A veintiún años del 11M y casi dieciocho de las sentencias de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo que cerraron para siempre el caso, mostrarse escéptico ante el relato judicial probado de aquellos hechos implica una posición política. Las sentencias fijaron una verdad: unos delincuentes menores de origen magrebí y súbita radicalización islamista, a los que unos ex-mineros asturianos les facilitaron dinamita GOMA2 ECO, hicieron estallar unas bombas en la línea de Cercanías que conecta el Corredor del Henares con Atocha en venganza por el apoyo del gobierno español a la guerra de Irak y luego, tres semanas después, se volaron por los aires en un piso de Leganés. Por estos hechos fueron detenidas ciento dieciséis personas y, juzgadas, sólo veintinueve. Once fueron absueltas y únicamente tres individuos fueron condenados por su relación directa con los atentados: Ottman El-Gnaoui, Jamal Zhougham y Emilio Suárez Trashorras. Otros seis lo fueron por vinculación o pertenencia “al grupo o grupos terroristas de carácter yihadista que habían perpetrado los atentados del 11 de marzo y 3 de abril de 2004”; cuatro más, por pertenencia a otras redes terroristas internacionales de tipo yihadista sin vinculación con los atentados y otros cinco, por delitos ajenos al 11M.
Sin embargo, el 11M sigue siendo una herida abierta, por más que ya no le importe a casi nadie. Un acercamiento riguroso a aquel terrible episodio, que alteró el curso de nuestra historia contemporánea, arroja sospechas siniestras sobre el funcionamiento de las instituciones del país en el que vivimos. Es tanto lo que no cuadra que, con la perspectiva del tiempo, resulta imposible no dudar: la serie de macroatentados fallidos que ETA encargó a principiantes, a lo largo de los meses anteriores, que dan toda la impresión de señuelos; la cinta del guardia civil Campillo con las confesiones del confidente Lavandera; el desguace inexplicable de los trenes y el rápido despojo de su mobiliario interior; la voladura inmediata de las bombas sin estallar encontradas en ellos y la increíble aparición de la mochila trashumante de Vallecas, cuyo contenido sirvió para construir todo el caso; el circo con las periciales de la supuesta metralla encontrada en ella, incompatible, según la forense a cargo de las autopsias a las víctimas, con las heridas que mostraban los cadáveres; el asunto de las tarjetas telefónicas; la rocambolesca historia del tren de Santa Eugenia, el único foco de explosión conservado, no usado para probar ninguno de los hechos ni tenido en cuenta por la sentencia; la condena a Zougam en base a testimonios que se anulaban entre sí; la ubicación oficial de las bombas, que negaba las evidencias; el papel protagonista de los periodistas en la apabullante desinformación que marcó aquel fin de semana electoral, con un papel destacado de PRISA, desde Ana Terradillos hasta la Mecca Cola de la casa de Morata de Tajuña; la absurda sucesión de acontecimientos en torno a la inmolación de los culpables en un piso de Leganés, las seis versiones distintas que dio El Gitanillodel fantástico viaje del Chino a Mina Conchita…
A partir del juicio los españoles pasaron página, pues existía un relato coherente, en apariencia, de los crímenes. Que servía, además, para apuntalar un cambio drástico del rumbo político de España. “Ya se sabe todo”, zanjó el presidente Zapatero en la Comisión de Investigación parlamentaria, meses después. Con él regresaron los socialistas al poder de modo inopinado, por mor de la convulsión social provocada por la masacre. Cándido Conde Pumpido, su nuevo Fiscal General del Estado, lo remachó después proclamando que la sentencia era “un triunfo rotundo del Estado de Derecho, que ha sabido dar al más grave atentado terrorista de nuestra historia una respuesta razonada en un tiempo razonable”. Cuestionar esa respuesta razonada se convirtió desde entonces en un acto de disidencia, pues con los cadáveres de las víctimas todavía calientes la cuestión se presentó como una insalvable dicotomía entre Al-Qaeda o ETA, los únicos autores posibles. Esta falacia se fijó ya para siempre aun cuando dar la sentencia por buena implica reconocer la existencia de innumerables fallos estructurales muy graves. Los españoles, desde luego, renunciaron a profundizar en la verdad y a exigir responsabilidades, dos premisas fundamentales para la viabilidad de cualquier sistema democrático.
