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Una elegía que elige

Que J. D. Vance (Ohio, 1984) se presente a las elecciones al Senado que se celebrarán el próximo martes, 8 de noviembre, tiene una sustantiva significación política. Este candidato del Partido Republicano iba el último en los pronósticos de las primarias hasta que Donald Trump lo apoyó, a pesar del trumpismo confeso de los otros dos candidatos. Eso lanzó su candidatura a la victoria. De modo que ahora, en las elecciones, el peso de Trump también está en la balanza. Y viceversa: Trump se ha retratado ideológicamente al haber apostado por Vance, provida sin resquicios, firme partidario de la familia (propuso el voto familiar, esto es, que tuviese en cuenta el número de hijos menores de cada votante) y reciente converso al catolicismo.

Consciente de todo lo que está en juego, he vuelto a ver la película Hillbilly, una elegía rural (Ron Howard, 2020). Es una adaptación muy fiel del libro autobiográfico de J. D. Vance Hillbilly Elegy (2016), que fue un best-seller de significación política, porque retrataba la América profunda a la que apeló —con éxito— Donald Trump.

El máximo común denominador es la angustia ante la pérdida de un mundo rural, familiar, comunitario, con raíces

La película se ve muy bien, y funciona como narración, a pesar de que su principal propósito es contar fielmente la vida de Vance y su familia. Impresionan, en este sentido, las fotos de él y de su familia real que salen en los créditos. El parecido con los actores de la ficción es asombroso. Más allá del alarde en la elección del reparto y en la caracterización, es una declaración de intenciones de fidelidad milimétrica a la verdad.

Por tanto, conviene —también para ver la película cómo quieren sus autores— fijarse en su fondo. Tiene confluencias con Feria, de Ana Iris Simón. En ambas obras late, desafiante, una elegía autobiográfica de la vida local y de la vieja clase media que no se resigna a desaparecer. Tampoco hay que olvidar la película de Carla Simón Alcarràs (2022). Ni Minari. Historia de mi familia (Lee Isaac Chung, 2021) Estamos, si uno hace recuento, ante lo que puede ser uno de los temas de nuestro tiempo.

Con independencia de las diversas ideologías e intenciones de estos creadores y de otros, el máximo común denominador es la angustia ante la pérdida de un mundo rural, familiar, comunitario, con raíces. Se pierde por razones económicas y también culturales; y todas se denuncian sin pelos en la lengua.

Esa angustia ha sido, primero, ignorada; después ridiculizada, y últimamente es atacada por nostálgica. ¿Nostálgica? Vale, y qué. En una reciente entrevista, la novelista iraní Parinoush Saniee, autora de Los que se van, los que se quedan ponía los puntos sobre las íes: «Que este sentimiento sea positivo o negativo ya depende de sus vidas [de quienes la sienten]. A veces la nostalgia es el motor para relacionarse con la patria. Esta relación también es muy importante y positiva».

Lejos de ser un narcótico, la nostalgia se ha convertido en un arma cargada de futuro

Aquí es donde la novela (y la película) de Vance ofrecen su lección más poderosa. No retratan en absoluto un mundo idealizado, aunque aún quedan retazos y destellos de la vinculación con las montañas de los Apalaches y del maltrecho pero resistente código de valores familiares, representado por la abuela, sobre todo. En esta familia destrozada que, a veces, ha de comer de la beneficencia, hay sin embargo un orgullo aristocrático, pues descienden de los pioneros. Ese orgullo les sostiene. No es un dato menor, aunque la película lo trate con pudor. Sin pudor se retrata la desintegración familiar, la falta de perspectivas, la droga y la marginación. Sería un disparate decir que Vance idealiza nada.

Pero no lo desprecia. Ni quiere escapar de ese mundo, como podría haber hecho perfectamente gracias a sus estudios de Derecho en Yale y a su matrimonio con una exitosa compañera de estudios. Es la clave de la película: muestra a las claras la épica del rescate que sostiene todas estas obras comunes. Que el título de «elegía» no nos engañe. La actual carrera política de Vance, incluso su conversión y, desde luego, su defensa de la vida y de la familia a pesar de todo, están ya in nuce en la película. Uno de sus valores artísticos consiste en mostrar muy bien (muy biográficamente) por qué y para qué una persona puede comprometerse en política. Movido por el agradecimiento, irritado por los errores, rebelde frente al abandono y espoleado por la esperanza. Lejos de ser un narcótico, la nostalgia se ha convertido en un arma cargada de futuro.

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