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Adiós a Vattimo, el filósofo que dijo adiós a la verdad

Pequeño obituario para el recién fallecido filósofo por parte de un antiguo alumno y becario suyo

Transcurría el año 2000, se conmemoraba el centenario de la muerte de Friedrich Nietzsche y la Universidad de Valencia organizó un curso de verano. Su invitado de honor: Gianteresio (más conocido como Gianni) Vattimo, profesor turinés cuyo empaque nietzscheano pocos podrían poner en duda desde que en 1974, con solo 38 años, publicara su magistral libro El sujeto y la máscara. Mas no eran (solo) esos méritos académicos los que habían aupado a Vattimo hasta la fama mundial.

“Vattimo siempre tuvo claro cuál era el camino para sacarse una plaza de profesor universitario” me confesaría su viejo compañero, el también filósofo Mario Perniola, años más tarde. Estábamos paseando por Roma, ciudad donde él era catedrático de Estética, y no charlábamos sobre su amistad con Vattimo por casualidad. Junto con Umberto Eco, ambos habían formado el trío de discípulos más renombrado de Luigi Pareyson —filósofo católico-existencialista no demasiado conocido en lengua española, pero entre los más significativos del siglo XX italiano—. “¿Y Vattimo le explicó a usted ese método para triunfar en la Universidad?” inquirí a Perniola, apenas me hizo la citada confesión. “Claro. Y le hice caso. Y me funcionó, igual que a él le había funcionado. También supo Vattimo siempre muy bien” prosiguió Perniola, mientras caminábamos junto al Tíber, “cómo alcanzar repercusión más allá del mundillo académico”.

Y también eso le funcionó. Apenas veinteañero ya colaboraba en los programas culturales de la televisión pública italiana, la RAI; la misma cadena donde tres décadas más tarde, en 1986, presentaría un programa de emisión nacional, La clepsidra de los filósofos. Allí debatiría en antena con los más destacados pensadores de su país. (Confesaré que, como español, cuando descubrí este programa me invadió la más malsana de las envidias. En nuestro país los filósofos que son amigos no debaten entre sí en público y con vendajes fuertes justo por eso, porque son amigos; y tampoco debaten entre sí los filósofos que no son amigos justo por eso mismo, porque no son amigos).

Vattimo ejerció además una vivaracha actividad política, ora en el activismo gay, ora en muy diversos partidos —eso sí, siempre de izquierda—. Ello le conduciría en dos legislaturas (la iniciada en 1999 y la de 2009) al Parlamento europeo. Hasta que, en 2015, se afiliara al fin a la enésima refundación del Partido Comunista en Italia. No sorprendió a nadie: desde inicios de siglo llevaba más que coqueteando con el “socialismo del siglo XXI” de Hugo Chávez. De hecho, tras encontrarse con este mandatario en Caracas allá por 2005, llegó a afirmar que “Venezuela exporta felicidad al mundo”. Fue un ditirambo que enseguida cobraría rasgos sardónicos: lo que pronto ese país empezó a exportar fueron venezolanos depauperados o perseguidos hacia el resto de la Iberosfera. Un libro ulterior de Vattimo, Ecce comu (una paráfrasis de la autobiografía nietzscheana, Ecce homo), trataría, en 2007, de justificar estas sus querencias políticas.

Con todo y con eso, ni la televisión, ni su comunismo crepuscular, ni su escaño europarlamentario constituyeron la causa primera de su fama. Lo fue más bien un ingenioso eslogan con que en los años 80 acertó a definir qué estaba pasando por entonces en el (cada vez más posmoderno) mundo de las ideas. Eslogan con el que tituló en 1983 un libro compilatorio, editado junto a Pier Aldo Rovatti: El pensamiento débil (en italiano, Il pensiero debole).

Aquí hemos de detenernos un tanto para entender bien esta expresión filosófica. Contra lo que podría parecer en una lectura superficial, “pensamiento débil” no significa pensar de modo poco riguroso, de manera frívola, dejándonos llevar por las modas y las habladurías, un poco como si de nuevo la sofistería hubiese ganado la partida a Sócrates. Tampoco el “pensamiento débil” implica una posición laxa o portadora de una especial tolerancia ante sus rivales filosóficos, si bien a veces haya querido (sagazmente) presentarse así (ya decía Quintiliano que no hay modo más astuto de denigrar a tu contrincante que mostrarte tú como frágil, mientras a él le atribuyes una fuerza exagerada… de la que en realidad carece).

