Es fama que los reyes de Francia e Inglaterra curaban las escrófulas de sus súbditos imponiéndoles las manos, y que los segundos repartían anillos que sanaban por haberlos tocado el monarca.
Las manos del Rey son manos que curan, leemos, referido a Aragorn, en El Señor de los Anillos, y es significativo en quien, como Tolkien, estaba convencido de que ninguna actividad era más impropia de los hombres que la de gobernar sobre otros hombres.
Y quizá sea esta la principal perplejidad del poder, su incongruencia intelectual, la extraña figura de un mortal que decide sobre la vida de todos los otros en una comunidad. Probablemente por eso la humanidad ha sacralizado siempre el poder, de manera expresa en las sociedades antiguas, de modo más inconsciente y tácito en las modernas.
El rey se identifica con la tierra, y no hay percance social, bueno o malo, que no se le pueda achacar a su providencia o descuido. Del rey dependen las cosechas y la lluvia, la victoria sobre los enemigos tanto como la abundancia de los rebaños.
En China, que goza o sufre una continuidad civilizacional sin parangón en la historia, el mayor delito y el peor pecado que podía cometer el súbdito era la desobediencia al emperador, una mentalidad cuyo fruto hoy recoge Xi Jinping con pequeñas adaptaciones. Y la justificación era, naturalmente, que el emperador era el elegido del Cielo, entendido como conjunto de divinidades y ancestros.
Pero esto planteaba un problema obvio al estudioso: si lo peor que puede hacerse en este mundo es desobedecer al monarca, atrayendo así la ira del cielo y rompiendo la armonía del universo, ¿cómo se explica la rebelión exitosa que derrocaba a un emperador para entronizar a una nueva dinastía?
De ahí surgió el concepto del tiānmìng, el Mandato del Cielo, por el que la divinidad podía retirar su favor del emperador déspota o malvado. El Cielo retiraba su mandato del monarca reinante y lo traspasaba al hasta entonces rebelde. Es, como todo lo chino, un feliz apaño de vaga religiosidad y realismo político, una versión oriental del cristiano “Rex eris si recte facies; si non facias, non eris” codificado por San Isidoro.
También una sociedad tan legalista y sofisticada como la romana en la época imperial vio necesario divinizar a sus azarosos emperadores como signo de unidad en una comunidad por lo demás peligrosamente diversa, el único lazo fiable que, como el Anillo Único, vinculase a todos.
El cristianismo vino a acabar con todo aquello al establecer, al modo judío, una separación tajante entre Creador y criatura, entre lo sacro y lo profano, extraña al mundo clásico, y fue eso lo que lo convirtió en el Enemigo Público Número Uno de Roma.
Puede y suele sorprendernos tanto el empecinamiento del mártir en negarse a arrojar siquiera un grano de incienso ante la estatua del emperador, Divus Augustus, como la vesania con la que el poder respondía a este desafío. Y, sin embargo, es la cosa más razonable del mundo.
El poder romano no defendía un modelo religioso al emplear los métodos más expeditivos para extirpar el cristianismo, sino el instinto político de entender que, si no se mantiene al menos la ficción de que el emperador es divino, el imperio no podrá subsistir. Para el cristiano, por su parte, el más pequeño grano de incienso bajo la estatua del emperador significaba una rendición total de toda su cosmovisión.
Pero, al triunfar, el cristianismo —la civilización cristiana, por mejor decir— se encontró con el viejo problema de la necesaria sacralización del poder. Su solución fue la monarquía cristiana, en la que el rey era un débil mortal, como todos, pero legitimado para gobernar como ‘delegado civil’ de la divinidad mediante el plácet de la Iglesia.
Hoy se pretende que esa monarquía cristiana dio al poder un carácter sacral que la Revolución vino a desbaratar, pero la realidad es casi diametralmente la opuesta: es la desaparición de la fe como elemento vivificador y determinante de la cultura occidental lo que nos está devolviendo al gobernante sacro, el que, como Adolf Hitler, pretende ser una ‘encarnación’ del pueblo.
Solo mediante esa identificación del gobernante y la tierra, por ejemplo, puede explicarse que una acusación vertida contra la mujer del Príncipe (sensu lato) se convierta en ofensa para la tierra toda, que todos los súbditos tiene el sagrado deber de condenar y, en lo posible, vengar.