No seré yo el primero que en estas páginas denuncie el famoso «no tendrás nada y serás feliz» que hace ya cinco años el Fondo Monetario Internacional nos coló en un vídeo algo hortera. Ya hemos leído en cientos de artículos amenazas, fortalezas y demás iniciales del DAFO sobre las predicciones que todas estas instituciones internacionales proyectan sobre nuestras vidas en un futuro no tan lejano. Sin embargo, apenas he podido escuchar nada –salvo por un par de valiosas conversaciones– sobre una de las principales consecuencias que más nos están afectando en la actualidad: la cultura de la suscripción.
La cultura de la suscripción trata de aparecer muchas veces como la solución a nuestra liquidez. Frente a lo inasumible de la propiedad, la suscripción se nos antoja como panacea a nuestros deseos
Entre el “todo es de todos” proclamado fervorosamente por el socialismo y el “todo es de nadie” defendido con cierta perspicacia por los capitalistas, nosotros nos encontramos rehenes de esta conjunción por la que podemos determinar que nada es nuestro. Si un buen amigo decía que el socialismo es la doctrina política más bella de entre todas las falsas, podemos hoy añadir que el capitalismo resulta la doctrina política más útil de entre todas las peligrosas. Porque su funcionamiento, inversamente proporcional, hace que cuanto más tengan los menos, menos tengamos los más. Y así, como Alonso Quijano, habremos de conformarnos con adornar nuestro jubón con brevísimas migas de pan. Esto es, paralelamente tendremos que asumir que nuestra propiedad quede reducida a una mera suma de suscripciones.
Qué es y por qué nos empobrece
De esta forma, la cultura de la suscripción trata de aparecer muchas veces como la solución a nuestra liquidez. Frente a lo inasumible de la propiedad, la suscripción se nos antoja como panacea a nuestros deseos. Si usted no puede comprar un coche, alquile. Si usted no se puede permitir un apartamento, alquile. Si usted no puede comprar un libro, alquile. Todo son migas. Sin embargo, la acumulación de migas jamás podrá sustituir la propiedad de una barra de pan. En definitiva, el hombre moderno vive del renting, del coliving, y del streaming, sin saber que apenas vive. La cultura de la suscripción termina así por evidenciar el desarraigo del hombre. Sin hogar, sin vehículo, y sin dispositivos culturales, el ser humano acaba por perder su humanidad.
La cultura de la suscripción termina por evidenciar el desarraigo del hombre. Sin hogar, sin vehículo, y sin dispositivos culturales, el ser humano acaba por perder su humanidad
Ejemplo de esta dependencia nuestra son los cientos de aplicaciones que diariamente nos recuerdan nuestra falta de propiedad. Me atrevería a decir que uno es capaz, como los españoles de cuando entonces, de pasar del amanecer al ocaso sin apenas utilizar algo en propiedad, siendo rehén de las migajas que caen de otros propietarios. Vemos de esta forma cómo Spotify se ha convertido en la aplicación musical más usada en todo el planeta (donde se nos dosifica la música al antojo de un algoritmo), Kindle y sus treinta días de lectura en línea terminan por desbancar las bibliotecas de cada hogar y así sucesivamente con cada ámbito de nuestra vida. Y esto se debe a un pretendido desarraigo desde las más altas instituciones. Porque no nos engañemos: esta cruzada contra la propiedad no lo es in abstracto; lo es, precisamente, contra nuestra propiedad, como último impedimento del hombre desarraigado. Trataron de quitarnos a Dios desligando al hombre de su faceta más radical. Y ahora, a la deriva en este mar bermejo y amoratado (Bauman lo llamó de una forma parecida), tratan de separar al hombre de sus necesidades más físicas, de su relación con el mundo, que es la relación más humana. Sin propiedad el hombre es menos hombre.
Trataron de quitarnos a Dios (…). Y ahora, a la deriva en este mar bermejo y amoratado (…), tratan de separar al hombre de sus necesidades más físicas. Sin propiedad el hombre es menos hombre
Pequeña propiedad frente a la suscripción
Así, frente a la cultura de la suscripción, que nos dosifica pequeñas cuotas de hogar, cultura, movilidad y demás según la querencia de unos pocos, la pequeña propiedad emerge como bastión frente a la suscripción. Hacer el esfuerzo por comprar –no como síntoma de acumulación o como garantía de Diógenes– terminará por ayudarnos a salvaguardar nuestra humanidad, esto es, a salvaguardarnos. Por eso comprar un libro, poseer discos de música y heredar un piso suponen pequeños alcázares donde ni Davos ni demás agendas supranacionales pueden intervenir. Poseer, hacer nuestro lo que nos pertenece (frente al de todos socialista y al de nadie capitalista), es el comienzo de una larga senda que debemos comenzar a recorrer cuanto antes. Cuanto mayor sea la pequeña propiedad, menor será la grande. Y cuanto más tengamos los más, menos tendrán los menos. Sólo así, con Gabriel Aresti, podremos defender la casa de nuestros padres. Contra los lobos, la usura, y la justicia. «Y la casa de mi padre seguirá en pie».