Como tantos otros críos de su edad, manejó un capotillo, toreó de salón, se puso delante de una vaquilla, pero, por decirlo con Camarón, lo encontró más fácil por aquí. El «aquí» era la Guardia Civil, pródiga en otro tipo de capotes, algunos de ellos, pluviales. Después de ganarse el tricornio en la Academia de Úbeda, hablamos de finales de los años 80, los famosos «años de plomo», concretamente los del calibre 9 mm parabellum, dejó su Andalucía natal y marchó hacia San Sebastián a bordo de un Talbot Horizon tan amarillo como el teñido mechón de pelo que se balanceaba sobre su frente. Eran tiempos de tribus urbanas, de estetizante brecha generacional.
Al llegar a Inchaurrondo, sede de la Comandancia de la Guardia Civil de Guipúzcoa, empezó a trabajar en labores de información. Su apariencia, al contrario que la de su vehículo, cuyas placas fueron dobladas en seguida, era un aval. Su acento, sin embargo, le delataba, pero en aquellas Vascongadas muchos maketos, empujados por una mezcla de ignorancia y complejos, se integraron en el mundo etarra para lavar su origen. En un asfixiante ambiente en el que tenían cabida chivatos, propagandistas, secuestradores, ladrones, extorsionadores y pistoleros, no era raro que alguno de aquellos a los que Arzallus llamaba «los de fuera», se integrara en la banda del hacha y la serpiente. Kepa del Hoyo, nacido en Almendralejo, facilitó información al Comando Vizcaya para cometer atentados. Fallecido en la cárcel de Badajoz, a su funeral asistió Arkaitz Rodríguez Torres, diputado de EHBildu y secretario general de Sortu, que se presenta como nieto de jornaleros andaluces. Sevillano era Juan Toledo Gavira, miembro de ETA Militar, que se especializó en la preparación de coches-bomba.
La misión del protagonista de esta historia era moverse por el mundo en el que ETA y la causa abertzale encontraban jóvenes adeptos. Aquel en el que unas manos empuñaban pistolas y otras, en un ambiente marcado por papelinas, depositaban papeletas en las urnas en las que la democracia española acogía, y acoge, la causa de la destrucción nacional. Ajustado al canon mod, el picoleto pasaba inadvertido en esa atmósfera.
El operativo era siempre el mismo. Tres guardias, convenientemente mimetizados, se internaban en el casco viejo seguidos por unos discretos fotógrafos. Después, debían entrar a las herriko tabernas y analizar al personal en busca de sospechosos, cuya imagen quedaba plasmada en una ficha policial. A finales de la década de los ochenta, España, también las Vascongadas, disponía de una enorme masa juvenil a la que se ofrecieron vías hedonistas, a falta de estabilidad laboral. «El que no esté colocado, que se coloque y al loro», dijo Enrique Tierno Galván, enfundado en un traje gris cruzado, a los rockeros de Madrid.
Al terminar la jornada, al guardia le esperaba el cuartel, una miniciudad en la que se alojaban familias enteras cuyos hijos, también las madres, debían evitar ser identificados en el exterior, allí donde lo mínimo era escuchar un txakurra. A ese microcosmos llegaba anualmente una remesa de jóvenes procedentes de toda España. Algunos de ellos no volverían vivos a su tierra. A menudo, sus cadáveres eran despachados con rapidez y clandestinidad por sacerdotes alineados con esa iglesia «pobre e indígena» que pidieron los seminaristas de Derio en 1968, cuando ETA se publicitaba como banda antifranquista. El peligro de muerte, sin embargo, producía una suerte de inconsciencia, la propia de la juventud. El carpe diem por divisa.
Como tantas otras noches, los guardias entraron en un garito proetarra. La densa humareda diluía las fotos en blanco y negro de los terroristas que decoraban el local entre camisetas con consignas revolucionarias. Los abertzales no dejaban de invocar los Derechos Humanos acuñados por el imperialismo que tanto detestaban. Al fondo, sobre un pequeño escenario, actuaba Eskorbuto, una de esas bandas que crecieron bajo el favor del poder vascongado. Al cabo, los batasunos no dejaban de ser, recordemos su origen, la sección juvenil EKIN, hijos de padres peneuvistas. En un momento dado, la banda, destruida años después por la heroína, atacó uno de sus temas más populares: Maldito país. Al sonar los primeros acordes, la concurrencia comenzó a saltar y a acompañar la áspera voz de Iosu Expósito. Nuestro protagonista se unió a la masa pero, en uno de los saltos, la pistola, una PK 9 mm parabellum, muy usada por ETA, cayó al suelo. El sonido metálico se abrió paso entre los gritos y el guitarreo. Varias cabezas se giraron y miraron el arma y el rostro de su propietario. La pausa se hizo infinita. En un gesto reflejo, el guardia se agachó, alzó la pistola y gritó, «¡Gora ETA!». El grito disipó cualquier sospecha. La pipa, pensaron, era una herramienta al servicio de la libertad de Euskal Herria. Sobre el escenario, sonaba Eskizofrenia.