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Una moderna: Los Fabelman

Esta semana la trademark más importante de Hollywood ha dado sus premios y yo agradezco que se hayan cumplido mis secretas sospechas y Los Fabelman, de Steven Spielberg, se haya ido con las manos vacías de esas siete nominaciones que creo que tenía. Sin un premio, gracias a Dios. Esto me alegra, principalmente, porque permitirá a los futuros espectadores acercarse a la película por un motivo sincero, por ejemplo la recomendación de un amigo, y no animados por el éxito en esta clase de reconocimientos. Cuenta la leyenda que Woody Allen, tras haber ganado en 1978 con su Annie Hall las cuatro estatuillas principales (película, director, guion original y actriz), prohibió utilizar en 1979 a no sé cuántos estados de distancia de Nueva York esos triunfos como reclamo publicitario para el estreno de Manhattan. Ese «Del ganador del Óscar…» que suele ponerse en carteles. Palabra de Charles H. Joffe y Jack Rollins, sus productores.

En cualquier caso, y volviendo a lo que nos ocupa, yo no sé si Los Fabelman merecía ganar en alguna de esas categorías. Supongo que esta ignorancia deviene de no sentarme a ver las películas con gafas de jurado, sino con las personales, de gruesos cristales remedio de un déficit de ocho o nueve dioptrías, ya no recuerdo, y con la certeza de que lo mejor que me puede dar una película es una emoción, y no una reivindicación. Una emoción como aquellas que sentía cuando mi madre me leía y contaba los cuentos de antes de dormir sin más efectos especiales que la modulación de su propia voz y sus gestos, casi sobreactuados. Y es por esto que, para mí, la película de Spielberg es una película ganadora, puede que mejor que las vencedoras en las galas de los últimos años. Una historia contada con el cariño a muchas cosas: a sus propios recuerdos, a su familia, a su trabajo, a los géneros cinematográficos y al cine en sí mismo. Una película que tiene cariño, lo que es más importante si cabe, a quien se dirige, al espectador. Como aquel de mi madre por el público de sus cuentos.

Y es que Spielberg sabe que entre quienes ven la película, entre quienes ven sus películas, se hallan muchos que sienten parecido a su alter ego, Sammy Fabelman, a quien sus padres llevan de niño al cine, y a quien encontramos durante los primeros minutos de la película en la oscuridad de la sala, con la boca y los ojos abiertos de par en par, impactado por la escena del accidente del tren durante la proyección de El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. DeMille. Spielberg sabe que si uno escruta entre las butacas, de cuando en cuando, encontrará un rostro con lágrimas en los ojos, emocionado, como el de Salvatore al proyectar esa película de besos censurados que compone su amigo, mentor y proyectista del Paraíso, Alfredo, y que le deja con la emoción anudada en la garganta en el Cinema Paradiso, de Tornatore. Y ese rostro es el mejor de los reconocimientos.

Los Fabelman nos cuenta la historia, dicen que autobiográfica —¿qué historia no tiene cierta autobiografía? —, de Sammy Fabelman (Gabriel LaBelle) y su familia (Paul Dano y Michelle Williams) durante la infancia y adolescencia de este. La historia de niñez de un niño—puede que muy niño— que tiene, sobre todas las cosas, una pasión: la fotografía y el cine, valga la redundancia. Y a través del desarrollo de esta pasión de Sammy, Spielberg construye toda la narración familiar, descubriéndonos los peores momentos y frustraciones de un niño; la separación de sus padres; el bullying en el colegio; el antisemitismo; el torpe primer encuentro con el amor, desde ese punto de vista cinematográfico de todas las cosas. Decía Umbral que cuando se mudó a Madrid quería vivir literariamente, ver ese punto de vista literario de todas las cosas.

Todo termina siendo cine para Sammy y eso es lo contagioso. Pues uno llega a comprender al niño Spielberg/ Fabelman, a sentirse como él, cuando se da cuenta de que eso de las pasiones es un universal y que siempre tienen lo mismo: cuando llegan, impregnan, empapan y trascienden a todos los ámbitos de nuestras vidas. Porque puede que no sea el cine lo que llene nuestras vidas, puede que lo que nos pirre sea la naturaleza, o el deporte, o la música, o los aviones de combate durante la Segunda Guerra Mundial, pero cuando nos descubrimos inmersos en una pasión, hemos de rasgarnos las vestiduras por ella. Un poco como dice Judd Hirsh en ese casi cameo que hace en la película, encarnando al tío Boris Schildkraut, una especie de díscolo, de esos que existen en toda familia.

Recuerdan Los Fabelman a aquella disertación sobre la ilusión de Julián Marías que, tan acertado como siempre, explicó tanto sobre ese sentimiento, esa emoción y sobre cómo esta se aplica a cualquier parte de nuestras vidas. Dijo Marías, y ahora demuestra Spielberg, que «el hombre, cuando tiene plena ilusión, se desvive por algo», así, en ese extraordinario verbo reflexivo que es «desvivirse» y que puede que sólo exista en castellano. Y es que, concluye el profesor, «no es sino en esa forma de desvivirnos, donde vivimos de verdad. Pues no vivimos a fondo y en serio, más que cuando nos desvivimos por algo, o por alguien, cuando tenemos una ilusión que nos mueve desde la raíz y que nos lleva a nuestro horizonte». Como aquellos de John Ford.

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