Hay cosas verdaderamente lóbregas. Todo lo que rodea a la trama asturiana es sórdido a más no poder y arroja cieno puro sobre las autoridades policiales de la región. Las casas que usaron los culpables, según la sentencia, estaban marcadas por la policía, que resolvió, con una celeridad asombrosa, la pista asturiana a partir del hallazgo tan oportuno de la mochila y la Kangoo a pesar de que la “célula islamista” estaba fuera del radar de todos los servicios secretos occidentales. Pues se trataba, como subrayó muy pronto Fernando Múgica, de “trapisondistas de poca monta” que funcionaban de manera muy distinta a como lo hacían los yihadistas después del 11S, caracterizados por trabajar en “células herméticas, perfectamente impermeables” en las que “los ejecutores no tienen nada que ver con los que organizan la logística, los que proveen el material, los que lo financian, los que determinan los objetivos o los que idean los atentados”. Nada fue así con los autores oficiales del 11M, que incluso improvisaron un viaje a Asturias en medio de un temporal de nieve histórico, dos semanas antes del crimen, para adquirir doscientos kilos de dinamita de parte de un delincuente común que estaba de baja permanente por esquizofrenia.
El sistema partidocrático se adapta de perlas al ethos español porque obliga siempre a una elección binaria: o blanco o negro. Se anula, por principio, la libertad de criterio de cada individuo, pues cada una de las elecciones posibles implica unos postulados ideológicos inamovibles de los que nadie se puede desmarcar. Se presupone otra intención oculta al mero interés por la verdad. Así es como perdura la idea de que unos delincuentes comunes, controlados por la policía, organizaron, a la vista de todo el mundo, el mayor atentado terrorista de la historia europea, con el cuajo y el tiempo suficientes para, incluso, celebrarlo un par de semanas después con una barbacoa al aire libre en la casa donde en teoría montaron las bombas; justo antes de decidir volarse en un piso que, casi con seguridad, estaba también controlado por la policía.
Esa dicotomía descalificaba al que dudaba como un facha, un friki o un enemigo del gobierno socialista y, por extensión, de la democracia. La derecha podía justificar un vuelco electoral y la izquierda, proyectar una narrativa de transformación social de la que hoy, en 2025, vivimos su futuro.
EL BULO FUNDACIONAL
La preocupación por los bulos es la gran impostura de nuestro tiempo. La España teledirigida y enferma de propaganda de hoy tiene su carta de naturaleza en el 11M, apoteosis de eso que llaman desinformación. “Déjales que hablen” contaba Múgica en El Mundo, un año después, que dijo una vez Rubalcaba, “nadie en la calle sabe distinguir entre Trashorras, Zouhier, Lavandera o Zougham”. Mientras tanto ni el quién, ni el cómo, ni el por qué del 11M se han esclarecido todavía. Como el caso ya ha prescrito, probablemente no se esclarezca nunca. La verdad y las víctimas fueron sacrificadas por todos en el altar del teatrillo político porque el triunfo rotundo del Estado de Derecho no resiste un análisis riguroso ni una verificación fáctica. Las dudas, las contradicciones y las incongruencias son tales que es imposible aceptar sin más ese relato razonado de los hechos con el que, sin embargo, se ha conformado casi toda España. Estas dudas ya las expresaba el famoso, a partir de entonces, juez Gómez Bermúdez, que reconoció, antes de empezar el juicio celebrado en la Casa de Campo, que el sumario era “francamente mejorable”. Un juez, por cierto, que fue el juez central de menores de la Audiencia Nacional que decretó el internamiento de El Gitanillo tras su primera declaración; es decir, que conoció al que a la postre según la sentencia sería el elemento probatorio principal, como escribe el historiador Juan Francisco López Pérez: otra anomalía por la que hay quien cree que este hombre nunca debió presidir el tribunal.
