Urtasun, heraldo de Abya Yala

La conquista española, en la que tantas naciones étnicas participaron como aliadas, no aniquiló las estructuras prehispánicas

En los últimos meses, las fuerzas sumaritas, encabezadas por Ernest Urtasun, Ministro de Cultura del Reino de España, y secundadas, entre otros, por Guillermo Solana Díez, director del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, se han dado a la tarea de descolonizar los museos españoles. Un agravio histórico debe ser saldado, y Urtasun y Solana tratan de enmendar los yerros del hombre blanco occidental. Al intento de devolución del tesoro de los Quimbayas, que el presidente colombiano, Carlos Holguín, regaló a la reina María Cristina en 1891 en agradecimiento a la ayuda prestada en la delimitación de la frontera entre Colombia y Venezuela que, desde la perspectiva indigenista no sería más que una artificiosa raya, se une ahora el empleo, en rotulaciones museísticas varias, del término «Abya Yala», puesto en circulación en 1975 por el activista boliviano Constantino Lima Chávez.

Como en tantas otras ocasiones, la terminología sirve para establecer una maniquea división. El empleo de «América» o de «Abya Yala» opera o, al menos, así se pretende, como clasificador. Los usuarios del primer vocablo serían conservadores y, en el límite, colonialistas. Quienes se decanten por «Abya Yala», respetuosos ciudadanos que contribuyen a la merecida reparación ¿de quién? Del mundo indígena víctima de un genocidio celebrado cada 12 de octubre. Tal podría ser la respuesta, acompañada de un gesto grave, circunspecto, de los abyayalistas. Sin embargo, las cosas no son, no fueron, ni mucho menos, tan simples. Para ilustrar la complejidad de lo ocurrido a partir de 1492, nada mejor que una imagen, un cuadro anónimo conservado en la iglesia de la Compañía de Jesús de Cuzco.

La obra se estructura según un eje central a cuyos lados se sitúan san Ignacio de Loyola y san Francisco de Borja. En la escena superior derecha, aparecen los incas de Vilcabamba protegidos por la sombrilla de plumas que sujeta un jorobado. Bajo ellos, en un primer plano, se encuentra el matrimonio formado por don Martín García de Loyola y doña Beatriz Clara Coya. En simetría con esta pareja, puede verse a doña Ana María Lorenza Loyola, hija del matrimonio, y a su esposo, Juan Enríquez de Borja, sobre los cuales se ven a personajes vestidos a la usanza española. La pintura, realizada en el siglo XVII, reúne muy diversos elementos, tanto indígenas como españoles, pertenecientes a las esferas de poder del Perú virreinal. Cabe, por lo tanto, preguntarse cómo interpretar esta obra desde la perspectiva urtasuniana que, acaso, no vea en ella más que una mezcla de opresión de género, la sufrida por las desposadas, y de colaboracionismo con los pálidos colonizadores, por parte de los señores indígenas. Es evidente que el cuadro tiene una enorme carga propagandística, simbólica, capaz de retorcer la cronología, haciendo coincidir padres, hijos y santos. Su autor buscó reunir sobre el lienzo los distinguidos linajes de los que formaban parte sus protagonistas. Veamos.

Sayri Túpacfue el último inca de Vilcabamba, refugio final de los restos de la familia imperial. Casado con la Coya Cusi Huancay, tuvo por hija a Beatriz Clara Coya, que en el cuadro aparece ataviada con elementos indígenas. Al morir Sayri Túpac, que pese a su derrota disfrutó de los repartimientos de indios que el rey de España le dio en el valle de Yucay, así como de las encomiendas de Jaquijahuana, Gualaquipa y Púcara, la joven se convirtió en su rica heredera. En esas condiciones se casó con don Martín García de Loyola, natural de Azpeitia, caballero de la Orden de Calatrava y capitán de la guarda del virrey Francisco de Toledo, el Solón peruano. Los apellidos de don Martín revelan su parentesco con Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús que, siglos más tarde, impulsó la Teología de la Liberación, entre otras liberaciones más cercanas. Si en el Perú del XVII los jesuitas se preocuparon de la evangelización de los indígenas, a finales de los años 60 del siglo XX, los seminaristas de Derio exigían una Iglesia pobre, indígena, con pastores nacidos del pueblo.

El concierto matrimonial de don Martín y dona Beatriz se acordó antes de que el castellano, por vascongado, pisara el Perú. En el Nuevo Mundo, don Martín halló la muerte combatiendo contra los araucanos, después de haber sido gobernador de Potosí y capitán general de Río de la Plata. Sus buenos servicios le hicieron acreedor de la entrega de 70 indios tributarios y de 125 jóvenes encargados de atender los ingenios que poseía en el valle del Yucay, patrimonio al que accedió por vía matrimonial. Dos años después de la muerte de don Martín, lo hizo su esposa, quedando como única heredera de la fortuna familiar su hija Ana María Lorenza Loyola que, por orden de Felipe III, viajó a España, donde fue acogida por don Juan de Borja y Castro, conde de Mayalde e hijo, tras su canonización, de san Francisco de Borja. Alcanzada la edad adulta —seguimos a Alejandra B. Osorio, «Ser noble o vivir a la manera noble. Las distintas noblezas del virreinato del Perú», Las noblezas de la monarquía de España (1556-1725), Marcial Pons 2024— el rey dispuso que la joven se casara con don Juan Enríquez de Borja y Almansa. La dote aportada consistió en los repartimientos citados, a los que se añadieron 1.500 pesos asignados a su padre por la captura del inca Túpac Amaru. A todo ello se sumaron las posesiones en Azpeitia.

