Adiós al niño bonito del globalismo

Su caída representa no solo el final de su particular carrera política

La dimisión de Justin Trudeau como primer ministro canadiense, poco antes de la toma de posesión de Donald Trump en Washington, puede ser un punto de inflexión en la historia del globalismo.

Trudeau era el niño bonito de la pandilla de Davos. Educado en los mejores colegios, procedente de una histórica familia política (su padre Pierre también fue un aborrecible primer ministro) como muchos cargos de Podemos, Trudeau era lo que Pablo Iglesias siempre habría querido ser: alto, guapo, carismático, gran boxeador.

El ascenso político de Trudeau, de hecho, se debió a una pelea de boxeo. Después de un agrio intercambio con un corpulento diputado derechista, Trudeau aceptó su oferta de dirimir sus diferencias en un ring, con árbitro, en una velada televisada. Nadie habría podido imaginarlo, pero el niño bonito era duro y aguantó los embates del rival en las primeras rondas y, hacia el final de la pelea, se le concedió una merecida victoria a los puntos.

Sus diez años como primer ministro de una de las mayores economías del mundo han sido una pesadilla. La inmigración a Canadá se ha disparado con lo que esencialmente ha sido una política de fronteras abiertas de par en par. Los jóvenes canadienses no pueden comprarse casa después de un ascenso imparable de los precios inmobiliarios debido a la compra de propiedades por extranjeros adinerados, y la caída de los salarios reales.

El suicidio subvencionado por el estado (vía el programa de eutanasia MAID) se ha convertido en una de las principales causas de muerte en Canadá: en 2023, un 4,7% de toda la gente que murió en el país fue asesinada por el estado por esta vía, frente al 4,1% de 2022. El porcentaje no ha dejado de crecer, aceleradamente, desde que se aprobó la ley en 2016, y los folletos del programa MAID se ofrecen abiertamente por todo el país a jubilados y personas con enfermedades crónicas o con discapacidades, incluyendo medallistas de los Juegos Paralímpicos.

Con todo, la destrucción del estado vía invasión extranjera, el empobrecimiento generalizado de una economía cada vez menos competitiva y el exterminio a cargo del contribuyente no representaron los momentos más bajos de Justin. Uno estaría tentado a citar la ocasión en la que el gobierno canadiense se inventó que la jerarquía católica había asesinado y enterrado a niños indígenas en fosas comunes, provocando la quema de cientos de iglesias en todo el país, pero tampoco.

El momento más definitorio de este personaje tan miserable llegó, como para tantos, durante el pánico del coronavirus.

Trudeau estuvo entre los gobernantes mundiales que impusieron reglas más estrictas, incluyendo presiones varias para impulsar la vacunación, cierres masivos de escuelas y normas ilegales de “distanciamiento social”. Cuando todo esto motivó protestas en el país, lideradas por grupos de camioneros, declaró una emergencia nacional y atacó a los manifestantes y todos los que les apoyaran obligando a los bancos a cancelar sus cuentas y tarjetas de crédito.

Puede que les suene el caso porque Trudeau, como cierto gobernante español, ni siquiera ganó realmente las elecciones de 2021 que la habían dejado en el poder para entonces (ganó el centro-derecha, por más de un punto de ventaja) pero pudo montar una coalición colorida que le mantuvo en el poder.

Como tantos otros gobernantes occidentales, Trudeau se enamoró de las vacunas contra el COVID-19 y ordenó más de 10 dosis para cada persona, más de 400 millones de dosis en total, más que cualquier otro país per cápita. Y la verdad es que al principio sus medidas reflejaron cierto apoyo popular: una encuesta de julio de 2021 (justo cuando mucho nos poníamos la vacuna) indicó que el 66% de los canadienses creía que las personas vacunadas deberían tener «mayores libertades» que las no vacunadas, en comparación con el 41% de los estadounidenses. Cómo ha cambiado todo.

La caída de Trudeau, pues, representa no solo el final de su particular carrera política, de muy poco interés para todos aquellos que no somos canadienses, sino sobre todo el fin de un momento en el que los aparatchiks del globalismo, gracias a la propaganda que desplegaron en torno al coronavirus, arrastraron a la opinión pública hacia sus absurdas y cambiantes opiniones.

Todas las estrellas de aquella época han ido cayendo, de forma ignominiosa: el charlatán británico Boris Johnson, las antaño alabadas primeras ministras de Finlandia (Sanna Marin) y Nueva Zelanda (Jacinda Ardern), el viejo senil que se perdía por la Casa Blanca, y ahora el primer ministro canadiense de asombroso parecido físico con Fidel Castro. Pedro, calienta que sales.

Madrid, 1973. Tras una corta y penosa carrera como surfista en Australia, acabó como empleado del Partido Comunista Chino en Pekín, antes de convertirse en corresponsal en Asia-Pacífico y en Europa del Wall Street Journal y Bloomberg News. Ha publicado cuatro libros en inglés y español, incluyendo 'Podemos en Venezuela', sobre los orígenes del partido morado en el chavismo bolivariano. En la actualidad reside en Washington, DC.

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