Ninguno de los miembros del tribunal enmendó un sumario que iba a llevar, inevitablemente, a “conclusiones incompletas y erróneas” en la sentencia. El propio juez instructor, Juan del Olmo, admitía en el auto de confirmación con el que finiquitaba su trabajo (que ocupó casi mil quinientos folios, de los cuales sólo el cuarenta por ciento, aproximadamente, trataban puramente de la investigación y, de estos, una cantidad mínima aludían directamente al trabajo directo sobre los presuntos autores de los atentados y los escenarios de los mismos) que “la propia investigación no ha conseguido una respuesta a cuestiones tales como el número exacto de personas que intervinieron en el traslado y colocación de los artefactos explosivos en los trenes (…), la específica forma de su distribución en todos los casos (…), los concretos medios de transporte utilizados para el traslado de los autores materiales y de los artefactos explosivos hasta las estaciones de tren”.
La escasez, por tanto, de pruebas directas se agravó con las enigmáticas circunstancias en torno a los elementos probatorios decisivos. Es necesario subrayar que no fueron expresadas por ningún periodista o medio conspiranoico sino en sede judicial y por algunos de los investigadores. Declaraciones que, como recuerda el propio Juan Francisco López Pérez en el capítulo que abre el libro 11-M, la historia oficial. Cómo un conjunto de despropósitos se convirtió en verdad, editado por la Asociación 11-M: Verdad y Justicia, se realizaron sin la presencia de ninguna de las partes debido a un secreto de sumario prolongado, en este caso, inusualmente en el tiempo y que fue particularmente estricto. Tanto como para que el juez instructor se desentendiera de “la medida de lo correcto en el principio de proporcionalidad que el Tribunal Supremo estableció como doctrina sobre los caracteres del sumario”.
Estas declaraciones no son ninguna tontería si se atiende a quienes las hicieron: por ejemplo, el inspector jefe Miguel Ángel Álvarez, de la Policía Nacional, que era el responsable de la cadena de custodia de las bolsas con las pertenencias de los pasajeros del tren que explotó en El Pozo, entre las que apareció la mochila una vez fueron trasladados desde IFEMA a la comisaría de Puente de Vallecas, en un itinerario por todo Madrid que el propio tribunal calificó de extravagante. Miguel Ángel Álvarez no pudo garantizar esta cadena de custodia “por el descontrol al que estuvieron sometidos los objetos durante las cuatro horas que estuvieron en el recinto ferial”, según sus palabras. También está el testimonio de los agentes de la Brigada Provincial de Información de Madrid, grupo especializado en la lucha contra ETA, y del inspector jefe de la policía científica de la comisaría de Alcalá de Henares. Quienes inspeccionaron in situ la Kangoo, por fuera, incluidos los bajos, y por dentro, con la ayuda de un perro de la unidad canina, sin advertir una voluminosa bolsa sin cerrar que contenía detonadores y restos de GOMA2, unos tres gramos, que aparecieron luego, cuando, sin que tampoco se pueda asegurar la cadena de custodia de la prueba, la furgoneta fue conducida a un hangar de la policía y permaneció durante una hora sin que nadie la controlara. Esta bolsa fue la que posteriormente dirigió a los investigadores hacia Mina Conchita y la llamada trama asturiana. Se da la circunstancia de que, en aquellos tiempos, era práctica habitual en los atentados de ETA el colocar bombas bajo los asientos delanteros de los coches de sus víctimas, práctica que difícilmente pudieron pasar por alto unos agentes de la Policía Nacional especializados en antiterrorismo.
