Una mejor guerra

Lecciones sobre Ucrania de la Guerra de Vietnam

El 30 de abril de 1975, el último helicóptero estadounidense despegó del tejado de la embajada en Saigón. Fue un momento histórico, inmortalizado en vídeo: después de dos décadas de soporte militar y una década de operaciones militares sobre el terreno que dejaron 58.000 muertos estadounidenses y quizás dos millones de muertos vietnamitas, Vietnam se reunificó después de la caída del pro-occidental régimen del sur.

Una evaluación cínica de la Guerra de Vietnam sería que fue un gran despliegue pirotécnico con muerte y destrucción que no tuvo mayor impacto internacional: en lugar de dos Vietnam, ahora solo hay uno que, como China, se llama a sí mismo comunista sin realmente serlo, más allá de que gobiernen comunistas sobre una economía capitalista. Esta evaluación implicaría que la Guerra de Vietnam, aún siendo más costosa para EEUU y sus aliados, no fue tan diferente de las dos décadas de ocupación de Afganistán, que acabaron con los Talibanes de vuelta en el poder en 2021.

Vietnam, de este modo, podría calificarse como la primera gran guerra imperial estadounidense. En Corea en 1950-1953,  EEUU fue solo la parte principal de una fuerza de la ONU empoderada por resolución del Consejo de Seguridad para expulsar a los comunistas de Corea del Norte del territorio de Corea del Sur; para cuando el conflicto de Vietnam llegó a la ONU, la Unión Soviética no volvió a caer en la trampa y se aseguró de que no hubiera resolución; así que EEUU intervino, no como adalid internacional, sino como parte interesada en el conflicto, aliada del gobierno de Vietnam del Sur: como hizo España, enviando unas decenas de enfermeros, ya que Francisco Franco se negó a hacer más.

Franco no hizo más, a diferencia de otros olvidados aliados de EEUU en Vietnam que enviaron cantidades significativas de tropas, como la propia Corea del Sur y Australia, porque entendió inmediatamente que Vietnam era una guerra perdida en la que a España no se le había perdido nada.

Tres décadas después, José María Aznar involucró a España en la ocupación de Irak (ilegal con las normas de la ONU en la mano) y la de Afganistán (legal y autorizada por el Consejo de Seguridad) y no sacó más que muertos: ni España ganó nada con sus sacrificios, ni perdió nada cuando José Luis Rodríguez Zapatero sacó a las tropas de Irak. Hoy en día, pocos en Washington pueden recordar qué aliados les prestaron tropas y cuáles no, y a nadie le importa. La memoria imperial funciona como la de los columnistas deportivos, y lo que siempre cuenta es el último partido.

La aventura de Vietnam fue una ocurrencia desde el principio. John Fitzgerald Kennedy se metió en el lodazal a fondo, en parte impulsado por el entusiasmo de una CIA que se había venido arriba con sus exitosas intervenciones clandestinas en Hispanoamérica.

Pocas semanas antes de su propio asesinato, JFK autorizó el golpe de estado que acabó con el del presidente de Vietnam del Sur, Ngo Dinh Diem. Ese golpe, completamente desastroso, dejó al país en manos de una serie de generales de dudosa habilidad; aparte, nos ofreció mi teoría conspiranoica favorita para explicar el asesinato de Kennedy: que fue un grupo de survietnamitas quién mató al presidente estadounidense, en venganza por la muerte de Diem.

Poco antes de ese segundo asesinato, Kennedy pudo haber contemplado una retirada total de Vietnam, como han alegado desde entonces sus fans; en todo caso, al quedar la presidencia en manos de un tipo poco conocido por el gran público, Lyndon Johnson, lo más fácil para el nuevo presidente fue seguir la inercia y, en 1965, meter a EEUU de lleno en la guerra, con el fin de evitar una victoria comunista en Indochina.

Los tres años siguientes fueron un desastre culminado en la Ofensiva del Tet, un aparatoso ataque general del Vietcong comunista, apoyado por las tropas del Norte, que fue al tiempo una derrota militar (perdieron decenas de miles de sus mejores hombres) y una victoria propagandística, ya que dejó en ridículo los anuncios de Johnson de que la guerra estaba prácticamente ganada.

El general William Westmoreland, un habilidoso burócrata y pésimo militar a cargo de la fuerza expedicionaria estadounidense, fue sustituido por el general Creighton Abrams, una de las estrellas del ejército de aquel país, veterano de la Batalla de las Ardenas en la II Guerra Mundial. Pero era demasiado tarde: uno de los grandes libros sobre la Guerra de Vietnam se llama Una Mejor Guerra (de Lewis Sorley) porque el autor habló con otro militar sobre Abrams y el otro sentenció: “Abrams era un gran militar, un gran militar. Merecía una mejor guerra”.

El periodo bajo el mando de Abrams coincidió casi enteramente con el mandato presidencial de Richard Nixon, cuyo eslogan para Vietnam era “paz con honor”. Como los norvietnamitas resultaron ser duros negociadores la guerra de alargó hasta el punto de que, aunque las fuerzas estadounidenses de tierra no hicieron más que reducirse hasta su completa retirada en 1972, hubo más bajas estadounidenses en este periodo que en el precedente. Los siguientes tres años fueron una lenta agonía hasta que, finalmente, fue el congreso estadounidense el que forzó a Gerald Ford, sucesor de Nixon, a dejar de financiar al régimen de Saigón.

Toda esta historia tiene relevancia contemporánea porque hace unas semanas uno de los veteranos del primer mandato de Donald Trump, su ex asesor Steve Bannon, comparó la Guerra de Vietnam con la de Ucrania. Lo que hizo Bannon fue recordarle a Trump cómo Nixon, al insistir en lograr una paz con honor, acabó siendo culpado por la izquierda estadounidense (la que metió a EEUU en Vietnam) por todos los traumas que causó la guerra, hasta el punto de que Nixon acabó siendo forzado a dimitir por el ridículo caso Watergate.

Hay que decir que Nixon logró una paz con honor en 1972, pero el desgaste que ello precisó, y el ascenso del antimilitarismo que todo el esfuerzo alimentó, llevaron al Congreso a olvidarse completamente de Saigón cuando Vietnam del Norte prefirió ignorar aquel acuerdo e invadir su vecino del Sur con todo lo que tenía, en la primavera de 1975. El triunfo aparente de Nixon fue la derrota absoluta de Nixon.

Eso es lo que quiere decir Bannon. No sabemos si tendrá razón, pero lo que sabemos es que Trump ha escuchado su argumento.

Madrid, 1973. Tras una corta y penosa carrera como surfista en Australia, acabó como empleado del Partido Comunista Chino en Pekín, antes de convertirse en corresponsal en Asia-Pacífico y en Europa del Wall Street Journal y Bloomberg News. Ha publicado cuatro libros en inglés y español, incluyendo 'Podemos en Venezuela', sobre los orígenes del partido morado en el chavismo bolivariano. En la actualidad reside en Washington, DC.

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