La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, USAID (United States Agency for International Development) fue creada en el año 1961. Su cierre, si las togas pro demócratas no lo impiden, llega en 2025 de la mano del nuevo presidente, Donald Trump. El principal argumento esgrimido es la necesidad de reducir al máximo los gastos considerados superfluos, cuando no contrarios al giro que a la política estadounidense pretende dar Trump tras su regreso a la Casa Blanca. Actualmente la USAID opera en más de 130 naciones y mueve cerca de 44.000 millones de dólares y más de 10.000 personas. El reajuste se produce en un contexto geopolítico radicalmente diferente al de los inicios de la década de los 60, años en los cuales surgieron corrientes contraculturales que encontraron en dicha agenda un hábitat propicio. Consumido un cuarto del nuevo siglo, los bloques que se vigilaban bajo la amenazante atmósfera nuclear han dado paso a otros antagonismos que pugnan bajo un nuevo apocalipsis: el climático.
Cuando se fundó USAID, los Estados Unidos mantenían un pulso por la hegemonía mundial con la URSS. El campo de batalla era, principalmente Europa, continente en el que ambas potencias situaron algunas de sus principales instituciones imperialistas. A la Komintern soviética, se le opuso el Congreso por la Libertad de la Cultura, a cuyo comité español, ideólogo del régimen del 78, dediqué Nuestro hombre en la CIA. En aquel contexto, el programa «Átomos por la Paz» pretendía ofrecer las bondades de una energía convertida en arma letal capaz de poner punto final a la II Guerra Mundial. Un punto que, en realidad, serían dos, pues las nubes hongo se elevaron a un cielo parecido a aquel firmamento berlinés en el que ondeó la bandera de la hoz y el martillo.
Aunque Europa era un tablero fundamental para jugar la partida global, por ver quién dominaba uno de los múltiples finales de la Historia que cada cierto tiempo se anuncian, existían otros mundos bajo cuyos suelos se escondían recursos; sobre cuyos suelos sobrevivían sociedades que era necesario ayudar para su posible asimilación en estructuras comunistas o capitalistas. Al cabo, siempre se requiere de un cierto nivel de desarrollo, de unos mínimos de bienestar que garantice cierta mansedumbre social. En ese mundo, especialmente en el de las naciones hispanoamericanas, en su momento golpeadas por el filibusterismo yanqui, puso sus ojos el imperio norteamericano, que no se limitó a articular la USAID. En 1948, acaso como expiación por la devastación nuclear, se fundó la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). Naturaleza y hombre quedaban bajo un paraguas apenas contestado desde el otro lado del Telón de Acero, que a duras penas exportaba revoluciones y fusiles Kalashnikov.
Sentadas esas bases institucionales, la cambiante realidad planetaria, pero también de los Estados Unidos, principal laboratorio del wokismo, ha terminado por afectar sensiblemente a una USAID que no encaja en las políticas que trata de implantar Trump con el objetivo de hacer grande a América otra vez. Tal y como se ha denunciado, hace tiempo que la USAID, si es que en algún momento se dedicó únicamente a labores filantrópicas, tomó derivas ajenas a su programa fundacional. En los últimos lustros, la USAID ha destinado millones de dólares para implantar la agenda WOKE que, en definitiva, es también agenda imperial o, al menos, lo es de una de esas dos Américas que hielan el corazón de los americanitos que al mundo vienen. Más allá de formar parte de un plan de recortes tras el cual opera la tijera de Elon Musk, señalado por sectores progresistas, no precisamente humildes, como un plutócrata sin escrúpulos, el cierre de USAID parece responder a un trumpiano ajuste de cuentas, pues la Agencia, con la colaboración de la CIA, trató de destituir al republicano en 2019, basándose en un informe del Proyecto de Informes sobre el Crimen Organizado y la Corrupción (OCCRP), grupo financiado por la USAID, que veía peligrar sus auspicios bajo el mandato del magnate rubio. Con esas maniobras, la USAID no habría hecho más que dirigir hacia su propia nación lo realizado en otras: buscar un cambio de régimen político e ideológico. Pura estrategia imperial, emanada y autoadministrada desde el seno de una nación que se cuestiona parte de sus últimos postulados ideológicos y que ha decidido, urnas mediante, dar un giro en busca de las esencias, tanto las que tienen que ver con lo sociológico como con algunas derivadas del Destino Manifiesto y de la Doctrina Monroe, actualizadas bajo el rótulo Make America great again, que Ronald Reagan empleó en su campaña para las presidenciales en 1980. Un rótulo nítido frente al evanescente y voluntarista Yes, we can empleado por el racializado Obama, preventivo Premio Nobel de la Paz que metió a Estados Unidos en varios conflictos bélicos.
El desmantelamiento de la USAID se inscribe en un nuevo impulso expansivo que tiene por origen el America first y como consecuencia, al margen del intento de lograr recursos naturales –es el caso de Ucrania o de Groenlandia– y controlar rutas comerciales –Panamá–, la desactivación de algunas estructuras consolidadas durante la Guerra Fría, sencillamente porque el frente, antes situado en los Urales, se ha desplazado. Europa, territorio que recibió las dádivas del Plan Marshall, ha perdido su posición estratégica y, por ello, debe preocuparse, es decir, pagarse, su propia seguridad, tarea para la cual, además de aumentar su presupuesto en defensa, habrá que desmontar los entramados pacifistas garantizados por el amigo americano, para cuya juventud, horrorizada por las escenas bélicas, hubo de inventar el rótulo «trastorno por estrés postraumático», en sustitución de la cruda «neurosis de guerra».
Alcanzado su principal objetivo desde hace décadas, la americanización de Occidente, los Estados Unidos de América, satisfechos tras la caída del Muro, cayeron en su propia trampa, la del cultivo de un individualismo cargado de autocomplacencia, sin advertir el derrumbe de algunos de sus referentes constitutivos. Del «En Dios confiamos», se pasó al subjetivismo identitario, ese al que ahora pretende poner coto Trump, impulsor, entre otras medidas, de aranceles cuestionados por quienes con un pie pisan la aldea o el barrio, acaso la microsolución habitacional, y con el otro, el globo.