De los “hechos probados” en los que se fundamenta la verdad oficial de los atentados hay muchas cosas así, asunciones por parte del tribunal de circunstancias contradichas por datos o testimonios incongruentes entre sí. Es tal el cúmulo de indicios incontrastables o directamente falsos que fueron ahormados a la fuerza por el tribunal de la Audiencia Nacional que resulta asombrosa la manera en que todo un país lo aceptó sin más. El tribunal cabalgó muchas más de las contradicciones que puede soportar cualquier empeño serio por aclarar un crimen de semejante magnitud. Por ejemplo, en cuanto a la destrucción de los trenes, Carlos Sánchez de Roda publicó un tuit en X el día 10 de febrero de este año en el que, como hace habitualmente a través de su cuenta, denunció que “el coche 190M de RENFE-Cercanías explotado el 11M en Santa Eugenia e inmediatamente desguazado según RENFE y la sentencia” salió ese mismo día, a las 12:43, de Villalba, con destino Chamartín.
Carlos Sánchez de Roda es un ingeniero que tiene varios libros escritos sobre el tema y que utiliza su tiempo libre y sus redes sociales para investigar y denunciar los increíbles agujeros negros con que fue cerrado este caso. Hay algunos más, ciudadanos que a título particular y sin ninguna adscripción partidista se han dedicado durante estas dos décadas a escarbar y a recabar datos e informaciones con las que contrastar la versión judicial de los atentados. Muchos de ellos se agruparon en su día bajo el nombre de Peones negros. Es gente que ha envejecido entre atestados policiales e informes periciales que ya no interesan a nadie pues los españoles, que auparon al poder al PSOE aquel fin de semana fatídico de marzo de 2004 al grito de queremos saber la verdad se conformaron, al final, con lo que le contaron. Los Peones negros son tratados, poco más o menos, que como frikis que sirvieron al primer PP de Rajoy para hacer oposición cuando, sin ir más lejos, entre ellos se cuentan los únicos ciudadanos que a título personal se han tomado la molestia de analizar con rigor el sumario y la sentencia.
BIBLIOGRAFÍA EN EL OSTRACISMO
Hay una bibliografía no muy extensa pero concienzuda sobre todos estos agujeros negros del 11M, expresión que acuñó el periodista Fernando Múgica cuando, en plena instrucción del caso, se dedicó, en una serie de exhaustivos reportajes para El Mundo, a poner en tela de juicio la información que se iba conociendo. Múgica habló con “ex-ministros, policías de información, guardias civiles de base, mandos, oficiales de inteligencia, expertos en explosivos y en terrorismo, psicólogos y analistas, agentes secretos nacionales y extranjeros, diplomáticos, sociólogos, historiadores y personajes del mundo del hampa” que, como reconoció en uno de aquellos reportajes, “coincidían, absolutamente todos, en que la versión oficial de lo sucedido era una pura patraña”. Entre él y Luis del Pino, entonces un outsider, en Libertad Digital, repasaron, una por una, todas aquellas zonas grises de la investigación, de la instrucción y de la sentencia, en uno de los últimos ejercicios de periodismo puro que se han hecho en este país.
“En toda investigación periodística”, escribió Múgica sobre las declaraciones de El Gitanillo, “los datos se van entretejiendo a base de paciencia y de separar la verdad de la mentira en centenares de conversaciones con personajes de toda condición. Es casi un milagro encontrar la declaración de una persona que pueda, por sí sola, desvelar uno de los capítulos más enrevesados de los agujeros negros del 11M”. Pero los relatos de El Gitanillo que llevaron al talego por miles de años a Emilio Suárez Trashorras no estuvieron respaldados por las verificaciones realizadas durante la instrucción y el juicio, como recuerda Lucía Velasco Fernández en su prolijo artículo El extraño viaje, publicado como uno de los capítulos de 11-M, la historia oficial. No obstante, el tribunal los dio por buenos. De milagros así está repleto el caso.
