Cuenta Nietzsche que paseaba Zaratustra por el campo cuando halló a un labrador en serio apuro: una negra serpiente se le había deslizado dentro de la boca y clavaba sus colmillos en la garganta del desdichado, que apenas podía hacer otra cosa que implorar auxilio con ojos de espanto. Zaratustra se dirigió al campesino y –cito de memoria– le increpó con palabras parecidas a estas: “¿Por qué gimes? ¡Muérdela! ¡Muérdele la cabeza y escúpela lejos!”. La truculenta escena vale como figura de esas situaciones en las que nuestra razón o nuestra acción quedan paralizadas por la superstición, el prejuicio, el dogma, la culpa o cualquier otro “relato” que sofoque la voluntad. Y este 12 de octubre, como todos los años, veremos un montón de serpientes negras colgando de la boca de miles de desdichados españoles.
El problema, en efecto, no son Maduro o Sheinbaum (esos son otros problemas). El problema es cuántos compatriotas han comprado el discurso del indigenismo impostado, del genocidio que nunca existió, de la condena sumaria de España y del descubrimiento y conquista de América. Hoy ese discurso está solemnemente sentado en el Ministerio de Cultura de España, lo cual da fe de la gravedad del asunto. “Si América es pobre –vienen a decirnos– es porque España todo se lo robó”. Al margen del pequeño detalle de que América no es pobre, multitud de estudios –yo mismo he trabajado el tema en La cruzada del océano— demuestran que allí se quedó, por lo menos, dos tercios de lo que se extrajo, pero da igual, porque la característica fundamental del discurso condenatorio es que no ha estudiado nada. “Si los indios sufren –añaden– es por el genocidio que España perpetró”. Si España hubiera perpetrado un genocidio, hoy no habría millones de indígenas en Hispanoamérica, pero la evidencia lógica tampoco amilana a los vindicadores. “¿Y los muertos que denuncia Las Casas?”, rubrican con el aire de quien ha encontrado el argumento definitivo. Innumerables estudios han demostrado que la causa mayor de la mortandad indígena no fue la guerra ni la esclavitud, sino los virus, bichitos cuya existencia se ignoraba en el siglo XVI (véase la compilación de Cook y Lovell Juicios secretos de Dios, ed. Abya Yala, 2000), pero, una vez más, de poco sirven los estudios para quien ha decidido su verdad de antemano: la serpiente que se le aferra a la garganta.
En la conquista de América, que sin duda fue tan truculenta como todas las conquistas que en la Historia han sido, corrió sangre, claro que sí. Mucha. No hay más que leer a los cronistas. Pero, en primer lugar, no fue una guerra de españoles contra indios: ni Colón en La Española, ni Núñez de Balboa en Panamá, ni Cortés en México ni Pizarro en el Perú habrían obtenido otra cosa que una miserable tumba de no haber contado con el apoyo masivo de centenares de miles de indios –desde taínos en la Española hasta huancas y tallanes en Perú o tlaxcaltecas en México– que se unieron a sus filas para liberarse de la brutal opresión a las que les sometían caribes, mexicas o incas. Después, España creó allí su propio mundo y no lo hizo peor que los romanos o los árabes que antes habían conquistado la península ibérica. Incluso lo hizo bastante mejor. Nunca nadie antes había prohibido esclavizar a los vencidos, y España lo prohibió en 1504. Nunca nadie antes había dictado leyes de protección laboral para los siervos –en este caso, indígenas–, y España lo hizo desde 1512. Nunca nadie antes había reconocido la dignidad humana de las poblaciones dominadas, y España lo hizo en las sucesivas Leyes de Indias. Nunca nadie antes había sometido a juicio moral la legitimidad de sus conquistas, y España lo hizo en la Controversia de Valladolid de 1550-1551. Podemos seguir flagelándonos las espaldas, pero el hecho objetivo es que la conquista de América –que sí, que fue una conquista armada–, lejos de ser una monstruosa empresa depredadora, significó un trascendental paso adelante en la conciencia de la humanidad. Sería magnífico que la izquierda española leyera un poquito más.
El hipócrita sátrapa
Algo que hay que decir también, necesariamente, sobre esa costumbre, cada vez más extendida al otro lado del mar, de conmemorar la “resistencia indígena” contra el “opresor español”, viaje en el tiempo del que tuvimos un espectacular testimonio en la ceremonia de “inmersión azteca” de la señora Sheinbaum. Porque ocurre que la verdadera represión contra los amerindios, la más cruenta y letal, no fue la de los conquistadores españoles –ni la que los propios amerindios habían ejecutado antes sobre sí mismos, cosa que frecuentemente se olvida–, sino la que acometieron las nuevas naciones hispanoamericanas después de la independencia. Los españoles vencieron a los charrúas, pero no los exterminaron. Quienes los aniquilaron fueron los uruguayos después de la independencia. Las guerras más feroces contra los mapuches no fueron las libradas por los españoles y sus aliados indios del norte, sino las planificadas por Chile y Argentina entre 1878 y 1885. Después –mucho después– de la independencia. Fue igualmente después de la independencia cuando se ejecutaron las campañas de “eugenesia” en Bolivia, que consistían no sólo en la esterilización de los indígenas, sino también en su muerte física. Todo eso se hizo en nombre del progreso y la modernidad. Lo mismo en Colombia, Venezuela, Perú o México. En este último país, la desamortización de la ley Lerdo (1856) condenó literalmente a morir por inanición a millares de indígenas que conservaban sus tierras desde la época colonial.