La unión de las dos fortunas permitió a la pareja vivir con opulencia y participar del ambiente cortesano. En esa atmósfera lograron que Felipe III les concediera el marquesado de Santiago de Oropesa, dotado con amplias rentas. En 1615 don Juan y doña Ana, acompañados por un enorme séquito, viajaron al Perú junto al primo hermano del esposo: el virrey don Francisco de Borja y Aragón, primo, a su vez, del duque de Lerma. Tras residir en Lima y Cuzco, ciudad imperial del Incario, ambos regresaron a Madrid cargados de barras de plata con las cuales pudieron mantener su elevado nivel de vida. Doña Ana no fue el único miembro de la familia real inca que vivió en España rodeada de lujos. Su primo, don Melchor Carlos Inca, hijo de don Carlos Inca Yupanqui y de la cacereña doña Amarilla de Esquivel, murió en Alcalá de Henares en 1611. En su testamento consta la propiedad de diez criados, un enano y unas casas que habían pertenecido al conquistador Feliciano de Silva.

En el tiempo en que el todo eso ocurrió, los jesuitas fundaron en Cuzco el colegio de San Borja y el Real Colegio de San Bernardo, destinados a educar a los hijos de los curacas y a los de los conquistadores, mientras en Lima se erigía el Colegio del Príncipe, con el mismo objetivo. Con ello, la Compañía de Jesús contribuyó a la cristalización de una elite híbrida, mestiza. Esta convivencia señorial, estrechada gracias a los matrimonios mixtos, permitió la incorporación de componentes —patrimoniales, simbólicos, lingüísticos— al estrato social que acaparó el poder en la nueva sociedad peruana. Mientras todo esto ocurría en los ambientes urbanos, surgió un primer indigenismo, tutelado por la Iglesia, que tenía por objeto la cristianización y protección de los naturales, preocupación que compartía la Corona, tal y como se puede comprobar en las numerosas instrucciones dadas, tanto a los españoles, muchos de ellos ya nacidos en el Perú, como a los señores indios, con las que se trataba de evitar la explotación de los indios.

Prueba de que la conquista española, en la que tantas naciones étnicas participaron como aliadas, no aniquiló las estructuras prehispánicas, es el mantenimiento de ciertas áreas de poder en manos indígenas, algunas de las cuales se alzaron contra el rey, apelando a sus antiguos derechos, no exentos de opresión hacia otras etnias. Rebeliones que, en todo caso, fueron de menor gravedad que las protagonizados por algunos de los primeros conquistadores y por sus, en muchos casos, hijos mestizos. Las preguntas surgen de nuevo: ¿quiénes eran los opresores del mundo indígena? ¿los conquistadores? ¿los curacas que señoreaban a indios en muchos casos, esclavos? ¿únicamente la Corona, entendida como un poder estrictamente peninsular? Las respuestas a estas cuestiones desbordan la extensión de este artículo, pero también los simplistas argumentos, cargados de actualismo, que se escuchan estos días. Puede afirmarse, no obstante, que los restos del mundo que, según Urtasun, fue colonizado, afloraron durante la construcción de las naciones hispanoamericanas, algunas de las cuales no tuvieron el menor interés en la defensa de los colectivos indígenas, para los que el racialismo emanado en contextos ilustrados, recetaba tratamientos blanqueadores, es decir, exterminadores. Un nuevo interrogante acude a nuestro encuentro y al del ministro: si la clave es esa abstracción llamada «indígena», indefenso, en muchos casos, hasta nuestros días: ¿cuándo terminó el colonialismo? En consecuencia, con el decimonónico caso de los Quimbayas como ejemplo, ¿no deberían desmantelar las repúblicas hispanoamericanas muchos de sus museos y entregar las reliquias a sus antiguos propietarios? Las contradicciones se agolpan y arrojan una conclusión: la existencia de los actuales Estados es incompatible con proyectos plurinacionales que vayan más allá de lo retórico. De prosperar esta visión, los estados hispanos, teñidos del colonialismo contra el que lucha Urtasun, deberían desmantelarse y, en consecuencia, arrojar al basurero de la Historia, sustituida por la Etnología, subproductos eurocéntricos como la cartera que sostiene don Ernesto.

Iván Vélez (Cuenca, España, 1972). Arquitecto e investigador asociado de la Fundación Gustavo Bueno. Autor, entre otros, de los libros: Sobre la Leyenda Negra, El mito de Cortés, La conquista de México, Nuestro hombre en la CIA y Torquemada. El gran inquisidor. Además de publicar artículos en la prensa española y en revistas especializadas, ha participado en congresos de Filosofía e Historia.

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