«Y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona a quien no quebrantase el corazón, y ya nosotros teníamos más que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta crueldad que no en pelear con los indios; esta crueldad nunca en generación recia se vio, ni tan fuera de toda orden de naturaleza, como en los naturales de estas partes. Nuestros amigos hubieron este día muy gran despojo, el cual en ninguna manera les podíamos resistir, porque nosotros éramos obra de novecientos españoles, y ellos más de ciento cincuenta mil hombres, y ningún recaudo ni diligencia bastaba para estorbarles que no robasen, aunque de nuestra parte se hacía todo lo posible».
El texto reproducido forma parte de la Tercera Carta de Relación, enviada por Hernán Cortés a Carlos I. Describe la salida de lo que hoy llamaríamos población civil del sitio de Tenochtitlan, ciudad en la que se asentaba la Tripe Alianza. Poco después, concretamente el 13 de agosto de 1521, la capital del imperio mexica cayó en poder de la hueste hispana.
Ignoro si Claudia Sheinbaum ha leído las epístolas cortesianas. De haber echado un rápido vistazo a ese fragmento, acaso hubiera reconsiderado publicar una carta repleta de errores entre los que destaca la confusión de los apellidos del Presidente del Gobierno de España, yerro que, conociendo al ex alumno del Ramiro de Maeztu, instituto que lleva el nombre del autor de Defensa de la Hispanidad, probablemente haya herido su enamorado corazón. Más allá de esa confusión, y esto es más grave, doña Claudia le arrebata medio milenio de antigüedad a la fundación de Tenochtitlan, retrasando así el momento en el que el Quinto Sol, Huitzilopochtli, transformado en águila, se posó sobre un nopal que se alzaba en un islote del lago Texcoco. Sea como fuere, la carta —cuando un negrolegendario coge una linde…— transita por la senda abierta por su predecesor, Andrés Manuel López Obrador, que ya escribió a Felipe VI y al Papa reclamando una petición de perdón que, en el caso del español, no ha llegado, pues no ha lugar.
El escrito de la Sheinbaum se desactiva con facilidad acudiendo a la cita reproducida, pues el mismo Cortés es quien desmonta la idea de un genocidio, al narrar, conmovido, cómo los famélicos habitantes de Tenochtitlan dejaban atrás una ciudad repleta de cadáveres y alcanzada por las infecciones propiciadas por la falta de agua y alimentos. Por los efectos de un cerco militar, en definitiva. Un genocida, doña Sheinbaum debería saberlo, no permite tal desalojo ni, por más cinismo que acumule, se muestra conmovido ante tan espectral espectáculo.
Por otro lado, esta pequeña cata cronística muestra a las claras la descompensación numérica —900 frente a 150.000, en palabras del de Medellín— que existía entre los soldados españoles y los indígenas. A pesar de que Cortés es quien comandó las tropas, fue incapaz de frenar las muertes y crueldades protagonizadas por sus aliados, con los tlaxcaltecas a la cabeza, o de contener el saqueo, un despojo que nadie ha comparado, por ejemplo, con el de Roma, del que se hace responsable a los españoles, a pesar de que ya en su día, Gonzalo Jiménez de Quesada saliera al paso de tan injusta acusación. La descripción del conquistador -«esta crueldad nunca en generación recia se vio»- da cuenta de la fragmentación de un mundo, el prehispánico, que dista ser el paraíso con el que fantasean algunos de los más destacados representantes de la Cuarta Transformación. La realidad de la esclavitud, de la antropofagia, de los sacrificios humanos, subyace tras el ensañamiento con el que los aliados de Cortés, «nuestros amigos», liberados del yugo mexica, masacraron a sus antiguos opresores.
Más de 500 años después, AMLO y la Sheinbaum, que bien harían en preocuparse por problemas más acuciantes, como las enormes cifras de feminicidios que se dan en los Estados Unidos Mexicanos, exigen una disculpa al rey de España en nombre, nada menos que de México, nación soberana que se construyó sobre las estructuras virreinales de la Nueva España. Y lo exigen en español, sin caer en la cuenta de que la mayor expansión de su idioma se produjo después de, entre otros hechos, el grito de Dolores lanzado por un clérigo monárquico que, en modo alguno, podría tolerar los sangrientos espectáculos ofrecidos por Moctezuma. Todo un alud de contradicciones difíciles de cabalgar.
El México actual, necesariamente transformable, no supuso una resurrección del mundo precortesiano. Tampoco, por más fuerza que tenga la sinécdoque, una restauración del imperio mexica. La nación soberana que cristalizó en la segunda década del siglo XIX, que contó con la resistencia de muchos indígenas, sólo fue posible por su grado de homologación con sociedades análogas. Por decirlo de otro modo, ese México, por más hojarasca indígena que incorporó, lo fraguaron criollos que hablaban español, profesaban la religión católica, recordemos a Alamán, y conocían los resortes del derecho castellano. Se trataba de un estrato social asentado en ciudades en cuyas plazas de armas se alzaban los poderes económicos, políticos y religiosos hispanos, comunes a todo el imperio. Aquellos eran hombres que se educaban en universidades que nada tenían que ver con los calmécac mexicas. Fueron esos mismos los que decretaron, el 20 de marzo de 1829, la Ley sobre expulsión de españoles, subsanado en 1836 con la firma del Tratado Definitivo de Paz y Amistad entre la República Mexicana y S.M.C. la Reina Gobernadora de España. Los mismos gobernantes que firmaron el oneroso Tratado Guadalupe-Hidalgo, del que ni AMLO ni Sheinbaum se acuerdan, que arrebató a la joven nación una enorme extensión de terreno todavía reconocible como hispano por su toponimia.
Como era de prever, a la toma de posesión de doña Claudia, teñida por las habituales dosis de leyenda negra, se han sumado miembros de Unidas Podemos, IU, BNG, Comuns. Personajes de la talla de Gerardo Pisarello, Enrique Santiago, Ada Colau e Irene Montero han arropado a la nueva presidenta de México. Cultivadores del mito de la II República, que seguramente ignoran que quien rescató los restos de Hernán Cortés fue nada menos que Indalecio Prieto. En efecto, en 1946, Prieto, exiliado en México, impidió la sustracción de las reliquias del conquistador, salvados en la centuria anterior del furor revolucionario. El socialista dio continuidad a las labores procortesianas de la embajada española, tarea en la que colaboró, para disgusto del hijo del frapero, es decir, de Pablo Iglesias Turrión, el mismísimo Álvarez del Vayo. Estas fueron las palabras, indigeribles para los mentados, con las que Prieto se dirigió a la nación que le acogió:
«Mexicanos: Os habla un español que, por carecer de toda representación, puede y debe hablaros con entera libertad; un español —nada más, pero nada menos— y consiguientemente un hermano vuestro. Hermano no sólo por vínculos de raza y de idioma sino, además, por lazos de gratitud».