La primera vez que el PSC tuvo la Presidencia de la Generalidad de Cataluña, su Parlamento aprobó un proyecto de nuevo Estatuto de Autonomía cuyo artículo 1 rezaba: «Cataluña es una Nación». Salvador Illa es el tercer presidente de la Generalidad de la formación socialdemócrata catalana. Para hacerse una idea del rumbo que puedan tomar los acontecimientos es útil echar dos vistazos. Uno al contexto de esa propuesta estatutaria encabezada por Pasqual Maragall en 2005, así como a sus consecuencias. Y otro al devenir de los últimos años y que ha aupado al señor Illa hasta la plaza de San Jaime.
La cláusula secesionista arriba mencionada fue aprobada por la asamblea catalana en septiembre de 2005. Su origen se encuentra en el Congreso de Surenes del PSOE, celebrado en la localidad francesa en octubre de 1974, hace ahora 50 años. Aquella convención aprobó un dictamen político adicional al de sus conclusiones generales. Lo denominó «Resolución sobre nacionalidades y regiones». Esta expresión facturada por el que ya era el PSOE de Felipe González acabó en el artículo 2 de la Constitución de 1978. ¿Cómo llegó allí? Lo hizo a propuesta de Miquel Roca, primer redactor de lo que fueron los artículos 1 y 2 de la Constitución. Para verificar este hecho no hay más que acudir a la minuta de la Comisión Constitucional fechada el 25 de agosto de 1977.
A esto habría que añadir un dato adicional. El asiento del señor Roca en la ponencia constitucional había sido convenientemente cedido por la formación socialista a la coalición nacionalista encabezada por Jordi Pujol, de la que éste formaba parte. De este cuadro se desprenden dos conclusiones. La primera, que el borrador a partir del cual quedaron fijados los dos artículos más importantes de la CE fueron escritos por los entonces nacionalistas y hoy separatistas catalanes. La segunda, que este trabajo les fue subcontratado por el PSOE y que el resultado recibió el aplauso del PCE y el asenso de UCD –eso eran 320 diputados de la legislatura del 77–.
El sintagma disolvente de la Nación española plantado en el corazón de la Constitución comenzó a trabajar de inmediato. Puso en marcha el Ciclo Cacique, que aún opera: obligatoriedad del autonomismo; de ahí al nacionalismo mediante una segunda oleada de nuevos estatutos autonomistas; y una vez aprobada la Ley de Amnistía a los golpistas de la Generalidad, inicio de la última fase de este ciclo: el estadio separatista –federalista– a través de un proceso constituyente por la puerta de atrás, furtivo, ilegal, ilegítimo, golpista por sí mismo y al que la propaganda ya da el nombre de Segunda Transición para conferirle las virtudes que las masas atribuyen a la que nos ha traído hasta aquí.
Una vez que la norma constitucional había establecido que la Nación española estaba «integrada» por «nacionalidades y regiones», la declaración positiva de reivindicación de una presunta nacionalidad llegó de inmediato en los sucesivos estatutos de las Provincias Vascongadas, Cataluña (ambos de 1979) y Galicia (1981). El paso de la afirmación de la «nacionalidad» a la de la «Nación» ya era sólo cuestión de tiempo.
Volvamos a la primera Presidencia socialista de la Generalidad catalana. Aquel proyecto de nuevo Estatuto aprobado por la asamblea regional había sido previamente espoleado por José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE): «Apoyaré la reforma del Estatuto de Cataluña que apruebe el Parlamento de Cataluña». Con él arrancó la segunda etapa del Ciclo Cacique, la nacionalista. Los separatistas catalanes –y no los vascos– son los que han estado siempre a la vanguardia de cada uno de los tres períodos que integran este ciclo.
El discurso de Pasqual Maragall (PSC) tras aprobar el proyecto de nueva norma estatutaria que proclamaba a Cataluña como Nación clarificó los objetivos últimos de los socialistas catalanes y los de todos sus amigos –separatistas entonces, golpistas después, amigos para siempre–.
«Haremos las Españas, haremos las Españas», conjuró el señor Maragall con el aplauso de Artur Mas (CiU).
Ningún español necesita la ayuda de un experto para saber qué quería decir con este delirio y qué pretendía. Esas tres palabras sintetizaban los dos objetivos de los rebeldes de la Generalidad hacia el resto de España: subordinación política y expolio económico. En términos más gruesos: sometimiento y robo. El señor Pujol, presente en la sesión, se acercó al término de ésta a los señores Maragall y Mas: «Lo habéis hecho muy bien».
Los estatutos regionales han de ser tramitados como leyes orgánicas por las Cortes. Esto significa que necesitan la aprobación por mayoría absoluta del Congreso. La tramitación legislativa relegó la afirmación de que la región era una Nación al Preámbulo y en el primer artículo mantuvo que era una «nacionalidad». No obstante, dejó en el artículo 2.4 una declaración tácita de Nación al constituir al «pueblo de Cataluña» como fuente única de la que «los poderes de la Generalidad emanan». De este modo, el Estatuto catalán de 2006 sustituyó con el «pueblo de Cataluña» lo que en el de 1979 era «de la Constitución, del presente Estatuto y del pueblo».
