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Una rara: Tímidos anónimos

Tiendo, inevitablemente, a enamorarme en las películas. No me escondo. Y, sobre todo, me ocurre en las comedias románticas que son, ya saben, ese cine en el que a uno le encantaría vivir. El cine, desde siempre, ha puesto sus cámaras y empeño en mostrarnos relaciones amorosas y sentimentales de todo tipo: complejas, con mucho romanticismo, desesperadas, frustradas, exitosas, fáciles, imposibles, inestables, duraderas, con finales felices e inolvidables o con finales terribles y más inolvidables aún. Rodadas en blanco y negro, en color, en Technicolor, en dibujos animados o en stop motion, el cine nos ha metido el amor en las retinas y lo ha hecho para todos los gustos y colores. Pero Tímidos Anónimos, de Jean-Pierre Améris, lo hace con una elegancia, cotidianidad, humildad, sencillez y brevedad que hace que se coloque en lo más alto de ese eventual listado de cine romántico.

Al más puro screwball comedy esta película francesa nos viene a sugerir en sus escasísimos setenta y siete minutos de duración —¡vivan las películas cortas!— que el amor de verdad no es, muchas veces, agradable y que nos las puede hacer pasar, francamente, canutas. Sus dos personajes principales, encarnados por Isabelle Carré y Benoît Poelvoorde, comparten un problema que les dificulta la comunicación personal y, por tanto, su vida social: son tímidos, pero no tímidos como todos hemos sido alguna vez, son tímidos redomados. Él, propietario de una chocolatería en declive; ella, talentosa chocolatera en la sombra. Imagínense el resto. O mejor, véanlo, porque Tímidos anónimos es una de esas ocasiones en las que la ficción supera a la realidad.

¿Cómo no vamos a comprender, e incluso a disfrutar, con los malentendidos que unos miedos interiores provocan a lo largo de esta historia de amor? ¿Cómo no vamos a sentirnos identificados con esas situaciones tan hilarantes y ridículas que muchas veces se suceden cuando estamos antes esas personas que nos gustan? Tímidos anónimos es de esas películas que hacen una especie de magia, la del cine, y es capaz de hacernos sonreír abiertamente al mismo tiempo que nos emociona en lo más profundo por la candidez ameliniana e ingenuidad de dos torpes enamorados, que alguna vez hemos sido todos. Y es que esta historia de otros habla de nosotros, y la mirada que propone es la de un anciano que reconoce que son esas situaciones pequeñas, los detalles más ínfimos e incluso patosos, los que, llegados los días de vejez, uno recuerda. Decía Gandalf, no sé si está bien traerlo a colación, que «son los detalles cotidianos, los gestos de la gente corriente los que mantienen el Mal a raya». Esos a los que el viejo mago llamaba «los actos sencillos de amor».

Y precisamente eso, actos sencillos de amor, es lo que Tímidos anónimos nos transmite en cada fotograma. No importan las dificultades a las que haya que enfrentarse. Esas escenas como en las que la protagonista, Angélique, va ensayando las palabras que va a decir en la conversación que instantes después debe mantener; o esa otra en la que su jefe y enamorado, Jean René, calma su timidez devorando unos bombones de chocolate son como la vida misma, la vida misma de todos nosotros, quiero decir. Esta pequeña delicatesen mezcla dulzura y amargor como si estuviera siguiendo la receta del chocolate perfecto, que de eso también va la película, por cierto. Es de agradecer comprobar que aún hay cineastas que ya no solo cuidan sus historias y personajes haciendo que sean un poco las de todos, sino que miman desde la sencillez e inteligencia, sin ningún alarde ni impostura.

Cuando hablo de este tipo de películas, tan agradables, bonitas y breves, pienso en aquella vieja tira de Peanuts donde Snoopy me demostró, en apenas cuatro viñetas, a qué se reduce esto de la existencia. En ella Peppermint, que es la parte de nosotros que va por ahí con los ojos cerrados y saltando a las piscinas sin agua, le pregunta al beagle sobre cuál es el secreto de la vida. Snoopy le planta, sin pensárselo dos veces, un besazo en la nariz. Esa es la respuesta: sencillez y gracia. Y es que para que cualquier historia de amor dure por los siglos de los siglos, amén, ha de tener un poco de ambos ingredientes, o un mucho. Vamos, creo yo, pero no me hagan demasiado caso.

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