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Una moderna: Almas en pena de Inisherin

La historia que nos plantea Martin McDonagh encuentra fácilmente su camino entre el drama, el humor y la tragedia humana, sin necesidad de grandes artificios

Me gustan mucho las películas en las que no nos lo dan todo masticado. Lo que pasa es que desde hace algún tiempo vengo observando cierta tendencia en el cine actual a lo explícito, a contárnoslo todo, a no dejar nada en el aire y a tratarnos, un poco, como si fuésemos tontitos. Cuando pienso en estas cosas se me viene a la cabeza aquella anécdota, no sé si real o inventada, que cuenta que John Ford arrancó no sé cuántas páginas del guion de Centauros del Desierto cuando los productores le reprocharon llevar unas semanas de retraso en el rodaje. A John Ford le daba igual eso de que unas cuantas escenas no se llegasen a rodar porque entendía bien que contar una historia a alguien implica darle espacio a la propia imaginación e interpretación del espectador y que la elipsis y la metáfora, bien utilizadas, se agradecen. Ahora veo Almas en pena de Inisherin y pienso que en ella hay mucho de esa sabiduría fordiana, porque detrás de una historia en apariencia sencilla y hasta boba hay un trasfondo reflexivo para los que disfrutan leyendo entre líneas.

La historia que nos plantea Martin McDonagh encuentra fácilmente su camino entre el drama, el humor y la tragedia humana, sin necesidad de grandes artificios. En ella vuelve a aparecer aquel sumatorio que afirmó el libreto de Woody Allen en Delitos y faltas, donde se afirma eso de que «comedia es igual a tragedia más tiempo». Pero aquí McDonagh prescinde del segundo sumando, el elemento temporal, y nos cuenta todo en el breve espacio de apenas unos días. Esta brevedad impide que los protagonistas relativicen, den siete vueltas a la lengua antes de hablar, como dicen los judíos, ni reflexionen con la almohada las acciones que se van desencadenando a medida que avanzan los minutos del metraje. Todo esto supone esa sensación de tempestad y angustia extrañamente bien combinadas con la sensación de calma que inspiran las excepcionales imágenes de la costa irlandesa, pues no olvidemos que todo ocurre en el ficticio y pequeño pueblo de Inisherin —cuyas imágenes reales se grabaron en las islas de Inishmore y Achill—, que tiene esas cosas pintorescas y arquetípicas de cualquier pueblo, incluso de cualquier ciudad, que no deja de ser, un poco, un pueblo sobredimensionado.

Y les decía que hay mucho de metafórico en esta historia de un boca a boca, de una habladuría, que es el fin de la relación entre quienes fueron dos amigos íntimos, Colm y Pádraic, encarnados magistralmente por Gleeson y Farrell, respectivamente. El relato de un fin unilateralmente decidido que supone el comienzo de unas agresivas hostilidades entre quienes en su día se quisieron y el irremediable descenso a los infiernos para ambas partes, algo así como lo que ocurre en esa guerra civil irlandesa de hace 100 años, que vemos de fondo y al fondo, en la isla vecina, dando el contexto histórico a la narración. Hay en Inisherin muchas partes de nosotros mismos diseminadas por sus diferentes almas en pena, por los personajes que aparecen dibujados en ella. Sin ánimo de poner nombres o de hacer spoiler les diré que en este lugar, tan pronto bucólico y terrenal, tan pronto purgativo, bosquiano e infernal al modo El jardín de las delicias que cuelga en nuestro museo nacional, nos encontramos con lo divino y lo humano, con la virtud y el vicio, con el egoísmo, la violencia, los abusos, el tedio, las mofas, la pérdida de la inocencia, la soledad, lo sórdido, pero también con la candidez, la cultura, la familia, la inteligencia, el apego a una tierra y a una gente, la bondad, el cariño, la amabilidad —hacia la que Farrell hace, en una escena, el alegato y defensa más impecable que yo haya visto rodado— o, incluso, el amor.

Puede que la parte que más me impresionó de Almas en pena de Inisherin sea esa que nos advierte de los peligros y riesgos del ejercicio egoísta de la propia libertad. Esa parte que nos amonesta sobre el no ser, muchas veces, conscientes de que nuestras acciones tienen un reflejo, unas consecuencias, en los demás, de que podemos causar daños colaterales, por utilizar y seguir, analógicamente, con la jerga bélica. Uno se levanta una mañana y determina que para su búsqueda utilitarista y legítima de la trascendencia y la autorrealización debe poner fin a los estorbos que la limitan, debe poner fin a esas cosas que, en apariencia, no aportan nada. Y me impresiona porque es justo en esa limpieza, en ese poner fin a lo que supuestamente sobra, en ese o aportas o apartas, donde he encontrado la pérdida de alguna de las mejores cosas de la vida. Y eso, en Inisherin, creo que queda patente.

A Almas en pena de Inisherin uno tiene que llegar en un buen día, sin saber qué es lo que va a ver, con la mente despejada y el teléfono móvil fuera de su alcance. A Almas en pena en Inisherin uno tiene que llegar con una certeza, que es que no le dejará indiferente, y marcharse con muchas dudas. Porque, como ya advierte su título original, The Banshees of Inisherin, mucho más evocador y significativo que el traducido, por cierto, los ciento catorce minutos que se le vienen por delante son como el grito mudo de esos seres de la mitología y folclore irlandés, las banshees, anunciando que se viene nubarrón.

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