Si la patria de un hombre, como suele decirse, es su infancia, para mí, y sospecho que para muchos de ustedes también, hay algo de patria en Lawrence de Arabia. Porque David Lean y sus películas son el Cine, con mayúscula. Y es que puede que lo más parecido a la Ilíada, a la Odisea y a las grandes epopeyas clásicas sean estos poemas visuales que nos dejan las súper producciones cinematográficas. Esas nos cuentan historias grandes y pequeñas haciéndose al mismo tiempo, historias de sociedades y de individuos. Lawrence de Arabia es un poco todo eso, la vida de un solitario filmada a escala absolutamente épica y enmarcada en todo el peso de la historia, rodada con perfeccionismo, minuciosidad y cuidado del detalle. Este clasicazo que es Lawrence de Arabia nos grita que si el cine se inventó fue para contarnos con imágenes narraciones de esta amplitud, cuentos que se quedan grabados en nuestras retinas por los siglos de los siglos, amén.
La historia de Lawrence de Arabia no se basa en escenas de grandes batallas o en un melodrama de guion, sino en la capacidad de su director para imaginar cómo sería ver aparecer una mota en el horizonte del desierto (casi como si Lean quisiera atrapar con la cámara un espejismo) y cómo ese amago de alucinación se convierte lentamente en un ser humano; y cómo hacer que por ese ser humano, que al principio te cae hasta mal, unas tres horas después sientas verdadera devoción. Yo, viendo la espectacular presentación de Omar Sharif a Peter O’Toole en la pequeña pantalla de mi televisor, no puedo evitar imaginarme cómo habría sido ver su estreno en la gran pantalla de un cine de los 60, inclinándome hacia delante y esforzándome, como harían todos los espectadores de la sala, por distinguir un detalle, una figura, un rostro, entre esas olas de calor arenoso. Experimentando, en fin, en esta ficción que es el cine, algo casi fisiológico: el calor, la dureza, la inmensidad y la implacabilidad del desierto.
Hay en Lawrence de Arabia una combinación entre la grandeza y la intimidad, entre la amplitud de plano que permiten los 70 mm del Super PanaVision y la confidencia de un primer plano. Hay algo magnifico en su metraje, de 222 minutos de duración nada menos, que intercala ese contarnos alguno de los momentos estelares de la humanidad, alguna de las historias de las personas que hicieron historia, con los instantes de intimidad, de crisis, de alegría, de ruptura, de honda depresión, en fin, de emociones que nos demuestran que el Maestro Lean era diestro en el cine de miradas y que poseía un docto y profundo conocimiento de lo que es la condición humana. Aunque eso ya lo había demostrado mucho antes en su Breve Encuentro (1946), en su Amigos apasionados (1949), en su Locuras de Verano (1955) o, de forma más similar, en El puente sobre el rio Kwai (1957).
En Lawrence de Arabia nos encontramos con esa contradicción y esos sentimientos encontrados que son la vida misma y que los grandes de la literatura ya nos habían advertido. No puedo dejar de ver en sus personajes otros muchos, muy queridos para mí, de muy diversos orígenes. Pienso, por ejemplo, en el parecido de Lawrence con ese bribón y antihéroe que es el Harry Flashman de las historias de George MacDonald; o con los pillastres, bribones, caballeros y soldados Peachy Carnehan y Daniel Dravot de la historia El hombre que pudo ser rey, de Kipling y Huston; le escucho decir ese «que todo cambie para que todo siga igual» del príncipe Fabrizio Salina, alias Burt Lancaster, en El Gatopardo de Visconti; puedo, por momentos, ver en el azul de los ojos de O’Toole la mirada vengativa y resentida de capitán Ahab, encarnado por Gregory Peck, en el Moby Dick, también de Huston. Y puedo ver claramente en la vida de Lawrence de Arabia ese primer plano de Ethan Edwards en Centauros del Desierto, de John Ford, que es historia del cine. Ese en el que John Wayne, almohazando su caballo y con barba de unos días, lanza su mirada fuera de la cámara, a lo que hay detrás del objetivo, para salirse de la pantalla. Ese que sin decirnos nada nos lo dice todo sobre un hombre solitario que busca sin encontrar. Esa mirada azul de Wayne es en Lawrence de Arabia la de O’Toole, un mirar sin mirar, un mirar de centauro, que nos cuenta todo.
Cuando hablo con mis amigos sobre una película tengo la mala costumbre de preguntarles cuál es su escena favorita. Es un hábito un poco maleducado, si lo piensan, porque ponemos al preguntado en un auténtico compromiso pues, si la película es buena, es realmente difícil elegir un fotograma. Además, suele ocurrir que cuando luego te marchas a casa recuerdas otra que, gustándote mucho más que la elegida, deberías haber dicho. Pues, poniéndome a mí mismo en ese aprieto, me lanzo la pregunta y escojo esa escena en la que Peter O’Toole debe regresar a El Cairo atravesando la península del Sinaí, como antes hizo Moisés. Y más concretamente me quedo con ese plano en el que, habiendo ya superado el desierto, nos muestran como nuestro héroe se topa con una duna sobre la que ve moverse una extraña estructura: el puente de mando de un gran carguero. Barco que, por otra parte, y gracias a la magia del cine y del montaje, se nos aparece navegando sobre las arenas. Con el Canal de Suez hemos topado, y de esa magistral forma nos lo muestra Lean.
Creo que ya se me han ocurrido tres o cuatro escenas más que elegiría como favoritas, pero, en fin, esas quedan para otra vez. Pero déjenme que les diga, una vez más, que tiene que haber algo realmente grande en esta película si cuando uno sueña con ser director de cine y tener un despacho en Hollywood en cuyas paredes lucen colgados los carteles de sus obras maestras, imagina que uno de ellos es el de Lawrence de Arabia ilustrando a O’Toole a camello, al frente de una larga columna de rebeldes árabes, cargando contra sus enemigos. Y es justicia que así sea.