La muerte está muy presente en mi vida, tanto en lo personal como en lo profesional. He perdido, a mis 38 años, a mi padre, abuelos, tíos-abuelos, amigos y pacientes. No es una cuestión a la que me haya habituado, pues duele, desgarra, y por momentos he considerado injusta. Con cada muerte que he vivido y he acompañado veo cómo se ha ido instaurando, en líneas generales, una desconexión con la muerte, tanto en el individuo como en la sociedad. Cuando se presenta la muerte, la gente no sabe estar ni acompañar: es habitual evitar a los dolientes, caer en tópicos intentando justificar la muerte con frases hechas del tipo “ahora está en un lugar mejor” o “ya ha dejado de sufrir”, incluso se hace como si no pasara nada en un intento de “animar” y volver a la “normalidad”; menos aún se sabe trascender este acontecimiento. Se vive una cotidianeidad donde la muerte es muy lejana y ajena a las vidas. Quizá esto atienda a una desconexión con la vida, con lo comunitario —que no colectivo—, con lo amical y familiar. No deja de ser llamativo pues, como bien señala José Antonio Marina en su Anatomía del miedo, «el hombre es el único animal que nace sabiendo que va a morir».
Decía Confucio que todos tenemos dos vidas. La segunda empieza cuando nos damos cuenta de que sólo tenemos una y así es. Cuando tomamos conciencia del hecho de la muerte como el final de la vida todo adquiere una nueva dimensión. Sin olvidar que nunca morimos solos, porque al fallecer se muere en los demás algo en relación contigo. Es una muerte en común. Es más, salvo en términos figurados, nadie puede decir de sí mismo que ha muerto. Son los demás, son los otros quienes pueden referirla. Entonces, ¿por qué morimos cada vez más solos? ¿Por qué tan sólo se conceden 3 días por fallecimiento, mientras que 15 días por matrimonio? ¿Hasta qué punto la muerte es, en realidad, un acontecimiento que afecta y alude a lo común? ¿Qué dice de nosotros y de la comunidad cuando nos duele (o no) una pérdida?
Según datos del INE, en 2023 fallecieron en España 433.163 personas (cifras similares en 2021 y 2022). De esas muertes, en torno al 60% corresponden a personas mayores de 80 años y alrededor de unas 1200 corresponde a menores de 9 años. Más del 80% mueren en instituciones sanitarias, a pesar de que en éstas no se dan las mejores condiciones para morir en paz y en compañía, pues en el interior de los espacios hospitalarios y sociosanitarios se reproducen las mismas actitudes que la sociedad en general mantiene con la muerte: evitación y aislamiento. Cifras que nos dicen el número de muertos, pero no los vemos.
El hecho de fallecer con más de 80 años podría verse como un logro de la humanidad, pues se ha incrementado la esperanza de vida. Y es así, es todo un logro. Sin embargo, incrementar la esperanza de vida en países desarrollados penaliza de alguna forma el concepto de envejecimiento con un marcado peso de discriminación y estigma social. Nuestros mayores mueren en situaciones de precariedad, inequidad y exclusión y esto es porque se ha construido como norma social el ser indiferentes y permanecer ajenos e inmóviles ante el ser humano mayor que muere. Con echar un vistazo a la prensa podemos ver que cada vez es más habitual noticias del tipo “encuentran muerta a una persona de 80 años, dieron el aviso los vecinos por el mal olor”. ¿Acaso nadie le echaba de menos hasta ese instante que pasó a “molestar”? Ese tipo de noticias evidencian que normalmente se produce la muerte social de la persona antes de que se produzca la muerte biológica y esto genera, a nivel colectivo, una visión traumática del proceso de morir que nadie quiere para sí, y por eso se prefiere soluciones que permitan mantener el control, como la eutanasia. Aunque la eutanasia debería ser, como apunta Diego Gracia en su Bioética mínima, «un curso extremo que no puede justificarse moralmente más que cuando han fallado o no son de aplicación los cursos intermedios». La realidad es que nos hemos ido separando del concepto de muerte y, por ello, nos hemos separado de nuestros muertos. Es como si la muerte se sintiera como un fracaso y no como algo consustancial al hecho de vivir. Unido a ello, se está pasando por alto la calidad de vida al canalizar los recursos hacia la supervivencia biológica.
