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Si ella supiera…

El documental Sintiéndolo mucho (Fernando León de Aranoa, 2022) no cuenta la vida de Joaquín Sabina. A la salida del cine, un caballero con una chupa de cuero negro y pinta de compañero generacional del cantante, se nos quejaba de las muchas anécdotas biográficas que la película escamoteaba. A medida que se empeñaba en enumerárnoslas, de camino a nuestro coche, agradecíamos las elipsis de León de Aranoa. El director de cine se concentra en retratar al hombre.

Se agradece, primero, porque la película ya peca de cierto exceso de metraje y, segundo, porque el retrato de Joaquín Sabina nos lo acerca y engrandece. Sintiéndolo mucho es, a ratos larga, casi siempre, honda y, por momentos, alta.

Para Sabina, que reiteradamente confiesa su primera vocación literaria las letras son el espíritu de sus canciones

Hay una escena en que Sabina recibe la carta de una rendida admiradora. El cantante viejo, desengañado, cansado y cínico se sonroja al leer algún elogio que se queda para sí, y suspira: «Si ella supiera…». Es el mejor resumen de todo el documental. Va de malote, pero guarda un alma capaz de ternura y compasión. Eso importa porque la obra de Sabina es muy autobiográfica y, en esos casos, como advierte el poeta Antonio Moreno, uno mismo es su instrumento y ha de afinar su espíritu. Sabina mima su desgarro.

A partir de aquí, Sintiéndolo mucho enfoca aspectos decisivos de su personalidad. Para empezar, el trabajo poético. En este apartado, es exhaustivo. Para Sabina, que reiteradamente confiesa su primera vocación literaria —para más inri, antoniomachadiana— las letras son el espíritu de sus canciones. Sale trabajándolas con Benjamín Prado y presume de que una vez casi llegan a las manos por una coma. Lo dice orgulloso, y no es para menos.

Sabina confiesa que sabe que ya no escribirá canciones mejores que las diez o doce suyas que él prefiere

Da cuatro o cinco lecciones literarias como quien no quiere la cosa. Una, le explica a Prado que, a partir de cierto momento, entra la música en la métrica y ya revienta las reglas desde dentro. Dos, también nos confiesa que mientras la poesía escrita ha de huir de la cursilería como alma que lleva el diablo, las canciones la requieren en su justa medida (que es bastante). Tres, ¡qué entusiasmo demuestra por la música popular y por Hispanoamérica! Cuatro, confiesa —con una humildad orgullosa que conmueve— que sabe que ya no escribirá canciones mejores que las diez o doce suyas que él prefiere. Y, sobre todo, cinco: con qué delectación memoriza y recita versos sueltos de las canciones de otros: «Llegó borracho el borracho», se entusiasma; «Cuántas luces dejaste encendidas,/ yo no sé cómo voy a apagarlas», paladea. Sus propias letras también piden a gritos que le escojamos esos destellos líricos. Nos está dando, por tanto, un método de disfrute generoso y enriquecedor, que a él se le aplica estupendamente.

La tauromaquia de Sabina, que va por lo hondo, le lleva a una identificación desiderativa con un torero de los escenarios

Otro plato fuerte es su apuesta contracultural. Qué pasión por los toros, continuamente, como si fuesen el estribillo de la película. Tanto que el exceso de metraje podría imputarse a este negociado. Que se le perdona por su defensa del rito y de lo sagrado. Sabina aparece bastante respetuoso con la religión. Cuando una fan le dice que él es Dios, responde: «¡Cómo se ve que no crees en Dios!»; pero su verdadero contacto con lo trascendente es taurino. En éstas, Fernando León de Aranoa se encuentra con un material dramático de primera categoría, pues grabó la cornada en Aguas Calientes a José Tomás con Sabina en la plaza. Se entiende que no quiera perder ni un fotograma del documento. Pero lo importante es la tauromaquia de Sabina, que va por lo hondo, y que le lleva a una identificación desiderativa con un torero de los escenarios.

Lo más rompedor de la película, sin embargo, es la relación inesperada con el padre, del que todos sabíamos solamente que fue policía franquista. El viaje de vuelta a su pueblo tiene tonos de Ulises regresando a Ítaca, con su edad a cuestas, los reconocimientos enternecidos de los vecinos, la conciencia de que en el cementerio están enterrados los padres y los abuelos y la plaza de toros —nuevamente—, a la que su padre le llevó tanto de niño.

Lamenta que sus padres no le hubiesen visto triunfar como cantante, por la alegría que les hubiese dado. Habla maravillas de su hermano, también policía, fuerza viva de la localidad, que se casó con la hija del alcalde. Éste hace el papel de hermano mayor de la parábola del hijo pródigo y se une a la fiesta del cordero cebado para Joaquín con una alegría evangélica y un nudo en la garganta de emoción.

Cuenta Sabina con orgullo una genialidad de su padre que tiene los mimbres de un relato de García Márquez. Se puso a escribir su biografía, y cuando acabó pronto, porque tenía una rutina muy recogida, siguió escribiendo su vida en el futuro. Sabina lee un poema del padre que describe un imaginado concierto de su hijo en Úbeda, por supuesto triunfal. Cuando termina de leerlo, reconoce, asombrado, lo que nosotros ya habíamos visto desde la segunda estrofa: «Yo escribo así». Añade que cuando se mira el espejo ve a su padre mirándole.

Se sale del documental recordando a aquella corresponsal anónima. Quizá no andaba tan equivocada en su admiración naíf.

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