¿Y todo eso por maldad? No necesariamente. Para las naciones liberales emancipadas, los indígenas eran un obstáculo indeseable. La mayor parte de ellos había combatido para la corona en las guerras de la independencia, como los propios mapuches, y ahí estuvieron los caciques Huenchukir, Lincopi y Cheuquemilla, entre otros. Cuando la corona española abandonó América, sólo un 30% de la población hablaba español. La construcción de naciones modernas exigía arrasar el campo, y a ello se emplearon las elites criollas. En 1894 el historiador mejicano Joaquín García Icazbalceta escribe sobre los indios: “Y ahí están todavía, causando mil estragos, los restos de sus descendientes, que en tantos años no han tomado de la civilización sino el uso de las nuevas armas, y que al fin será preciso exterminar por completo”. En 1931, Alejandro O. Deustua lamentaba la existencia de indígenas en el Perú y elogiaba a Argentina por haberlos exterminado. Todo ello mientras esas mismas elites criollas inventaban un hipócrita discurso legitimador reivindicando para sí la herencia indígena. Esa herencia que ellos estaban exterminando. ¿Quién habla hoy de “genocidio”?
Las elites criollas usurparon literalmente la identidad indígena: para legitimar su poder frente a la vieja metrópoli, se calzaron el gorro de plumas mientras machacaban a los indios de verdad. Y bien, ¿qué han hecho con ese poder? Han pasado doscientos años. ¡Doscientos! Hace doscientos años, España estaba devastada por la guerra con Francia, Alemania e Italia no existían, los Estados Unidos eran una inconexa aglomeración de territorios en la costa atlántica norteamericana, Australia no era más que la colonia penal de Nueva Gales del Sur y el salario de un campesino europeo, según Humboldt, era inferior al de un labrador mejicano. ¿Qué es hoy, doscientos años después, la América emancipada bajo la dirección de aquellas elites criollas? Que contesten ellos. Pero la culpa no es de España.
Las naciones hispanoamericanas, en general, son un mundo de enormes promesas. No sólo hay riquezas naturales. Hay además una cultura social pujante. Y personalidades de relieve impresionante en todos los ámbitos. Y una vitalidad sin par, que ya quisiéramos en Europa. Y además, para un español, es necesariamente nuestro mundo, porque habla nuestra lengua, lleva nuestros nombres y reza a nuestro mismo Dios. Por eso duele. ¿Cómo no amar a nuestra América? Pero ese discurso neo indigenista, tan hipócrita, tan falsario, la está matando. El nuevo indigenismo está actuando, en la práctica, como un típico recurso de “falsa conciencia”, por emplear la terminología marxista (falsche Bewutseins): se hace creer a la gente una realidad que no es para ocultarle la verdad sobre sus condiciones materiales de existencia. Es la serpiente cuya cabeza hay que morder.
Alienación de la identidad: poniendo en escena una supuesta ceremonia religiosa mexica, el poder trata de conducir a los mejicanos a asumir como propia una identidad que no es realmente la suya, sino otra reconstruida artificialmente y con la que no cabe identificación alguna, porque nadie guarda memoria veraz de ese mundo tan remoto y ajeno. ¿Quién mantiene en su casa, en sus antepasados directos o en su comunidad el tlahuizmatlaxopilli de Matlatzincatzin del que Cortés se apoderó en Otumba? La operación tiene algo de criminal: el poder provee al pueblo de una identidad que sólo el poder puede conceder. En consecuencia, el pueblo, para entenderse a sí mismo, necesita del poder, queda irremediablemente subordinado a la voz del poderoso, convertido en el único ente capaz de decirle al pueblo quién es. Segunda derivada: como esta resignificación de la identidad popular necesariamente disuelve las identidades populares reales, construidas desde hace siglos en torno a la pertenencia nacional, las naciones dejan de ser instancia de soberanía y, en el mismo movimiento, la democracia pasa a subordinarse a la nueva definición del Estado. El poder se inventa un pueblo nuevo. Para manipularlo mejor.
Hay algo grotesco, obsceno, indecente, en la estampa de esos sátrapas que claman contra la vieja España, disfrazados de indígenas, desde sus suntuosos palacios. La fortuna de Cristina Fernández de Kirchner, presidenta de Argentina, se multiplicó por 32 desde que llegó al poder: de dos millones de pesos a 64 en doce años. La fortuna de Evo Morales, según la Contraloría General del Estado de Bolivia, se multiplicó por tres en apenas seis años de mandato. Maduro y las hijas de Chávez gastan 2,6 millones de euros diarios, según denunció la oposición con asiento en las propias cifras oficiales. La investigación sobre la Banca Privada de Andorra puso al descubierto el sucio tráfico de dinero negro de la nueva oligarquía venezolana. Esas nuevas oligarquías, aupadas en la cima de una montaña de oro, reciben al pueblo que les grita “¿Dónde está nuestro dinero?” y contestan: “¡Se lo llevaron los españoles!”. Y en España no faltan almas simples dispuestas a decir, que sí, que la culpa es nuestra. Hay que ser imbécil.
¿Culpa? ¿Genocidio? ¿Explotación? Basta ya. Muérdela. Muérdele la cabeza y escúpela lejos. Como la serpiente del desdichado campesino de Zaratustra. No sólo los españoles. También los hispanoamericanos. Quizás ellos necesitan más que nadie morder.