Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

Una clásica: Horizontes de grandeza

Como buena obra maestra del Western, Horizontes de grandeza, de William Wyler, comienza con una diligencia llegando a los primeros trazos de lo que en el futuro será, si llega el ferrocarril, una próspera ciudad del oeste americano. «Vete al oeste, muchacho, al oeste, en busca de fama y fortuna. Y también de aventuras» parece resonar en las cabezas de todos los que se lo escuchamos decir a James Stewart en aquél otro filme de John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance. Pero aquí quien se apea del coche es Gregory Peck, que hace de capitán de navío retirado y que ni viene en busca de fama, ni de fortuna —pues trae unos cuantos dólares en el bolsillo— ni, mucho menos, a vivir aventuras. Viene al oeste por amor, a casarse y a vivir feliz formando una familia. Cosa que, a mi modo de ver, es mucho más elegante. 

La historia de Horizontes de grandeza es, como obra maestra del género, múltiple y compleja, pero a la vez sencilla. En ella se entrelazan temas y tramas protagonizadas, en este caso, por un puñado de caras conocidas. Gregory Peck, hombre del este y enamorado de Carroll Baker. Ella es la hija de un terrateniente y riquísimo ranchero de Texas, al que llaman el Mayor y que, ambicioso e implacable, tiene un amor propio sólo superado por el odio que profesa a la familia del rancho vecino, los Hannasay, cuyo paterfamilias es Burl Ives; de él dijo Julián Marías, en una vieja crítica, que era como un Sancho Panza para un don Quijote encarnado por Gary Cooper, y a mí me parece muy certero el apunte. Cierran el cuarteto Jean Simmons y Charlton Heston. Ella, mejor amiga de la prometida de Peck y maestra del pueblo, es la propietaria de Valverde, un viejo rancho por el que pasa el rio que nutre de agua a todos los territorios de alrededor y que es la fuente de todas las disputas. Él, lugarteniente y capataz del rancho del Mayor, es un vaquero duro, encaprichado de la prometida de Peck. Eso es, en esencia, Horizontes de grandeza.

Es una película sobre lo que no se ve, sobre los principios de uno, sobre la educación y las líneas rojas que no estamos dispuestos a traspasar, y, sobre todo, sobre el amor

Por otro lado tenemos el escenario donde transcurren estas historias, el último de los protagonistas, quizá el más importante. Unas tierras a las que el genial Wyler, cámara en mano, sabe sacar todo su esplendor panorámico y visual. Grandes llanuras, profundos desfiladeros, cabalgadas de jinetes avanzando y perdiéndose en el horizonte, reses de ganado que cubren el campo y se acercan, sedientas, al preciado rio se muestran con la grandeza a la que hace referencia la traducción del título en nuestra lengua. The Big Country, reza en inglés. «Cuando sepas dónde poner el horizonte, entonces serás cineasta», le dijo una vez Ford a Spielberg. Y Wyler sabe, como digo, dónde poner el horizonte y dónde poner la grandeza. Una grandeza de la tierra que, enmarcada en una de las mejores bandas sonoras de la historia, sólo se ve eclipsada por la de las acciones de algunos personajes y la de sus valores. Especialmente los de un Gregory Peck que, siendo todo moderación y racionalidad, y aun sabiéndose fiel a su escala de valores, descubrirá que eso del oeste es otra cosa y que allí uno difícilmente puede continuar vistiendo la civilización y los modales. Pero Peck sabe lo que le importa y, cuando llega el momento, lo demuestra. 

William Wyler hace magia con el cine al transmitirnos toda la profundidad del sentimiento sin la explicitud de un beso

Hay muchas cosas que decir sobre Horizontes de grandeza y muchos motivos para ponérnosla ahora mismo, pero, como estos artículos de Una rara, una clásica y una moderna son algo personal, y no sólo negocio, permítanme hacerles notar, antes de ponerse manos a la obra, que esta es una película sobre lo que no se ve, sobre los principios de uno, sobre la educación y las líneas rojas que no estamos dispuestos a traspasar, y, sobre todo, sobre el amor. Y ya saben que en esto del cine hay tantas formas de narrar el amor como amores posibles. La elegida por el director, esa decisión de no mostrarlo, de no hacer que salte a la vista es, sin duda, una de mis favoritas. 

Definitivamente, Wyler hace magia con el cine al transmitirnos toda la profundidad del sentimiento sin la explicitud de un beso, sin las caricias y los comentarios que le son propios, sin nada que lo evidencie. Ciento sesenta y pico minutos de contención. Y que, a pesar de ello, no dejemos de sentirlo: esa es la magia. Y es que Horizontes de grandeza está llena de las cosas que no es necesario ver porque, sencillamente, se sienten. Aunque de las que sí vemos yo me quedo con esa mirada final entre Simmons y Peck, esa que se lanzan cuando ven en el horizonte el que va a ser su hogar: Valverde. Esa manera de mirar tan llena de ternura, de cariño y de amor que uno tiene cuando sabe que ha tomado la decisión correcta, que está donde tiene que estar, con quien debe estar y que, si Dios quiere, todo irá bien. Qué forma tan maravillosa de narrar el amor.

Más ideas