Trump y el Destino Manifiesto

El interés por Groenlandia se integra en una mitología de frontera en expansión que Trump retomó en su discurso inaugural

Con Trump uno se ha acostumbrado a la paradoja de esperar lo inesperado. El caso más reciente es el de su reivindicación, en rápida sucesión y a unos días de su investidura, de Canadá, Groenlandia, el Canal de Panamá y el derecho a intervenir en México, abiertamente y sin descartar el uso de la fuerza. Es un comienzo fuerte que ha desconcertado a aliados y enemigos.

La aparente contradicción radica en que su America First, América Primero, parecía sustanciarse en un abandono de las aventuras bélicas habituales por todo el mundo para centrarse en la reconstrucción del país y su fortalecimiento interno. El propio historial de su primer mandato, limpio de nuevas intervenciones por primera vez en muchas décadas, parecía refrendar una renuncia al destino imperial. Y ahora, los agresivos mensajes de expansión territorial inmediata parecen contradecir esa visión radicalmente. La palabra clave aquí es “parece”.

La palabra española «límite» viene del famoso limes romano, que suele traducirse abusivamente por ‘frontera’, lo que provoca un gran equívoco. El limes no era, estrictamente hablando, lo que hoy entendemos por frontera, la clara línea imaginaria trazada sobre el terreno en la que acaba la jurisdicción de un estado y empieza la de otro. Porque los imperios no tienen verdaderas fronteras.

Lo que pasa por frontera en un imperio es algo parecido a esas marcas en los muros de un edificio que indican hasta dónde llegó la riada en tal año: mañana puede ser superada. Es solo la constatación de un hecho, siempre provisional, no una línea sagrada que sea ilícito traspasar. Roma no aceptaba que lo que había al otro lado del limes estuviera necesariamente fuera de su jurisdicción, que no pudiera entrar cuando quisiera en el barbaricum en pos de sus intereses.

Lo mismo puede decirse de cualquier otro imperio a lo largo de la historia; de hecho, es lo que diferencia un imperio de un Estado más o menos grande o poderoso: que su alcance es, al menos en potencia, universal. Non sufficit orbis.

América es un imperio, aunque haya sido a menudo un imperio renuente, vergonzante. Incluso su captura del nombre de todo un continente lo proclama.

América es la “nación excepcional” o, en palabras del presidente Barack Obama, la “nación imprescindible”, la “ciudad colocada sobre una colina” de Reagan, porque mientras los Estados nación tout court existen simplemente porque están ahí, los imperios necesitan un espíritu de misión y una condición de pueblo elegido que justifique su condición imperial. Es el virgiliano “Tu regere imperio populos, Romane, memento”, el británico “Britannia rules the waves”.

Desde que se iniciaran los procesos de descolonización en la posguerra, la palabra “imperio” y sus derivados tienen muy mala fama en el discurso público, de modo que la nueva forma de hacer imperio consiste en un uso intensivo del llamado soft power o poder blando (colonización cultural) y, sobre todo a partir de los mandatos de Bush padre e hijo, las “intervenciones humanitarias”, las “primaveras» y las “revoluciones de colores”.

La paradoja es que el propio país, América, nació como reacción a la misma idea de Imperio y en oposición al imperio más poderoso de su tiempo, el británico. Aun así, debe buena parte de su dinamismo y prosperidad a una mitología de frontera en continua expansión, lo que vino en llamarse el “Destino Manifiesto” en el siglo XIX, una especie de ‘mandato del Cielo’ concedido a los estadounidenses para ocupar todas las tierras del norte del continente americano.

Aunque la expresión parece haber sido obra de un periodista, los presidentes de la joven república, desde Thomas Jefferson a James Monroe, hicieron suyo el concepto de expandir territorialmente el país hacia el Oeste.

Era una política obvia. Aunque la modernísima leyenda negra americana, jaleada por el victimismo woke, deplora el ‘robo’ de las tierras de los amerindios, es evidente que si las Trece Colonias hubieran respetado estas tierras las mismas no hubieran quedado por mucho tiempo en manos de cherokis, sioux, seminolas o kiowas, sino que hubieran sido ocupadas por alguna otra potencia europea.