La soledad dolorosa, de la que ya hablé en otra ocasión, el dolor asociado a no importarle a nadie, el freno a la autoexpresión, la desidia “existencial” y el miedo a verse reducidos a un estado completamente dependiente son problemas clave que están presentes en las personas mayores que, sin estar gravemente enfermas, llegan a sentir el “deseo” de poner fin a sus vidas. Estas cuestiones son abordadas en la película Plan 75 (Chie Hayakawa, 2022). Un intento de mostrar una distopía que discurre sobre uno de las mayores miedos de la sociedad: hacernos mayores. Esta película japonesa reflexiona sobre la eutanasia en una sociedad en la que se deja de ser útil. Ante el envejecimiento de la población, Japón aprueba que los mayores de 75 años, aunque no tengan ningún tipo de enfermedad, puedan inscribirse en un programa para morir y así dejar un mundo con menos cargas, más dinero y juventud. A cambio, estos mayores reciben 1.000 dólares para gastar antes del momento en sí. Pretende ser —considero que no consigue apretar las teclas correctas siempre— una advertencia moral de los lugares oscuros a donde nos puede llevar una sociedad basada en el desprecio a los más débiles y que banaliza el envejecimiento y la muerte.
La realidad es que aceptar nuestra mortalidad y pensar en un fin definitivo siempre ha sido un tema perturbador y complejo. Negarlo, hacer como que no ocurre, es una condena mayor… a muerte. Evadir la muerte, rechazarla, tiene un precio muy alto pues se deja de contar con las herramientas para poder confrontarla, comprenderla y aceptarla cuando llega. Ana Carrasco Conde, en su ensayo La muerte en común. Sobre la dimensión intersubjetiva del morir, comparte las herramientas de pensamiento para mirar dentro de uno mismo y ver y comprender el vacío de la pérdida de alguien fundamental en la constitución del “yo”. Explica que la muerte de alguien la viven los otros, con lo que la experiencia es compartida y colectiva. En palabras de ella, «quizá no hay nada nuevo que decir sobre la común mortalidad, pero sí hay algo que decir sobre lo común de la constitución de nuestra vida. Somos seres intersubjetivos por mucho que nos empeñemos en desgajar un prístino yo del conjunto. Uno no es nunca un sí mismo puro y cristalino. Los otros significativos se convierten en hilos que, trenzados, componen quienes somos y cuya pérdida nos deshoja».
A lo largo de nuestra historia, el fallecimiento de una persona se vivía como un acto social de encuentro. Las exequias no consistían en un mero acto de despedida, sino en una forma de cuidar una herida común. Los ritos funerarios tenían como función fundamental, tal vez inconfesada, aliviar, consolar y revitalizar a los dolientes. El banquete funerario significaba el desquite de la vida ante la muerte, pues comer juntos era un acto social dirigido a fortalecer y reunir a la comunidad. La función del luto consistía en codificar la tristeza y su expresión, ya que con el luto se ritualiza los afectos encarnándolos en lo social. Como explica Ana Carrasco Conde, se vestía de negro porque era el color de la curación, mientras que el blanco augura la muerte pues los cadáveres son amortajados con un sudario de este color. El uso de ese modo de los colores ponía de manifiesto que, en una muerte, quien ha de curarse es la familia y la comunidad, precisamente porque en ella se ha abierto una herida. Todos los rituales en torno a la muerte son pasos necesarios para, por un lado, no olvidar y, por otro, para no caer en estados patológicos ante la no superación de la pérdida. En el mundo antiguo, griego y romano, que es el que aparece en el libro de Ana Carrasco Conde, los ritos de nacimiento y fallecimiento son paralelos, por eso hay una estrecha cercanía entre los cantos infantiles (nanas) y los cantos fúnebres (nenias). No se trataba de infantilizar a los dolientes, sino de prestarles ayuda en un momento de desprotección y desamparo. Los cantos rituales iban dirigidos al fallecido para despedirlo adecuadamente, a la familia para dar su nuevo lugar en la comunidad, para que pudiera recomponerse y “limpiarse” después de haber establecido contacto con la muerte, y para la comunidad misma que se refuerza y reconstituye cuando uno de sus integrantes ha fallecido. Hoy en día se han perdido estas tres dimensiones: no hay cuidado. Lo que sucede en el fallecimiento se ha convertido en un trámite que hay que hacer cuanto antes. El ritual carece de lugar porque requiere un tiempo que ya no se quiere dar. De esta forma, se ha eliminado el elemento performativo que tiene hacer ciertas cosas para despedir al difunto y para que la comunidad haga más fuerte sus vínculos y no deje a nadie solo. Para ello es necesario tiempo, pues el duelo y el cuidado no se hacen ingiriendo pastillas o con mensajes de texto de condolencia.
Ya identificó Louis-Vincent Thomas en su ensayo La muerte. Una lectura cultural (1991) que la muerte ha experimentado una desocialización porque los moribundos y sus allegados se ven abandonados por la comunidad, instaurándose una profesionalización por la cual todo lo que tenga que ver con el cuidado del difunto se delega en profesionales. En otro tiempo la gente moría en su hogar, rodeada de sus familiares. Hoy ya no es así porque, entre otras cuestiones, las dimensiones de los hogares se han reducido, hay un predominio de la familia nuclear y porque morimos en instituciones —tecnificación de la salud—. Acompañar al agonizante, amortajar el cadáver, velarlo, recibir visitas de pésame son cosas que, hoy en día, ya no son llevadas a cabo por las familias y la comunidad. El fallecimiento se ha convertido en un acto que huele a hospital, toma la figura de sofá tapizado en un tanatorio y adquiere forma de palabras y tópicos de consuelo. Todo se reduce a una visita al tanatorio o al momento de la cremación y del enterramiento, cuando hace poco la comunidad se sincronizaba para acompañar a la familia en los lugares comunes donde sí se siente la ausencia.
