Acercamientos a la obra de Ernst Jünger

Un saber estar espiritual en la vorágine de la Modernidad

Comienzo estas líneas, más devotas que apasionadas, por una confesión: no es fácil escribir sobre Ernst Jünger. Hablar de él supone referirse a un amigo muerto al que no conocí en persona. El que no es un mercader raramente escribe el libro que la propia voluntad anhela. Y yo no pensaba escribir tan pronto sobre un autor que no dejo de redescubrir. A pesar de ello, el creativo detrás de mi reciente Ernst Jünger y la tradición sapiencial en la crisis del mundo moderno (2025) se impuso por algo superior a mi propia voluntad: el sentido de una obra. Así como por el sentido de un momento: lo acontecido en Paiporta (y sus alrededores) el 29 de octubre de 2024 y en las semanas posteriores a la gota fría.

Después de finalizar mi anterior título, Los Deicidas: Más allá de la realidad y la ficción (2024), así como mi pequeño volumen sobre cine El lugar de las sombras: el cine hermético en Hollywood (2024), supe que el siguiente libro, sorteando la novela (todavía inédita) que estaba escribiendo, sería muy distinto. Si el anterior era largo, este sería breve. Si aquel quería tratar una infinidad de temas bajo la óptica del “deicidio” (esto es, el abandono de lo divino), este se centraría en un solo personaje.

Siguiendo el criterio de Martin Heidegger, Jünger era ante todo un seguidor de la filosofía de Friedrich Nietzsche; y aunque yo no comparto ese reduccionismo excesivamente academicista a la hora de clasificar la obra jüngeriana, sí que creo que el final del trabajo nietzscheano es el que da paso al principio de la tarea del autor de Tempestades de Acero (1924). Nietzsche parte de la muerte de un Dios cuyo retorno anunciará Jünger al final de su vida y de su obra. No por ello debe reducirse el corpus jüngeriano a un pequeño conjunto de parábolas edificantes y demás fórmulas flojas del moralismo.

Si a Nietzsche la mirada del abismo lo llevó a la locura, al silencio como final de la vida consciente y de la actividad comunicativa, allá en Turín, a Jünger, que perdió a un hijo en Italia, y que antes había perdido a tantos hermanos de trinchera en Francia, lo llevó a un estado más allá del bien y del mal, durante su experiencia en la Primera Guerra Mundial. El discurrir jüngeriano no es estrictamente filosófico ni historicista, aunque tenga mucho de ambas corrientes, la deuda filial con Sophia y la mirada marcada por el devenir de la Historia, sino que plasma un mundo interior en el estilo y sobre todo conceptualizaciones que antes beben de la imagen que de la dialéctica. Emparentando así el género del poema con el de los pensamientos, uniendo el oficio de la orden caballeresca a la compañía de trovadores.

Las célebres «figuras» de las que hablara Jünger beben directamente de algo que está más allá de la palabra: son imágenes realizadas en acto, ideas esculpidas vitalmente. Por eso al «realista heroico», al «trabajador», «emboscado» o al «anarca» cabría añadir una última figura, no explicitada por Jünger, pero sí plenamente realizada en su tránsito existencial: él es un «testigo» y, más aún, un «paseante» por los grandes escenarios de su tiempo. Con la mirada puesta siempre en un punto de fuga del abismo: aquel en el que Nietzsche no alcanzó a vislumbrar un «otro lado» metafísico como sí lo hizo Jünger. Para dejar entrar a Dios en el corazón es necesario aceptar la presencia omnívora de su vacío. Y quizás el fallo de Nietzsche fue caer en la actitud fáustica, en sobredimensionar la «voluntad de poder», como si con ese descabalgamiento del espíritu que es el Übermensch se pudiera restaurar un abismo que es centro mismo de la existencia.

La originalidad de mi aproximación a la obra de Jünger, si es que el libro tiene alguna, es en todo caso el hallar en la embriaguez por lo moderno el punto de partida para el encuentro con lo eterno, a la manera de Charles Baudelaire, con el que compañía carta astral (aries con ascendente cáncer). La preocupación por la muerte del ciclo histórico, a la manera de Oswald Spengler, sin perder de vista el nacimiento del próximo. La defensa de una Tradición Sapiencial frente a las inclemencias del Mundo Moderno a través de una forma de pensamiento libre e independiente, como sólo hizo René Guénon de forma equivalente en su siglo. La preocupación por la técnica y el nihilismo como peligros fundamentales de la Modernidad, en constante diálogo a partir de la Segunda Guerra Mundial con Heidegger. Y la defensa de una vida interior, en el mundo de la naturaleza y la biblioteca, como sólo Hermann Hesse, con su imagen del «lobo estepario» y Julius Evola, con su propuesta para «cabalgar el tigre» y «mantenerse en pie en un mundo en ruinas» se atrevieron a pensar para su tiempo.

La vida de Jünger, llena de peripecias, está compuesta de los mismos mimbres que la de cualquier otro escritor occidental: sus lecturas, sus cuartillas, las iluminaciones metafísicas que se retroalimentan en el leer y en el escribir. Casi siempre rodeado de gente, como por otro lado acontece a casi todos, el escritor es un tipo solitario. Ermitaño silente cuyas palabras, impresas a través del sello del estilo, se cuentan y se encuentran rodeadas por dos anchos paréntesis de silencio. Ningún escritor del siglo XX hace nacer las palabras de esta ascética manera como Jünger. Y fue más que nada por ese pensamiento que se hace estilo, por ese estilo que es filo purísimo del pensamiento, que decidí escribir un pequeño ensayo sobre él, casi como si del manual de operaciones para un posterior seminario se tratara.

