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Una clásica: La gran evasión

Por todos es conocida la obligación que uno adquiere con su ejército y su patria al alistarse para combatir al enemigo en tiempos de guerra civilizada

Cuenta David Cerdá en las primeras páginas de su Ética para valientes (Rialp, 2022) la historia del capitán del ejército británico Robert Campbell, cuya unidad, cercada y derrotada por el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial, fue hecha prisionera y trasladada a su correspondiente cautiverio. Dice David, y así fue, que una vez en ese campo de prisioneros Campbell se entera de la enfermedad terminal que padecía su madre y escribe una carta al káiser Guillermo interesando un permiso para pasar las siguientes semanas fuera del aprisionamiento, bajo palabra y promesa de regreso al mismo, pasado ese tiempo, para seguir cumpliendo condena hasta que o bien llegase el fin de la guerra o bien tuviera éxito una intentona de fuga, lo que ocurriese antes. El capitán Campbell habiendo recibido autorización para ello del káiser fue y volvió de su Inglaterra natal demostrando con su acción que, ante todo, uno tiene que ser caballero y cumplir con la palabra dada. Pacta sunt servanda, se recita en el derecho civil, lo pactado es ley entre las partes. Qué poco se recuerda eso hoy en día.

Por todos es conocida la obligación que uno adquiere con su ejército y su patria al alistarse para combatir al enemigo en tiempos de guerra civilizada; ese tipo de guerras que el cine que tanto nos gusta se ha encargado de mostrarnos de manera romantizada. Y, entre todas esas obligaciones que se asumen con el alistamiento, esta esa orden y compromiso —no siempre explícito o escrito—, de que en caso de cautiverio se ha de intentar con todos los medios al alcance lograr una fuga del encierro; se ha de procurar conseguir, por así decirlo, con mayor o menor grandeza, la evasión. Y, como no puede ser de otra forma, un compromiso tiene que ser cumplido y la palabra dada satisfecha. Y precisamente de ese cumplimiento hay mucho en La gran evasión, de 1963, dirigida por John Sturges. Ya desde el momento en el que el comandante Ramsey, del ejército británico, al ser presentado al coronel von Luger, máximo responsable del campo de prisioneros Stalag Luft III al que son trasladados esos soldados presos expertos en fugas, expresa la máxima referida y las intenciones de sus hombres recién llegados: «Es deber ineludible de todos los oficiales intentar la evasión. Si no pueden, su deber entonces es obligar al enemigo a utilizar el mayor número de tropas en su custodia, inquietándoles sin tregua y creándole problemas con el empleo de toda su habilidad».

Pero La gran evasión tiene dos partes bien diferenciadas: esta primera, que es la evasión propiamente dicha y que se ve cumplida con el magistral plan trazado dando comienzo a la segunda parte del filme: la huida de los setenta y tantos escapados. Y es en esta segunda parte donde nos encontramos con sus historias hasta encontrar o bien una salvación cruzando la frontera, o nuevamente rumbo a la prisión o, sin ánimo de spoiler, como acostumbro a decir, encontrándose con la muerte. Y es esta segunda parte, también, la que nos plantea ese otro universal del que quiere hablarnos la película, que no es, ni más ni menos, que mostrarnos el mundo tal y como es, como un repertorio de las facilidades y las dificultades, de las suertes y desgraciadas, de las habilidades y torpezas, y de la lucha para sobrevivir en este mundo en el que unos viven y otros mueren. Una huida que es, en cierto modo, el reflejo de la vida misma. Claro que con mejor banda sonora.

La gran evasión puede ser contemplada y comentada desde muchos puntos de vista, es indudable, una historia de compañerismo entre compañeros que son un plantel hollywoodiense de alta consideración (McQueen, Garner, Attenborough, Coburn, Bronson, Pleasence…), humor, ironía, clase —debida principalmente a la preeminente presencia de Steve—, y emoción. Pero es, sobre todo, una película de valores a la que, en sus ciento sesenta y ocho minutos de metraje, ya no es que no le falta nada, cosa que no es difícil, vista su duración, sino que no le sobra nada, ni un minuto. Esa es la maestría. Y entre esos minutos rodados se cuela esa secuencia de Steve McQueen huyendo en moto —que, por cierto, era una Triumph TT 650 y no una BMW como las originarias de la Werhmacht—, que ha engrosado con justicia las listas de las más célebres escenas del séptimo arte, aunque mi favorita sea, sin lugar a dudas, en la que vemos a James Coburn leyendo el periódico en una terraza de París.

Hubo, hay y habrá cierta tendencia a despreciar y desdeñar este tipo de cine de acción o de aventuras como cine para jóvenes o de puro entretenimiento. Creo que ese prejuicio es propio de pedantes que caen realmente mal y a los que, por cómo funcionan las cosas, se les da cierta relevancia o autoridad intelectual. Yo pienso todo lo contrario y, careciendo de toda esa autoridad, digo aquí y ahora que películas como La gran evasión, además de todo el entretenimiento que nos dan, suponen una lección de valores rodadas en Technicolor que lo mismo nos enseñan unos principios e ideales a tener, que una melodía a silbar.

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