Sips. Una coctelería en la ciudad de los prodigios

Un bar de Barcelona ha sido considerado el mejor del mundo

En el mundo, y en España en particular, suceden cosas extraordinarias, sorprendentes, inverosímiles. Tales como que un pequeño bar abierto en 2021 sea proclamado el mejor del planeta al cabo de dos años. El sitio en cuestión se llama Sips, está situado en la ciudad de los prodigios y desde el pasado octubre ostenta la asimismo macanuda tercera posición según The World’s 50 Best Bars. Esto nos da ya una pista sobre la naturaleza del negocio, ese opaco consorcio que dicta con sus rankings la movilización de periodistas e influencers y, detrás, del vulgo imitativo. 

La cosa funciona más o menos como con las listas de restaurantes. Hay una empresa organizadora, unos eventos siempre celebrados en ciudades turísticas, una plantilla de catadores más o menos secreta y la posibilidad de postularse para entrar en el ansiado club. Es decir, resulta muy improbable, o imposible, estar ahí sin invertir en viajes a esos eventos e invitar a miembros del circo gastronómico mundial. Para el caso de The Worlds 50 Best Bars, baste resaltar que 650 individuos anónimos (mitad hombres, mitad mujeres, prietas las cuotas) deciden adónde hay que ir a mamar en el planeta si se quiere estar debidamente conectado.

Visitando Sips, llama la atención la pervivencia del adrianismo, esa asignatura troncal denominada “vivir experiencias”, ya saben, el trampantojo elevado a cátedra. Como si tomarse una copita de anís en el bar Manolo, chasquido de fichas de dominó sobre el contrachapado, escudo de la Guardia Civil entre la botellería y profundo aroma a guisote, no fuese una experiencia. Pero el hombre, tan viciado de vanidad, necesita cada cierto tiempo de la deconstrucción, que en el caso podría ser sencillamente destrucción. Y así andamos, todavía deslumbrados entre las gilipolleces culinarias de esos iconoclastas estrellados. Yo veo a los adrianistas cuales infantes colocados de arrogancia y, lo que es más trágico, de creatividad. No podrá negarse que el siglo XXI parece un patio de colegio abarrotado de genios que se hacen pipí en la cama. Esto en Sips tiene sus derivadas. Por ejemplo, hay carta de cócteles. Así se comenzó a derruir la figura del barman, el que escucha y decide, el hombre medido de las dos o tres preguntas precisas ante un cliente dubitativo. También se perdió un cierto misterio, la fascinante mixtura tras nombres tan evocadores como insondables, dry martini, negroni, manhattan, cosmopolitan, príncipe de Gales.

Pero pisemos el terreno. Mi reciente visita al bar encontró una primera dificultad, estética y épica. En la calle, un grupo de personas aguardaba a ser llamado por la chica de sala y acceder al templito. Me fijé en su humanidad, tenían los ojos rasgados, vestían en Cos y sin duda eran instragramers deglutidores de quinoa y aguacate. Esto lo deduje por la expresión desanimada, la belleza mustia, como de acelga hervida, que imprimen una dieta saludable y la luz del iphone. Para algunos antiguos, la posibilidad de hacer cola en algún sitio resulta cruel. Pero la juventud de hoy está ya conformada en el principio soviético de creerse el protagonista de la Historia y ser, en realidad, un puto esclavo del tinglado. Advenimiento de lo que traerá la agenda 2030, me uní a aquella cola nipona. Pero lo hice con frescura, gozando el sadomasoquismo woke y recordando a Arturo Fernández exclamar “¡renovarse o morir, chatina!”.

Pasado un rato, me dieron entrada. El ambiente era algo lúgubre, mesas muy juntas y música un poco alta, sonaba Blondie. El rollo de esta coctelería tiene dos fundamentos de peso: la cristalería y la clarificación, amén de aquella ostentación creativa antes comentada. En lo que respecta al continente, observé algunas singularidades, notorias en el caso de las combinaciones de autor y mucho más clásicas para otros tragos. Los mismos fundadores del lugar explican, sin mucha mesura, el asunto: “Había una desconexión entre lo que se servía en el vaso y la vajilla [sic] en la que se presentaba. En lugar de complementar la bebida, la vajilla parecía competir con ella. Empezamos a reflexionar sobre esto y rápidamente nos dimos cuenta de que esto era un problema generalizado en el mundo de la coctelería. La vajilla no estaba al servicio del líquido, sino que era solo un adorno más en el proceso de presentación”. Vaya, que sintieron la irrefrenable llamada justiciera, después de cien años de historia del cóctel y cuatro mil de la cristalería. Miren, yo aborrecí el tubo y aborrezco el generalizado pozal de sidra, pero echar un sorbo de su krypta me pareció forzar demasiado las cosas: tres inquietantes hojas de hierbas acariciaban mi nariz mientras ingería el líquido. Una tontería como una catedral, el obligado guiño al cliente voluble. El segundo gran fundamento en Sips es la clarificación, lo cual está bien, las combinaciones aparecen limpias, sin sedimentos y los aromas y sabores están muy definidos.

Sus cócteles son de apenas tres sorbos (sips significa sorbos en inglés): lo que en el dry martini es una regla (no más de tres sorbos y no más de tres copas) aquí se aplica a muchas combinaciones. Usan la roca grande de excelente calidad (como en otros establecimientos clásicos de la Ciudad Condal), aunque no sé si está justificada para tan breve libación. A no ser que seas una especie de oso perezoso, un hombre blandengue, de esos que “se cuidan” o bien una chica que se tira media hora haciéndose selfies junto a la bebida, tal y como presencié. Y es que allí no va uno a beber, ni por consiguiente a emborracharse, actividad muy mal vista por los mandamientos del presente régimen. Los propietarios del bar tienen escrito en su presentación una frase que a más de uno nos hace temblar, evocación terrorífica del sesenta y ocho: “Otra forma de beber es posible”.

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