Así los trece estados originales acabaron adquiriendo los otros 37 estados mediante compras, tratados y conquistas bélicas.

La primera expansión fue la del Territorio del Noroeste, creado por el Congreso en 1787. La Ordenanza del Noroeste describió el proceso para admitir un nuevo estado en la Unión y garantizó que los estados recién creados tendrían los mismos derechos que los 13 estados originales.

En 1803, Jefferson impulsó la expansión de Estados Unidos hacia el oeste al comprar 828.000 millas cuadradas a Francia por 15 millones de dólares mediante la Compra de Luisiana. Esto duplicó el tamaño geográfico de Estados Unidos y agregó territorio que con el tiempo se convertiría en 15 estados.

El presidente James Monroe hizo explícito el “Destino Manifiesto” de Estados Unidos en un discurso ante el Congreso en 1823. El Secretario de Estado John Quincy Adams negoció la compra a España de la Florida en 1819 por cinco millones de dólares. En 1842, un tratado entre Estados Unidos y Gran Bretaña resolvió parcialmente un conflicto sobre la frontera entre Estados Unidos y Canadá que incluía el Territorio de Oregón, dividido luego en tres estados. El presidente James Polk ganó sus elecciones de 1844 utilizando el lema “54˚ 40′ o lucha”, en referencia al límite norte.

Polk, aliado del general texano Sam Houston, fue decisivo para conseguir el apoyo del Congreso para declarar la guerra a México en 1846. Dos años después, Estados Unidos derrotó a México en la guerra mexicano-estadounidense, lo que dio como resultado que México cediera el 55% de su territorio norteño mediante el Tratado de Guadalupe Hidalgo. Estados Unidos añadió 525.000 millas cuadradas a su dominio, territorio que con el tiempo engendraría diez estados.

En 1867, el gobierno federal compró Alaska a Rusia por 7,2 millones de dólares, lo que sumó 586.412 millas cuadradas a la expansión occidental de Estados Unidos. Algunos creían que conduciría a la anexión de Canadá. En 1893, la monarquía hawaiana fue derrocada y en 1894 se creó una república. En 1898, Hawái fue anexada a los EE. UU., se convirtió en territorio en 1900 y en estado en 1959. En 1898, Estados Unidos ganó la guerra hispanoamericana y obtuvo los territorios de Puerto Rico y Guam, así como el control de las Filipinas por 20 millones de dólares. Las Filipinas fueron durante un breve período un territorio y una mancomunidad de Estados Unidos.

En 1899, el gobierno federal de Estados Unidos solicitó a Alemania la cesión de parte de las islas Samoa, y el grupo de islas orientales de Samoa Americana pasó a ser el territorio más meridional de Estados Unidos. En 1917, el gobierno federal de Estados Unidos pagó a Dinamarca 25 millones de dólares por casi 134 millas cuadradas de las Islas Vírgenes (Santa Cruz, San Juan y Santo Tomás), un territorio estadounidense.

La última adquisición territorial por parte de Estados Unidos se produjo en 1947, con las Islas Marianas del Norte, las Islas Marshall y las Islas Carolinas. De las tres, solo las Islas Marianas del Norte siguen siendo territorio estadounidense.

Trump parece querer resucitar esa manera tan literal de “volver a hacer grande América”, y con Groenlandia ha elegido un objetivo perfecto. Lo de Canadá suena a simple balandronada destinada a ejercer presión comercial, lo mismo que en el caso del Canal de Panamá. Pero una Groenlandia americana tiene todo el sentido del mundo.

La isla más grande del mundo, que pertenece geográficamente al continente americano, ha sido explícitamente ‘colonia’ danesa hasta la posguerra mundial y, con menos de 60.000 habitantes, está a punto de celebrar un referéndum para acceder a la independencia. Es el ejemplo perfecto de lo que los anglos llaman “fruta colgando”.

Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

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