Tras recibir más de media docena de recursos contra este nuevo estatuto catalán que iniciaba la segunda fase del Ciclo Cacique, el Tribunal Constitucional tardó cuatro años en pronunciarse. Dictó sentencia bajo una presión colosal y hasta con amenazas de enfrentamiento civil publicadas de forma sincronizada en una docena de periódicos locales. La corte de garantías se explayó prolijamente con casi 400 páginas más otro centenar para los votos particulares. Declaró inconstitucional un único artículo –el 97, que creaba un Poder Judicial catalán–; también partes de otras trece cláusulas; fijó la interpretación que había que dar a 27; y dio por buena la proclamación de Cataluña como Nación porque finalmente estaba en el Preámbulo y no en el articulado.
«Cataluña ha conseguido lo que quería. Es una Nación reconocida como tal por el Parlamento español», había dicho el señor Maragall en la Diada de 2006, dos meses después de la promulgación del segundo estatuto catalán. La sentencia del TC en 2010 no cambió una coma de lo que había dado pábulo a esa afirmación.
El segundo presidente del PSC de la Generalidad fue José Montilla (2006-2010). En su investidura dibujó las líneas maestras a largo plazo con las que trabajaban él y todos los socialistas para disolver la Nación política española: «Yo no he dicho en ningún caso que este Estatuto fuese la estación final de nada. Seguramente será la estación final de muchos de los que estamos aquí, no nos engañemos. Pero cada generación ha de tener la posibilidad de fijarse sus metas y las de su país». Toda la maquinaria del 78 trabajaba para llevar a los españoles y a España en su conjunto al momento terrible en el que se encuentra en el presente y que amenaza su propia existencia como Nación política libre e independiente de terceras potencias.
Miquel Iceta (PSC) nunca fue presidente de la Generalidad. Con una larga lista de derrotas políticas personales en su haber, su mayor fracaso fue llegar a ministro. Era el jefe de los socialistas catalanes durante el golpe a la Nación de 2017. El día que comenzó la rebelión encabezada por Carles Puigdemont contra todos los españoles, mosén Iceta utilizó la tribuna de oradores de la asamblea regional para detallar el plan alternativo con el que el PSC pretendía hacer de la Generalidad catalana el amo del resto de España.
«Queremos desarrollar el Estatuto y recuperar los elementos erosionados por la sentencia del Tribunal Constitucional a través de reformas de leyes orgánicas y de la propia Constitución», explicó el señor Iceta aquel 6 de septiembre. Este es el procedimiento que hay en marcha en este momento. El significado profundo de estas palabras esconde la pretensión final del PSC, verdadero señor del 78 a través de su rehén el PSOE: que sea el ordenamiento de toda España el que se someta y emane del Estatuto catalán, que todos los españoles se plieguen en vasallaje y otorgamiento de privilegios a los oligarcas catalanes. Esta atrocidad es la transformación del sujeto constituyente español en un cuerpo censitario de exclusividad catalana. El resto de los españoles quedarán reducidos a la condición de siervos. La libertad política será un privilegio catalán. El resultado es la federalización de España con la fórmula que más interese a los oligarcas catalanes.
No está de más recordar lo evidente. Federar significa unir lo que está separado. Por lo tanto, la unidad de la Nación política española es incompatible con un modelo federal. La federalización de España implica la previa liquidación de su Nación política: romper para ¿unir?
La transformación de España en un Estado federal será la culminación del tercer y último estadio del Ciclo Cacique del 78. Pedro Sánchez se apuntó a este carro de pencas antes de llegar al Gobierno y también después.
La primera vez fue en mayo de 2015, cuando ya era conocida la llamada «Hoja de Ruta Unitaria del Proceso Soberanista Catalán», así como el hecho de que sus firmantes habían acordado llamar «plebiscitarios» a los comicios autonómicos que se celebrarían en septiembre de aquel año –la legislatura resultante fue la que hizo presidente de la Generalidad a Carles Puigdemont–. Durante un acto del PSC, el señor Sánchez se dirigió a mosén Iceta y le dijo: «Conmigo tenéis un aliado, Miquel, para hacer esa España federal».
En aquel momento era el secretario general del PSOE y amo de la bancada socialdemócrata. Se repetía el patrón de un jefe socialista en la oposición que clavaba sus espuelas en los ijares del Ciclo Cacique federalista para acelerar su paso. En julio de 2024, con seis años de Presidencia del Gobierno en su haber, justificó el pacto del PSC con ERC para hacer al señor Illa presidente de la Generalidad. Este acuerdo incluye un pacto fiscal como el formulado por Artur Mas en 2012 y que sirvió para desencadenar el golpe a la Nación de 2017. El reciente trato con los esquerristas también incluye la «negociación» de la Nación española y su derribo mediante la federalización de España. El señor Sánchez lo expresó abiertamente y de forma indubitable: «¿Estamos dando un paso en la federalización de nuestro Estado autonómico? Yo creo que eso es incuestionable».