Volvamos aquí de nuevo, para entender mejor este asunto del “pensamiento débil”, a fiarnos de Mario Perniola: “la operación estratégica ‘Pensamiento débil’ no es en absoluto débil, sino fortísima”, escribió este en el volumen de la revista Anthropos dedicado a la filosofía vattimiana que en 2007 coordinó un servidor. ¿De dónde viene esa paradójica “fortaleza” que Perniola atribuye a la idea de “pensamiento débil”? Lo hemos apuntado antes: en realidad, esta expresión no aspira a ser solo una opinión más entre otras; no quiere situarse como una simple doctrina filosófica más, pequeñita y debilitada, entre otras doctrinas de semejante plausibilidad. En realidad, esta expresión pretende ser nada menos que la mejor descripción filosófica de nuestro tiempo. O, como mínimo, de los tiempos que la vieron nacer: las últimas décadas del siglo XX.

Y es que, como diría el propio Vattimo, si en esos años se había vuelto pertinente un pensamiento débil era tan solo… porque el ser mismo también se nos presentaba de manera débil. ¿Qué queremos decir con eso de que el ser aparezca debilitado? Otro discípulo de Vattimo, el siempre interesante Diego Fusaro, lo resume en cuatro puntos (que aquí vamos a ampliar un tanto):

  • En primer lugar, el mundo del saber se nos ha vuelto tan complejo que no se puede creer ya en una ciencia que rija sobre todas las demás de una manera unitaria, fundante, y que por tanto nos proporcione “la verdad última” de todo (un poco como en cierto momento la filosofía, o la física, o incluso cierta teología, aspiraron a proporcionarnos).
  • En segundo lugar, cada esfera de nuestras existencias se halla también muy especializada y, por tanto, desconectada del resto: la religión, la política, la ética, las artes, la afectividad, el erotismo, la diversión… parecen ir cada cual por su lado cada vez más. De modo que nuestras vidas, que corretean en un mismo día de uno a otro de esos ámbitos, no pueden aspirar a presentarse tampoco con demasiada unidad, coherencia, fortaleza: de nuevo cierta debilidad, cierta liquidez, cierta fragilidad es un buen diagnóstico de lo que nos está pasando ahí.
  • Un tercer aspecto de peso reside en los medios de comunicación de masas (que Vattimo analizó con un primor particular en La sociedad transparente, de 1989). Gracias a ellos (y a internet, que ya en ese texto ochentero está de algún modo predicho por nuestro autor) podemos ponernos en contacto diario con decenas de visiones del mundo, con culturas y culturas de lo más distintas a la nuestra, con religiones de todo género y pelaje. ¿Cómo reducir ese inmenso guirigay a una única verdad, cómo someterlas a una sola concepción del ser fuerte y lo bastante potente como para superarlas a todas?
  • En cuarto y último lugar, no podemos ya considerar la evidencia con la que se nos aparece algo como una prueba de su verdad: sabemos demasiado de sociología, de psicología, de antropología, de historia como para no sospechar que son en realidad nuestros hábitos, la presión social, las convenciones, los trucos lingüísticos, u otros mil y un condicionantes los que pueden inclinarnos a esa fe en “lo evidente”… que en realidad es solo evidente para nosotros mismos. Y que, por consiguiente, pierde toda fortaleza: de nuevo hemos de resignarnos a constatar cuán débil se nos muestra el ser entero ahí.

En suma, y volviendo a ese Nietzsche que siempre está en el fondo de nuestro autor, una frase de sus Fragmentos póstumos 1885-1887 resume bien todo lo dicho: “No hay hechos, sino solo interpretaciones”. Y esto a su vez, añadiría enseguida Vattimo, es solo una interpretación, claro (no tendría sentido pretender que uno ha atrapado con ella “la esencia de la realidad”… justo después de haber negado que tal esencia hoy en día se pueda atrapar). Ahora bien, también añadiría enseguida Vattimo, ¿no es esta interpretación “debolista” de cómo están las cosas, de cómo está el mundo que nos ha tocado vivir, la más persuasiva, la más pertinente en nuestros días? ¿No es este peculiar nihilismo (la idea de que todo pierde entidad, fuerza, contundencia, y por tanto se va acercando un tanto a la nada) la mejor filosofía para estar a la altura de nuestra época?

Vattimo se esforzó en convencernos de que así era durante más de cinco décadas de actividad intelectual, a través de viajes por todo el mundo, mediante traducciones a todas las principales lenguas europeas y a algunas otras no tan principales (búlgaro, esloveno, estonio, checo) ni tan europeas (farsi, japonés).

Y también se esforzó Vattimo en extraer consecuencias de todo ello. Pues no estamos aquí solo ante un pensador del ser (del ser débil), ni tampoco ante un mero crítico que solo describa cuanto le está sucediendo a nuestra cultura. No, lo cierto es que nos hallamos también ante un filósofo que se aventuró a hacer sus propias propuestas para la ética, la política o la religión. De hecho, si se me consiente la alusión personal, es justo de esta segunda parte del filosofar vattimiano de donde un servidor extrajo materiales para la segunda parte de su propia tesis doctoral.

