Desde hace no poco tiempo pienso en la enorme pobreza que tienen las lenguas humanas para identificar y significar las emociones, las pasiones y los sentimientos, cuando, por el contrario, existen innumerables sustantivos para designar las diferentes alternativas tipológicas de ovejas o las variedades en los tonos de un color. Las palabras para hacer referencia a eso que podríamos llamar la educación sentimental brillan, precisamente, por su ausencia. No sé muy bien a qué se debe esto, si al por pudor o vergüenza de tratar aspectos de la vida íntima o a razones de otra índole. En cualquier caso, tampoco pretende este artículo hacer digresión filosófica al respecto, esa es otra historia; el propósito es mucho más humilde: tan sólo señalar que, creo, esa pobreza lingüística conduce de manera inevitable a una pobreza y aspereza sentimental. Y eso es realmente triste.
El buen cine, eminentemente visual y fotográfico, nos trae a golpe de primeros planos los rostros y las miradas de los personajes que desfilan por la pantalla
En este punto es donde aparece el cine como salvación, como muchas veces. Porque el buen cine, eminentemente visual y fotográfico, nos trae a golpe de primeros planos los rostros y las miradas de los personajes que desfilan por la pantalla, expresión viva de esas emociones, pasiones y sentimientos inefables. Nada nos enseña tanto sobre la vida de alguien como mirar, atenta y adecuadamente, su rostro. Nada nos enseña tanto, en verdad, sobre la condición y los sentimientos humanos. Y sería fácil hacer ahora una retahíla de rostros bellísimos, atractivos, inolvidables de los grandes de la pantalla. Sería incluso tramposo hacer inventario de actores con hoyuelo en la barbilla y de rasgos simétricos, o de actrices de enormes ojos color perfecto. Pero no, lo que quiero traer aquí, a la memoria de todos, es algo que ni siquiera es alguien, que ni siquiera es humano, que no tiene ni sonrisa ni lágrimas, que no emite más que un par sonidos que conforman algunas palabras —para mí, llenas de significado— y que, en cambio, nos impregna de todos los sentimientos que es capaz de expresar. Quiero recordarles WALL-E.
Y quiero traerlo animándoles a que vuelvan ustedes a la historia de ese pequeño robot de Pixar, porque en esa ausencia de palabras y de rostro del robot WALL-E es donde encuentro toda la magia del cine a la hora de transmitirnos emociones y hacernos sentir identificados. Porque el robot WALL-E, último del escuadrón de limpieza de la Tierra que los humanos han dejado hecha un Cristo, es un poco nosotros cuando, domingo tras domingo, en el Rastro o en una librería de viejo, rescatamos un viejo vinilo, o una vieja ilustración, o una vieja vajilla, o un viejo encendedor, o un viejo cubo de Rubik, o un inclasificable tenedor-cuchara o un viejo lo que sea y, después, nos lo llevamos a casa para mirarlo de vez en cuando y encontrarnos felices. Porque ese robot WALL-E que ve Hello, Dolly en un VHS y sueña con coger de la mano a la robot que le gusta es un poco nosotros siendo un poco peliculeros. Todos somos WALL-E cuando cuidamos de las personas que queremos día y noche, llueva o truene, tapándola con el paraguas a pesar de los rayos. Haciéndolo todo sin esperar nada a cambio, como nuestro amigo WALL-E, que no tenía ni idea de que la grabación de seguridad de EVA estaba activada y que todos sus actos, torpes y enamorados, habían quedado filmados. Somos WALL-E porque sí, porque hemos intentado impresionar a alguien que nos gusta y con toda la torpeza del mundo, nos ha salido regular. Y somos WALL-E porque esa persona, enamorándose, se rio risueña, dándonos a entender que lo habíamos conseguido. WALL-E nos enseña que hay que ser románticos siempre, que la nostalgia puede ser refugio y que hay que cuidarse mucho de no caer en imposturas. Que lo importante de la vida no es el anillo de diamantes, sino la bonita caja que lo contiene y que, sin dejar de ser nosotros mismos, podemos hacer que quien más nos gusta, tan inalcanzable, se enamore de nosotros, nos dé un beso y nos coja de la mano como tantas veces hemos imaginado.
La grandeza de WALL-E, robot demasiado humano, es hacernos llegar todos esos sentimientos emitiendo unos pocos sonidos que forman apenas cuatro palabras
WALL-E, en fin, nos anima a entrar tarareando en casa, a ponernos nuestras viejas películas, a refugiarnos de los males del mundo en el cine y a capturar en nuestra memoria los momentos felices para traerlos de nuevo a colación cuando llegan los baches. La grandeza de WALL-E, robot demasiado humano, es hacernos llegar todos esos sentimientos emitiendo unos pocos sonidos que forman apenas cuatro palabras. Pero es que WALL-E, ese algo ganándose el derecho a ser alguien, tiene un rostro que vale más que mil palabras y una mirada en la que se encuentra recogido lo más humano de la vida, y esa es su extraordinariedad.