Con estas declaraciones del jefe del Ejecutivo, ya son dos los poderes del Estado que han reconocido abiertamente este proceso de demolición de la integridad de España. La anterior presidente del Legislativo, Meritxell Batet (PSC), se había referido al «sistema de cogobernanza de la pandemia» como un medio de federalización «por la vía de los hechos». Ocurrió durante la presentación de un libro en febrero de 2023.
Dicho de otro modo y con más claridad: dos poderes del Estado han manifestado en público su disposición a usurpar al sujeto constituyente español mediante el uso de la fuerza coercitiva del Estado que tienen a su disposición. Cuando un jefe del Ejecutivo o del Legislativo hablan, no lo hacen como cualquier individuo particular. Cada una de sus palabras están sostenidas en la potencia de todos los recursos del Estado, siempre pronto a ofrecerles sus terribles medios. Así pues, ¿qué es esto sino una declaración de guerra del Estado contra su propia Nación?
Este proceso ha comenzado con la Ley de Amnistía a los golpistas del 17. Con Salvador Illa al frente de la Generalidad y Pedro Sánchez en el Gobierno de España, las amenazantes palabras del señorito Iceta pueden comenzar a hacerse realidad. Las materializarán mediante un muy sencillo procedimiento. El bloque federalista del Congreso aprobará leyes orgánicas que serán formalmente ordinarias, pero cuyo contenido será constituyente. Acaso esto comience a materializarse con un nuevo Estatuto catalán –el tercero– que «recupere los elementos erosionados por la sentencia del Tribunal Constitucional» –del segundo– y que –en rehabilitación superior a la amnistía– declare a Cataluña como Nación y «sujeto político soberano» en continuidad con el golpe a la Nación de 2017.
Posteriormente, el actual TC –plagado de federalistas– avalará la constitucionalidad de toda esa legislación que supondrá una reforma constitucional a la guisa nacional–socialista con Weimar: leyes habilitantes que cambiarán el 78 de arriba abajo sin tocarle una coma. Para acometer esta barbarie acudirán a una locución mágica: mutación constitucional.
Este es el manual de instrucciones que seguirán para destruir España y transformarla en un Estado federal. La velocidad de este proceso será proporcional al grado de descubierto que alcance la corrupción del presidente del Gobierno, de su entorno y de todo el 78 en su conjunto. Cuanto mayor sea la extensión y la intensidad de la corrupción conocida, mayor la urgencia en la que se verán los corrompidos. En tal situación, su única salida es la huida hacia adelante.
Un hombre sin escrúpulos en la Moncloa es la mejor oportunidad que jamás han tenido todos los traidores y enemigos de la integridad de España. No la desaprovecharán. Cuentan, además, con dos incentivos adicionales: la certeza de la ausencia de consecuencias por violar la Constitución y la confianza en que la sociedad civil española está moralmente desarmada tras 45 años de setentayochismo.
¿Por qué este empeño en la federalización? Hay razones externas e internas. Las primeras responden a los intereses de las terceras potencias para las que trabaja el 78. La atomización de España es el arma con la que la debilitan en el interior para incapacitarla en el exterior: España ha dejado de ser un actor político en el concierto de las naciones. Las internas sólo responden al oportunismo de poder: la federalización de España no es un objetivo en sí mismo, sino un medio para mantenerse en el poder y continuar el expolio de la Nación. Bajo el 78, el poder y el expolio son a un mismo tiempo causa y efecto el uno del otro.
Necesitarán justificar esta locura federalista. Para ello, argumentarán que la sociedad española ha cambiado desde 1978 y que la nueva legislación federalizante –constitucionaria, usurpadora del poder constituyente de todos los españoles– refleja ese cambio inventado para justificar su traición; a esto añadirán que el cuerpo legislador está legitimado para poderlo todo por razón de su elección. En síntesis, esta baratija argumental disfrazada de juridicidad equivale a la afirmación de que es la Ley la que debe adaptarse a los intereses privados de los oligarcas del 78 –todos los ajos que van del PSOE al PP con su relleno de golpistas, terroristas y separatistas– en lugar de que sean éstos los que hayan de someterse a su cumplimiento.
Ahora bien, si estas son las reglas del juego, valen para todos por igual. Y lo que éstas ventilan, en último término, es la más antigua de todas las normas: la Ley del más fuerte. Si la libertad, la justicia, la verdad y la belleza no son capaces de ser hoy más fuertes que esta barbarie, mueran entonces hasta que una nueva generación las haga valer de nuevo frente a la tiranía que se ha erigido sin encontrar a nadie que se lo impida.
No se equivoquen, empero, los traidores del Ciclo Cacique del 78 por una eventual victoria de su felonía. Será efímera y su consunción será también la del 78. De ello advirtió sabiamente Benjamin Constant: «El orden natural de las cosas se venga de los ultrajes que pretenden hacerle y cuanto más violenta haya sido la compresión, más terrible resulta la reacción».