En la mochila de Vallecas también se hallaron tarjetas telefónicas liberadas que, por pura deducción de los investigadores (ya que la desaparición de todo lo que había en los trenes explotados hacía aquello inverificable) resultaron necesarias para la activación de las bombas. Fueron vendidas, en teoría, por Zougham, pero liberadas en un establecimiento propiedad de un policía nacional de origen sirio, Mausili Kalaji, un personaje de novela negra ambientada en la Guerra Fría. Aun dando por ciertos los razonamientos que condujeron a la verdad judicial, habría que tragarse auténticas ruedas de molino para no cuestionar, como ciudadanos, la actuación de jueces, magistrados, policías y, en último término, políticos, que como decía Múgica sintieron vértigo a enfrentarse con la verdad.
En Nos habíamos amado tanto, película del director italiano Mario Monicelli, el personaje que interpreta Vittorio Gassman dice con amarga melancolía que “nuestra generación se ha portado vergonzosamente”. Yo empecé a estudiar periodismo, en una universidad pública, el mismo año del juicio del 11M. En ninguna de las clases a las que asistí durante cinco años se trató de ninguna manera ni el caso ni su cobertura mediática. Sobre la más tremenda convulsión de la España democrática moderna cayó, en todos los órdenes de la vida, una capa de silencio y de olvido que, como dijo una vez Gabriel Moris, que allí perdió un hijo, es lo peor de todo: que a los españoles, en realidad, les de igual que la explicación acerca de unas bombas que causaron la muerte de doscientas personas en la principal estación ferroviaria del país, a tres días de unas elecciones generales, esté basada en una serie de indicios dudosos en torno a los que se ha hilado una verdad que enmascara lóbregas sospechas que afectan a las principales instituciones del Estado.
Por ejemplo, tres meses después del 11M, el nuevo Consejo de Ministros ascendió a general a Pedro Laguna, el jefe de la Guardia Civil en Asturias en el tiempo en que, según la sentencia, allí se robaban y vendían toneladas de dinamita que en teoría debía monitorizar la Benemérita y que fueron el arma del crimen. Laguna estaba al mando cuando un confidente de la Comandancia de Gijón le contó a uno de sus agentes que Trashorras y Toro buscaban ya en 2001 a quienes supieran cómo activar bombas con teléfonos móviles. También fue el que supuestamente metió en un cajón el informe de la UCO que, en febrero de 2004, alertaba de los extraños movimientos de esos mismos individuos, que no eran precisamente desconocidos puesto que estuvieron involucrados en un par de operaciones contra el intercambio de droga por explosivos y, como es sabido, gozaban de una especial protección en la Comisaría de la Policía Nacional de Avilés.
Durante estos veinte años he visto cómo, a la vez que el español medio vivía cada vez peor, su entorno social se degeneraba al tiempo que se comprometía a los jóvenes en causas como el feminismo, la memoria histórica o el climatismo, cruzadas ideológicas y sentimentales que han dirigido políticamente al país mientras la economía se desplomaba y la corrupción lo tomaba todo por asalto. No me parece casual que el 11M fuera cerrado pronto y para siempre, pues al fin y al cabo era la clave de bóveda de todo un cambio de paradigma.
La sentencia coincidió con el tardozapaterismo, que enterró la preocupación social sobre los atentados bajo un sedimento de Estatut, crisis económica y memoria histórica. Con los atentados de Atocha se fraguó la actual España oficial: la SER y El País consagraron un relato interesado de los hechos y dirigieron al ostracismo a los conspiranoicos. Con el 11M muchos periodistas se convirtieron en propagandistas del neorrégimen que los socialistas levantaron bajo el principio de exclusión de todo aquel situado fuera del término progresista. Se prefiguró un patrón calcado casi al pie de la letra al que se siguió de manera generalizada ya durante la pandemia. Los que tenían dudas razonables y querían saber más sobre las causas de algo tan grave como, en aquel caso, el asesinato de doscientas personas en el centro de Madrid, fueron colocados al margen del cauce normalizado de la conversación pública.