¿Cómo podríamos resumir las ideas de Gianni Vattimo en este campo más práctico de su pensamiento? Ante todo, permítaseme una advertencia: no es recomendable fijarse en sus manifestaciones politiqueras ocasionales, vertidas allí o acá de modo no siempre temperado. Pues entonces nos podríamos topar con aseveraciones tan tétricas como aquella ya citada, en torno a la mucha felicidad que exporta la Venezuela chavista. O como aquella otra declaración que en 2014 evacuó sobre un asunto tan actual por desgracia, hoy día, como el conflicto árabo-israelí: “Israel es un estado nazi y fascista, peor que Hitler”, depuso en la Radio 24 de Milán, aderezando tal deyección con una adenda hispana: “Yo diría que ha llegado el momento de hacer las Brigadas Internacionales, como en España, porque Israel es un régimen fascista que está destruyendo un pueblo entero. España no era nada en comparación con esto. Se está haciendo un genocidio, nazi, racista, colonialista, imperialista y es necesaria la resistencia”. Quandoque bonus dormitat Homerus, decían los clásicos en estos casos (y no somos quiénes para juzgar aquí, una vez fallecido nuestro filósofo, si estamos de veras ante un bonus, ante un Homerus, o ante un mero quandoque).

Por contraste con esta ferocidad (ya estábamos advertidos por Perniola de que la “operación ‘Pensamiento débil’” no tiene mucho de debilidad real), las propuestas en filosofía política de Vattimo podrían sintetizarse en tres palabras: reducción de la violencia. Su argumento sería el siguiente: si cada vez hay menos verdades fuertes, si cada vez el ser se nos presenta con menor contundencia, ¿por qué habríamos de ejercer luego nosotros la fuerza o la contundencia al defender una u otra interpretación que poseamos? El ser débil y el pensamiento débil desembocarían así en una tolerancia de todos con todos propia de los que se sienten (o han entendido que deben sentirse) débiles en sus convicciones.

Se trata de un razonamiento que nos sonará a todos: la gente que tiene certezas fuertes es peligrosa, potencialmente violenta incluso, ¡cualquier día se ponen a intentar imponérnoslas a los demás! Mientras que las personas que han aceptado decir Adiós a la verdad (así se titularía un libro vattimiano de 2009) resultarían mucho más pacíficas y razonables. Ya en su día Hans Kelsen nos recomendó algo parecido, que Vattimo suscribiría sin vacilación: según ambos, solo quien adopta una postura un tanto relativista puede ver la democracia como algo valioso, solo quien pone entre paréntesis sus certezas filosóficas o morales (quien no se las cree demasiado, vaya) podrá luego apoyar el sistema democrático de verdad.

El problema, claro, es que también podemos contemplar las cosas justo al revés. Y esto no es algo que tengamos que sacarnos de la chistera: podríamos basarnos para ello en el propio Michel Foucault (filósofo de quien Vattimo tan a menudo bebe, por ejemplo a la hora de recoger de él el concepto de “heterotopías”, si bien no le reconoció nunca tal deuda).

En efecto, Foucault deducía de todo lo que llevamos dicho justo la consecuencias contrarias: en un mundo en que ninguna verdad vale más que otra, ¿qué otra cosa, si no la fuerza, nos queda para tratar de imponer una idea sobre las demás? Por ejemplo, la fuerza de tener a tu disposición el Boletín Oficial del Estado. O las cámaras legislativas. O, en casos más extremos, las cámaras de gas. Ya Hannah Arendt nos dejó dicho que el sujeto ideal de sometimiento totalitario no era el fanático convencido, sino el hombre banal que ha renunciado a tener convicciones consistentes, al que no le importa ya buscar y defender la verdad más firme posible. El hombre que, por tanto, está a merced de quien sepa imponérsele mejor.

De hecho, ¿por qué iba a abstenerse un gobernante, por ejemplo, de engañarnos, si al fin y al cabo para engañar hay que creer antes en que algo es verdad, y Vattimo nos ha dicho ya que eso de la verdad hemos de tomárnoslo con cierto escepticismo (nunca mejor dicho)? ¿No pueden verse esas mentiras como meros “cambios de opinión”, y no es al final una opinión tan valiosa como cualquier otra? ¿No resta solo al final, para decidir entre tantas no-verdades, el poder, la violencia, la capacidad de imponerse “porque yo lo valgo” (dado que no hay ninguna verdad que valga por sí misma para preferirla a las otras)?