¿Qué he aprendido leyendo y releyendo a Jünger, escribiendo sobre él, más allá de lo que aparece reflejado en mi libro? Muy sencillo: un saber estar espiritual capaz de mantener incólume en la vorágine de la Modernidad. Puesto que, desde esa pose jüngeriana, que es la moldura de los hombres libres, de los hombres liberados por una certeza metafísica de haber vislumbrado ese «otro lado», se asume que el sufrimiento sólo puede provenir del padecimiento o del gozo, puesto que es lo inferior y vulgar de nuestra naturaleza lo que nos ancla a este mundo, nunca aquello que es superior y genuino.

El que se duele por sus muelas o por una ruptura está anclado a la materia, igual que el que se entusiasma con un ascenso o con el apasionamiento amoroso. Todo lo que infla el ego al final acaba redundando en el vacío, mientras que en el tedio por lo experiencial es donde florece la serenidad. Dolor y placer pueden ser sabios maestros barrocos si lo que interesa no es prosperar en la fama o el dinero, sino cultivar el desengaño respecto al teatro de lo mundano. Día tras día se horada la huella, para quien vive así, de la consabida «vanidad de vanidades» acerca de todo aquello que permanece fuera del «corazón aventurero» que busca en el conocimiento de esta realidad un espejo para reflejar el conocimiento de lo «suprarreal».

Cuando el dolor o, ya puestos, el enamoramiento, tienen en sí una gran dosis de tedio para el sujeto, es cuando se empieza a vislumbrar el valor de la «figura» jüngeriana que refulge tras las miserias del psicologismo y los condicionamientos sociohistóricos. La metapolítica o la propia teología serán espejismos para aquel que no haya recorrido un camino místico, de verdadera «noche oscura del alma», donde la catábasis órfica concluya en el éxtasis apofático, y la entrada en el fondo del ser llegue a su inevitable salida en algo más perdurable que el yo: Dios. Nadie ha dibujado esta peripecia mejor que San Agustín de Hipona en sus Confesiones.

El final de Sobre los acantilados de mármol (1939) resulta, en ese sentido, demoledor: «Y entonces traspasamos las puertas abiertas de par en par y era como si entrásemos en la paz de la casa paterna». Eso es morir en vida, reverso de lo que implica vivir muriendo de forma consciente y consecuente. Después de esa experiencia, vivida por el propio autor con menos edad de la que tengo yo ahora, sólo queda guardar silencio. Enmarcarse dentro del paréntesis y hacer fecunda la hora de la oración. Es el mismo silencio sagrado con el que comienza la escritura de Ernst Jünger. Y que es también ese enmudecer con el que, al final de sus días, el alemán acabó convirtiéndose al catolicismo en la Iglesia de Sankt Nepomuk a los 101 años.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en que perdió a su hijo, también llamado Ernst, el autor de Sobre los acantilados de mármol (1939) leyó por dos veces la Biblia al completo, según detalla en sus diarios. En el prólogo al citado libro de la edición de 2008, Andrés Sánchez Pascual, principal traductor de Jünger al español, escribió lo siguiente durante la visita del alemán al Escorial y sus alrededores en Castilla la Vieja acontecida en 1995 por su Doctorado Honoris Causa en la Universidad Complutense de Madrid: «En cada una de las iglesias que quiso visitar adquiría siempre tres velas y las encendía, sin duda en recuerdo de su primera esposa y sus dos hijos, fallecidos los tres. En el convento de la Encarnación de Ávila se demoró mucho tiempo, meditando».

A continuación Sánchez Pascual se refiere a la conversión final de Jünger, rodeada de silencio, hasta llegar a su célebre entierro, acontecido el sábado 21 de febrero de 1998, y protagonizado por una impresionante sobriedad que incluía un carro negro con corceles blancos tirado sobre la nieve. En esta conversión resultó crucial el papel jugado por dos convencidos católicos muy cercanos al alemán en sus últimos días: el sacerdote checo Kubovec, que obtuvo para el alemán una bendición papal por sus 95 años, así como el barón Von Stauffenberg, que le cedió a Jünger el castillo de Wilflingen, zona eminentemente católica, para poder terminar sus días. Tras la muerte de su antecesor, sería el Padre Roland Wiebel el que certificaría el bautismo de Jünger dentro de la Iglesia Católica.

Cuando necesitamos ayuda, viene a decir Jünger en una entrevista para la televisión francesa, no la buscamos en la política, sino en las cuestiones religiosas, en la lectura de la Biblia o incluso del Corán. El problema de esta Modernidad donde la vida no merece la pena ser vivida es, me temo, que los hombres ya no se definen como poetas, y mucho menos se atreven a vivir como tales, que es precisamente lo que Jünger realizó con su vida y con su obra, desde que se alistó en la Legión Extranjera para matar o morir muy joven hasta que como un anciano entró en la Iglesia Católica, pasando por sus viajes como «psiconauta» de mediana edad con la droga. Y eso es lo que, una vez más, aprovecho para recordar a propósito de Jünger: que la dignidad como eje trascendental del ser vale incluso más que la continuidad de una vida vana.

Nacido el 3 de noviembre de 1998, el madrileño Guillermo Mas Arellano proviene del mundo del ensayo cinematográfico y la teoría literaria. En los últimos años ha desarrollado una labor de crítica cultural que ha cristalizado en su primer libro, "La Traición de los europeos: Ensayos de Tradición, Modernidad y Lucha por el imaginario". Además dirige el prestigioso programa de YouTube "Pura Virtud: Cine y Literatura

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