgo pepero sin necesidad de que el de Vox las pronuncie.
En puridad, don Santiago se ha limitado a hacer una profecía, y una profecía delicada y benévola. No ha dicho que él lo desee, que esté bien que así sea o siquiera que haya llegado ese fatal momento. Incluso ha evitado en su predicción que la furia popular vaya a llegar al tiranicidio, a lo Juan de Mariana, sino, todo lo más, a procurarle una postura que podría considerarse incómoda.
Puestos a considerar con la benevolencia avuncular con que es de rigor juzgar los arranques de la izquierda, podríamos tomar la acción popular que vaticina Abascal en algún momento indeterminado del futuro como una ejercicio de gimnasio, como una recomendación de su ‘fisio’ de cabecera para relajar la espalda y fortalecer la columna, mano de santo.
Hasta nos atrevemos a sugerir que el presidente podría salir ganando de esta experiencia a lo San Pedro, a modo de cura para su incurable arrogancia, viendo de pronto el mundo al revés. “Si un hombre viera el mundo al revés, con todos los árboles y torres colgando cabeza abajo como en un estanque, un efecto sería enfatizar la idea de dependencia”, escribía Chesterton. “Hay una conexión latina y literal; porque la palabra misma dependencia sólo significa ‘estar colgado’. Haría vívido el texto bíblico que dice que Dios ha colgado al mundo de la nada”.
Encontramos, por último, cierta artística elección del castigo popular en eso de ponerle al revés, pues si de algo puede acusarse a Sánchez y, por extensión, a los socialistas, es de haberlo puesto todo patas arriba y que, en fin, a España no la reconozca ni la madre que la parió, como quería Alfonso Guerra.