El abogado de la Asociación de Ayuda a las Víctimas del 11M en el juicio, José María de Pablo, publicó un libro en 2009, La cuarta trama, en el que describe una cantidad estupefaciente de contradicciones, mentiras, falsedades, manipulaciones e incógnitas por despejar en todo el proceso a los supuestos responsables, en el que él participó. Señala un nivel de negligencia dentro de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, así como de las magistraturas, institutos y ministerios fiscales, directamente incompatible con la decencia y por supuesto, con la democracia. De Pablo argumenta, en base a declaraciones de policías, confidentes, artificieros, peritos científicos, oficiales de la Guardia Civil, informes del CNI y multitud de pruebas documentales adjuntas al sumario de la causa, que ninguna de las sentencias aclaran quién o quiénes idearon, organizaron y planificaron los atentados terroristas de Atocha. Además, expone demasiados indicios que obligan a pensar que los condenados, los famosos El Chino, El Tunecino y sus teóricos compinches, los a priori inmolados en Leganés, no pueden ser más que, en todo caso, colaboradores necesarios y cabezas de turco de alguien cuya identidad, veintiún años después, se desconoce.
El último libro de Carlos Sánchez de Roda, Los misterios del 11-M, analiza las más grandes incongruencias en la investigación de estos crímenes. La primera, la del desguace de los trenes: que no fue tal puesto que, como él ha ido siguiendo a lo largo de los años, todavía circulan por la red de Cercanías algunos de los vagones que según la sentencia, fueron desguazados. Toma como referencia documentos y material del propio sumario como, por ejemplo, un informe pericial de la Policía Nacional y de la Guardia Civil encargado por el juez instructor en 2005. Allí quedaba claro que “el estudio de los efectos devastadores de las explosiones en las personas y el mobiliario de los vagones es determinante para establecer la cantidad y el tipo de explosivo utilizado”, lo que a su vez aclararía las cosas con respecto a los autores. Sin embargo, los trenes fueron limpiados por dentro entre el mismo 11 y 12 de marzo, en la misma estación de Atocha, y los mismos vagones fueron convertidos luego en chatarra a partir del día 15, sin que en el sumario de la causa conste información alguna sobre quién autorizó aquella destrucción de pruebas y sin que nadie haya explicado nunca qué pasó con los restos del interior del tren que explotó junto a la calle Téllez, el único del que se tiene constancia gráfica de su limpieza y referencias de que el material extraído acabó en un depósito de la Policía Científica.
El mismo Gómez Bermúdez aseguró más tarde que “si los vagones no hubiesen sido desguazados, seguramente se habrían sabido muchas más cosas sobre la autoría de los atentados”. Pero se aceptó, con completa naturalidad, la ausencia de fotografías y de vídeos de todo este material, que hubieran permitido obtener abundantes pruebas periciales. No fue hasta cinco años después cuando el Juzgado de Instrucción número 43 de Madrid, a instancias de una querella de la Asociación de Víctimas del 11M contra el jefe de los TEDAX, inquirió directamente a la Audiencia Nacional, encargada de la instrucción del 11M, por el origen de la orden de desguace de los trenes. No se obtuvo respuesta.
Todo lo que descubre cualquiera que se acerque a estos libros escritos al margen del mainstream y fruto del escrutinio de todo lo que es verificable del 11M, resulta desasosegante. Del embrollo policial y judicial nos queda claro que hubo un sórdido abanico de personajes secundarios que fueron obviados deliberadamente. Estos personajes, a menudo, pertenecían al hampa de Madrid o de Asturias y con una frecuencia alarmante eran confidentes de la policía. Por La cuarta trama y los reportajes de Múgica y Del Pino desfilan chivatos y soplones directamente controlados por la Guardia Civil, la Policía Nacional y el CNI y responsables, en teoría, del robo y tráfico de la GOMA2-ECO con la que se cometieron los atentados, dinamita sobre la que hay infinidad de dudas, por otro lado.
