En el mundo de la Literatura, como ocurre en el mundo de cualquier arte, hay un catálogo más o menos cerrado y definido de sus intocables, de sus protegidos, catálogo que está formado por escritores y obras que han sido declarados superiores, y cuya gloria está certificada como lo puede estar el queso manchego o el jamón ibérico. Cuando entramos en el mundo de la Literatura sus nombres fulgurantes ya están escritos con tinta indeleble, y no se permite discutir su gloria bajo pena de lesa celebridad. Podría pensarse que esta superioridad ha sido sancionada por los propios lectores y críticos a través de los tiempos, y que cierta unanimidad espontánea ha establecido la preeminencia de ciertos escritores y ciertas obras. Yo sería el primero en rendir pleitesía a esos prejuicios de la gloria si se hubieran formado así, naturalmente, y atendiendo únicamente a la calidad literaria, pues no tengo la manía progresista de creer que todos nuestros antepasados estaban equivocados. Pero lo cierto es que no siempre la gloria literaria responde al mérito.
Hay muchas causas por las que un libro o un escritor pueden alcanzar una fama que no está avalada por sus méritos intrínsecos. Circunstancias variadas, intereses pasajeros pueden encumbrar una obra para siempre, fijarla en el firmamento literario con un brillo ineludible. Una vez envueltos en esa reputación, sobre todo si es póstuma, es muy improbable que los escritores y las obras vuelvan a ser considerados imparcialmente.
En un capítulo de un pequeño pero genial opúsculo inacabado, llamado «Six paradoxes à Madame La Marquise de Nav…», Joseph de Maistre trata esta cuestión y analiza algunas de las causas para explicar el fenómeno. Su tesis puede resumirse en el aforismo con el que inicia el capítulo: «Los libros se parecen a los hombres: la protección tiene a menudo lugar de mérito». El interés nacionalista por encumbrar las obras autóctonas, por fabricar apoteosis que aumenten el patrimonio intelectual a ojos del extranjero; el espíritu de secta o de partido, que ve genialidad allí donde ve camaradas, o un valedor influyente, que proteja la obra por alguna razón ajena a su valía, son algunas de las causas que Maistre señala y de las que nos proporciona varios ejemplos, desde Shakespeare a Voltaire pasando por Milton.
Una propaganda bien ejecutada puede usurpar en el hombre la función del gusto estético, puede hacer nacer en nosotros un reconocimiento postizo. La propaganda tiene el poder taumatúrgico de crear prestigio allí donde hay mediocridad, y el prestigio tiene una fuerza capaz de arrastrar el juicio humano y llevarle donde quiere. De este modo, una propaganda, cuando es eficaz, pone a los hombres a hacer cola ante cualquier juntaletras. El nombre del escritor, envuelto en un aura de gloria, es suficiente para despertar en los demás un reconocimiento que no sabría dar razón de sí. Basta que cierta élite promulgue que un escritor es un genio para que una masa de lectores sin juicio propio repita como un loro: «¡genio! ¡genio!» La gloria también tiene sus convencionalismos.
Como he indicado, este fenómeno afecta por igual a todas las artes sin excepción. Puede que nos sintamos más conmovidos ante una pintura de un autor desconocido, o considerado menor, que ante una obra de Da Vinci, pero por lo general nos guardaremos muy bien de confesarlo para proteger nuestra reputación crítica. Puede que una pieza musical poco valorada nos estremezca más que otra considerada como una obra maestra, pero el desdén ajeno cohibirá nuestro entusiasmo. En cuanto al cine, ¿cuántos se atreven a confesar que El Padrino les ha dejado indiferentes, o que La Vida de Brian les parece un bodrio de proporciones épicas?
La debilidad humana extiende este fenómeno a todos los ámbitos, porque el prestigio es el sonajero de los hombres débiles. En los viajes, por ejemplo, no se eligen los lugares por su nombre, sino por su renombre. ¿Se ha impuesto que Ámsterdam es un lugar extraordinario para viajar? Allá que van los perritos falderos de la fama. No importa que al llegar allí encuentren que Ámsterdam, más que un país, es un sórdido burdel al aire libre, y que Cuenca la supera en todos los sentidos. Esta sola palabra: «Ámsterdam», cubrirá con su manto rutilante todos los defectos.
Hacia cualquier esfera de la vida que volvamos nuestra atención, siempre encontraremos la misma debilidad, o mejor, la misma idolatría por las reputaciones.
El lector que se somete al imperio del oficialismo literario, y que sólo se dedica a recorrer una y otra vez el catálogo de escritores y obras con sello de garantía, se está perdiendo uno de los mayores placeres que existen en este sublime ocio de la lectura: el descubrimiento. Existe todo un submundo de autores y obras olvidadas: glorias de un momento caídas en desgracia, genios que nunca llegaron a ser reconocidos, autores malditos sin aura de malditismo. No todos, por supuesto, van a ser de nuestro agrado. Pero cuando encontramos a un antiguo escritor desconocido cuya prosa nos deslumbra, cuyo pensamiento nos asombra, cuya obra nos estremece, entonces al placer de la propia lectura se une el del descubrimiento, y sentimos la misma emoción que experimentaría un arqueólogo al ver aparecer bajo su pincel el esqueleto intacto de un emperador.
Rendirse ante las primeras decepciones es el más común de los errores. Es frecuente que un lector, por alguna referencia marginal sobre un escritor ignorado, pruebe a leerlo, y que, decepcionado por la baja calidad de su escritura, lo abandone y deduzca que los demás escritores desconocidos adolecen del mismo defecto y se encuentran en ese estado de semianonimato con razón. Error grosero, generalización apresurada. ¿Acaso no se decepciona también con algunos escritores consagrados, aunque no lo airee a los cuatro vientos por cierta vergüenza reverencial? Sin embargo, sigue impertérrito el catálogo de los escritores prestigiosos, seguro de que su decepción ha sido una excepción. Si no le gusta Cervantes, pasará a Kafka, si no le gusta Kafka, pasará a Dickens, si no le gusta Dickens, pasará a Dostoyevski, y así seguirá recorriendo el camino trillado hasta que reúna su media docena de escritores favoritos, todos debidamente estandarizados.
Pero de este modo se estará privando de la que podría ser su obra favorita, del que podría ser su escritor predilecto, los cuales esperan en la sombra a ser rescatados de su ignorancia. Sólo hay que tener el valor y la decencia (¡a veces un solo acto satisface ambos!) de recorrer los bajos fondos de lo impopular, de adentrarse en sus suburbios, de acercarse a los escritores que duermen bajo el puente de la Historia, ateridos por la indiferencia póstuma. Quizás allí, en un rincón ignorado, se encuentra lo que buscamos en lugares concurridos.
No estoy diciendo, por supuesto, que haya que caer en el error contrario, y evitar a toda costa los autores y los libros consagrados para dedicarse exclusivamente al submundo literario, al purgatorio de las letras. Esta sería una actitud forzada como su opuesta. Lo ideal es atender a unos y otros, pasar entre ellos como un juez insobornable que no deja que su dictamen se vea afectado por la gloria o la miseria de los encausados. Dando a cada uno lo suyo, y recompensando el mérito allí donde lo encuentra, su biblioteca hará que se codeen mendigos y grandes señores, y esa biblioteca será un testimonio del corazón puro y noble de su dueño.