Hace un par de días compré en la cuesta de Moyano, por quince milagrosos euros, una primera edición de El contenido del corazón, de Luis Rosales, un volumen de inenarrable prosa poética que su autor definía como «elegía», publicado en 1969 por Ediciones Cultura Hispánica. Tengo el libro encima de mi mesa de escritorio y esta noche lo he estado releyendo. Son muchos los retazos que se me quedan prendidos de las retinas: «Vigila tu alegría» (para que no se extravíe ni malogre, quiere decir el poeta); «no preferir es señorío» (o sea: la ataraxia, de la que hablaba ya Epicteto, nos hace insumergibles); «vivir es ver volver» (es decir: nuestra existencia es bello ritornelo insospechado).
Cada vez que releo a Luis Rosales, además de maravillarme y pellizcarme luego para conjurar el vértigo, me acuerdo de la voz de Félix Grande —que fue amigo de Rosales y lo fue también mío— cuando hablaba (cosa que hacía queda y profundamente, con mudos ecos de quejío aflamencado y un sentimiento tan hondo que parecía brotar de debajo de la tierra).
Teniendo Félix Grande dos años menos que los que sumo yo en estas fechas, nos encontramos los dos cierta mañana en la extinta cafetería Nebraska, de la Gran Vía, un local cinematográfico y setentero donde los hubiera, cuya desaparición debería figurar en el obituario poético no escrito de esta ciudad de Madrid en la que yo llevo ya cinco lustros, viéndola afilarse y adquirir un duro y frío brillo de arista que por momentos resulta lacerante. Y recuerdo que Félix, aquella mañana, me decía: «Acabo de cumplir sesenta años. Sesenta años, ¿te das cuenta?».
Nos habíamos instalado en una mesa de la entrada del establecimiento, cerca de la ventana, y creo que yo acababa de desayunar, una tostada con mantequilla y mermelada de naranja amarga. Me estaba tomando un segundo café con leche. Félix se tomaba otro conmigo, mientras fumábamos sendos cigarrillos, él un rubio americano emboquillado y yo uno de olorosa hebra neerlandesa. Por Gran Vía iban y venían el tráfico rodado y los viandantes, y el sol salpicaba de luz azul las lejanas cornisas. Debía de correr el mes de marzo. Hacía viento en la calle, y los transeúntes llevaban las perneras de los pantalones y los bordes de las faldas enrollados alrededor de sus fugaces extremidades como en un cuadro al óleo de ingrávidas e indefinidas pinceladas. Se estaba muy bien, allí sentado. Siempre se está bien junto a la ventana de una cafetería, viendo pasar el mundo y dejando que el silencio nos vaya calando la piel y extienda su bálsamo de calma por la superficie de nuestro pensamiento.
Había muchas históricas y añejas cafeterías en Gran Vía, y hoy ya no hay más que franquicias de comida rápida y de ropa fabricada en China. Los tiempos cambian y los seres se transforman, y muchas veces quedan atrás, pero uno sigue, pese a todo, caminando. El mundo está contenido —bien lo sabía Luis Rosales, bien lo entendía Félix Grande— en nuestro corazón y su memoria.