A uno de estos personajes, el que debió hacer saltar la libre antes que nadie, Francisco Javier Lavandera, por aquel entonces portero de un puticlub de Gijón por donde paraban mucho Toro y Trashorras, le escribió un libro Fernando Múgica, A tumba abierta. Lavandera denunció siete veces, a la Policía Nacional y a la Guardia Civil, que Toro le ofrecía ser un intermediario entre ellos y ETA en un supuesto intercambio de droga por dinamita. Según él, la respuesta de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado fueron amenazas e intentos de asesinato, a él y a su familia. Lo cierto es que en diciembre de aquel año de 2004, mientras Lavandera estaba escondido como testigo protegido de la instrucción del 11M, su mujer apareció muerta en una playa de Gijón, oficialmente suicidada.
LAS DUDAS Y UN DEBER MORAL
De todo hay varias versiones, a menudo incompatibles entre sí. A los inmolados en Leganés no se les hizo autopsia y la historia de sus supuestas llamadas de despedida es tan de poltergeist como lo acaecido con la maxipericial de las ínfimas reliquias de los trenes que se llevaron a cabo durante el juicio y que Antonio Iglesias, uno de los peritos de la acusación, describe en su libro Titadyn. Baste con decir que se fue la luz una noche y al día siguiente todas las pruebas amanecieron conveniente e inexplicablemente contaminadas. El modus operandi, en Leganés, de terroristas y de geos fue, siendo cándidos, extrañísimo. Como dice Carlos Sánchez de Roda, “la introducción en la comisaría de Puente de Vallecas de una falsa bomba, carente de cadena de custodia, que nadie había visto antes en ningún tren y que aportó todos los elementos de la sentencia” es, por sí misma, lo suficientemente grave como para dudar de todo lo demás. Por esa sentencia hay quien está condenado a cuarenta mil años de cárcel, como es el caso de Jamal Zougham, cuyo delito probado es haber sido reconocido más de un año después por varios testigos que afirmaron haberlo visto simultáneamente en varios lugares distintos, saliendo y entrando de los trenes con el don de la ubicuidad. “Si los trenes”, dice De Roda, “con todo su contenido, se hubieran volatilizado un segundo después de las explosiones, la sentencia, con sus hechos probados, habría sido exactamente la misma, pues nada salido de los trenes condujo a ninguna de sus conclusiones”.
Como muestra de todos estos despropósitos asimilados como verdad está el caso del único foco de explosión conservado milagrosamente durante casi diez años. En la sentencia se concluye que las bombas fueron colocadas en la parte superior de los vagones. Carlos Sánchez de Roda encontró, en un cobertizo de una nave industrial abandonada por una empresa auxiliar de RENFE en liquidación tras la crisis de 2008, un material donde se puede ver uno de los cráteres ocasionados por las bombas en el piso del vagón afectado. Nunca fue tenido en cuenta para probar los hechos y a la denuncia pública del abandono de semejantes pruebas del 11M le siguió un efímero interés de la Fiscalía General del Estado finiquitado poco después con una nota de prensa que, para De Roda, ilustran la combinación de negligencia y falsedad que rodean todo este asunto. “Según la nota de prensa del 6 de junio de 2012, la Fiscalía de Madrid afirmaba que el tren de Santa Eugenia no fue devuelto a RENFE, su legítimo propietario, para que hiciera lo que quisiera con él, sino que seguía existiendo una relación entre RENFE y el Juzgado de Instrucción, al que RENFE tenía puntualmente informado de todo lo que hacía. Y si RENFE informaba de lo que hacía con ese tren, habrá que suponer que haría lo mismo con los otros. Es decir, que los desguaces también se hacían con puntual conocimiento del juez. Por muy absurdo que parezca, al parecer el juez estaba informado de lo que se hacía con los trenes, pero cuando se pidió hacer una inspección ocular de los mismos, hubo que telefonear a RENFE y preguntar dónde estaban”. Al final de su libro, De Roda dice que es un deber moral de todos los que dudan, el ayudar a difundir estas dudas. Sirva este artículo para ese inútil, ya, empeño.