La experiencia de la muerte es desorden y disgregación, por ese mismo motivo los rituales ayudan a la reorganización. Como recoge Ana Carrasco Conde, si todas las sociedades documentadas tienen sus rituales de duelo, que incluyen manifestaciones públicas, se debe a que proporcionan un marco simbólico por el cual adquirimos la capacidad de nombrar acontecimientos que nos desbordan. Porque no se trata tanto de recuperarse de la pérdida, sino de encontrar un camino para hacer que esa pérdida sea una parte fecunda de la vida y no el todo de nuestra existencia. Sin embargo, la vida urbana, con sus exigencias relativas al tiempo, el espacio, la rentabilidad y el lucro, y la reducción de la familia al grupo nuclear (pareja e hijo), ha modificado apreciablemente los ritos funerarios. Éstos sufren, sobre todo en Occidente, el embate del modernismo: simplificación, desaparición y privatización. Tal es la decadencia que el difunto queda relegado en beneficio de los sobrevivientes, a quienes se protege a toda costa del dolor y de la incomodidad. Se relega la muerte, tolerando sólo la misma en forma de imágenes en los medios de comunicación y redes sociales digitales, imágenes que incluso atraen. La muerte de aquellos que nada tienen que ver con nosotros y que vemos a través de las redes sociales la percibimos como espectáculo y la consumimos como contenido. Susan Sontag ya advirtió de la espectacularización de la muerte: pensamos que es algo que no tiene que ver con nosotros (desrealización) y lo vemos como una película que, aunque sabemos que es real, tratamos como una ficción (despersonalización).
Me es inconcebible que vayamos por el camino de tratar a los muertos como residuos tóxicos que hay que eliminar rápidamente a favor de la efectividad de la vida; sin embargo, la pérdida de rituales, la ausencia de tiempo para el duelo —por no ser un tiempo productivo—, el hecho de pasar cuanto antes ese momento para volver a la normalidad son muestras sólidas del camino que andamos. Hoy en día, los muertos no sirven de nada y la muerte es una irrupción en la vida, prueba de ello es que a los muertos se los descuida y a la muerte se la aparta de la vida o se la convierte en un negocio. Se está eliminando la posibilidad de reconstrucción, readaptación y asimilación necesarias para integrar la muerte como parte de la vida. Hasta tal punto que no tenemos representaciones de la muerte porque las hemos invisibilizado; la muerte siempre ha aparecido bajo distintas figuras según la época histórica: el hermano de Hypnos, la bruma sobre los ojos, el hombre encapuchado con la guadaña, el ángel de la muerte. Hoy la representación de la muerte en el cine contemporáneo, aunque diversa, tiende cada vez más hacia el concepto de «la nada» o el vacío existencial, abordándola sin garantías ni consuelo. Mientras que «las figuras concretas, al tener una silueta, podemos manejarlas y pensar en ellas, la imagen de la nada se nos presenta inabarcable y como no sabemos hacer nada con ella, la bloqueamos» (Ana Carrasco Conde). Y yo me pregunto, ¿qué nos sucederá como sociedad que no sabemos hacer el duelo? ¿Qué impacto tendrá la desaparición de los rituales compartidos y el acortamiento del tiempo que nos damos para, individualmente, superar esta vivencia?
La muerte es cotidiana —sin embargo, siempre parece lejana—, natural —pero se presenta como una agresión—, aleatoria —aunque las ciencias hacen por estimarla— y universal —pero, al mismo tiempo, también es única. La muerte es horrible porque separa para siempre a los que se aman, porque es el instrumento de todos los poderes; sin embargo, también es fascinante porque renueva a los vivos e inspira (casi) todas nuestras reflexiones, nuestras obras de arte. No deja a nadie indiferente. Aprendamos a vivir con la muerte y no a pesar de ella, a transitar la vida bajo la atenta mirada de la muerte. Celebrar la vida no niega el dolor por la muerte, pero hace ver que lo que una persona es no se agota en el dolor que inicialmente nos deja. Enric Benito nos recuerda, en su libro El niño que se enfadó con la muerte, que hay una profunda humanidad que las palabras no pueden contener y que solo a través de la experiencia es posible acoger, integrar y vivir. Cuando falleció mi padre, un ángel de la guarda me dijo: recordar lo mejor de tu padre es celebrar su vida. Desde entonces, con cada pérdida he celebrado la vida.