Vattimo, justo es reconocérselo, vio de sobra (nos atreveríamos a decir que incluso sufrió) estas mismas dificultades. E implantadas además por un gobernante al cual aborrecía con toda su alma: Silvio Berlusconi, que hace unos meses le precedió en su tránsito al Más Allá. No deja de ser irónico: quien mejor supo aprovecharse de la desconfianza de Vattimo por las verdades sería un político situado en sus antípodas ideológicas. Mario Perniola, preocupado por cosas así, llegaría a escribir un librito de cierto éxito durante 2011 en el debate público italiano: Berlusconi o el 68 realizado.

Ahora bien, la reacción de Vattimo ante este deslizamiento de su filosofía hacia consecuencias que le disgustaban fue exigir, vehemente, que el nuevo criterio para aceptar unas verdades u otras debía ser “ético”. Y que ese criterio ético residía en apostar siempre por la verdad que favoreciese a los más débiles (en concordancia, de nuevo, con su viejo lema del “pensamiento débil”). Esa verdad favorable a los débiles, el lector se lo habrá ya imaginado, era además para Vattimo siempre la verdad izquierdista, comunista, incluso bolivariana. Y ahí tenemos la explicación de por qué acabaría nuestro filósofo posmoderno en las filas prietas de la izquierda mundial. Su trayecto filosófico le llevó de desconfiar de todas las verdades… a tragarse todas las que suenen a “defensa de los más débiles”. Sopese cada uno si para ese viaje merecieron la pena las alforjas filosóficas que Vattimo trabajó.

Terminemos con dos preguntas. Una atañe a la esfera religiosa: ¿qué tipo de religiosidad cultivaba Vattimo en congruencia con lo expuesto? Desde luego, no se tratará de una postura fuerte, ni atea ni creyente. Su libro de 1996, Creer que se cree (que también podríamos traducir por un unamuniano “Creo que creo”), ayuda a comprenderlo.

Digamos que Vattimo veía cierto paralelismo entre una realidad que cada vez se nos hacía más débil y un Dios (el Dios cristiano) que también se había hecho débil, se había incluso vaciado de su divinidad (la kénosis de la que habla San Pablo en la Carta a los Filipenses), para hacerse humano y compartir, como uno más, nuestra historia. La secularización, por tanto, lejos de ser para Vattimo una pérdida del mensaje cristiano, representa en realidad su mejor cumplimiento; el Dios que baja de los cielos y se hace hombre es normal que luego siga perdiendo majestad toda y se vaya haciendo secular, cotidiano, incluso laico, mientras nos deja solo para apañarnos lo más irreductible de su mensaje: una llamada al amor o, por ponerlo en términos vattimianos, a la reducción de la violencia. Religión cristiana, ontología nietzscheana y ética pacifista encuentran de esta manera, en Vattimo, su curioso encaje final.

Nuestra última pregunta tal vez se le haya suscitado ya a usted, amigo lector, durante la lectura de este obituario. Es también la pregunta que se le suscitó a un servidor en el seminario aquel, celebrado en Valencia, con el que comenzábamos este texto.

Hablaba Vattimo en aquel año 2000 de su visión de Nietzsche, de todo lo que ya hemos explicado sobre que no hay hechos, sino solo interpretaciones. Y entonces a un servidor se le ocurrió preguntarle, al final de su conferencia, si no reconocía al menos algo que llegase hasta nosotros desde fuera, que no dependiese de nuestras interpretaciones. Algo que pudiésemos considerar (en el vocabulario que empleamos los filósofos) como exterioridad.

Vattimo meditó unos instantes la respuesta. No tanto como quien no sabe qué responder, sino más bien como quien no sabe si hacerlo. Al final carraspeó y reconoció que sí había algo más allá de nuestra capacidad de interpretaciones y reinterpretaciones, más allá de tomarnos con cierta distancia las verdades. Algo que no era ni tan débil ni tan carente de violencia como postulaba su pensamiento. Algo cuyos 100 años, en el caso de Nietzsche, estábamos conmemorando allí.

La morte” dijo, con su acento piamontés.

Descanso eterno tenga usted en ella, estimado Gianni, sean cuales hayan sido sus pecados. Y, tal y como prosigue el texto de la misa de réquiem, lux perpetua luceat ei (que la luz perpetua le ilumine). Eso sí, esté tranquilo, profesor Vattimo: Dios seguramente permitirá, de acuerdo a sus preferencias filosóficas, que esa luz que le ilumine sea de luminosidad débil, tenue, acogedora. Y así descansará usted mejor.

(Foto: Augusto Starita – Ministerio de Cultura de la Nación. Argentina)

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