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De la eutanasia voluntaria al asesinato subvencionado, en tres cómodos pasos

La evolución legislativa y el aumento de la eutanasia en Canadá nos permiten echar un vistazo al futuro próximo de España

El modus operandi del Siglo XXI sirve para todo, y es muy sencillo: funciona en tres pasos, comenzando después de haber introducido una nueva idea progresista.

Digamos que la nueva idea es que la gente debería comer melón con palillos. Cuando quienes se oponen expresan su oposición, el primer paso es una severa negación de que se esté haciendo lo que se está haciendo:

  1. “No es cierto que nadie esté comiendo melón con palillos”

Cuando es obvio para todos que alguien está comiendo melón con palillos, llega el segundo paso; entonces, la mafia de los palillos dice:

  • «Bueno, no veo qué tiene de malo comer melón con palillos»

Cuando se calienta el debate sobre las ventajas de comer melón con palillos, el tercer paso es proclamar:

  • “El problema aquí es de la gente que está en contra de comer melón con palillos”

Toda idea que se acepta como válida este siglo (la amnistía de los golpistas, los pactos con Bildu, los recortes obligatorios de emisiones de CO2, que se juegue la Copa del Rey de fútbol en Arabia Saudí) ha sido introducida en la sociedad con variaciones de este método.

Esto ha sido bautizado por el astuto comentarista estadounidense Rob Henderson como “Ley de la Imposibilidad Merecida”, que Henderson resume en la máxima: “Eso que dice usted nunca sucederá y, cuando suceda, usted se lo merecerá”.

Canadá es, incluso por encima de EEUU, el ejemplo supremo de esta ley. En lo que va de siglo, se ha ganado a pulso el título de país más progresista del mundo, decidido a arrasar con toda su historia y tradición, y a reemplazar a su población con inmigrantes que molan mucho más y, por pura coincidencia, trabajan por la mitad de salario que los nativos.

Un ejemplo reciente de la afición canadiense por la imposibilidad merecida, que muy pronto estará también en todas las pantallas españolas, es la ley local de eutanasia. En España, la Ley de Eutanasia se aprobó en 2021, ya saben, solo para un puñado minúsculo, pequeñísimo de nada, de casos de pobre gente con enfermades terminales muy, muy específicas que les impiden comprar en Amazon barbitúricos para darse una sobredosis y recibirlos a domicilio. En Canadá van con adelanto, y su ley se aprobó en 2016.

En ambos países tuvimos el baile de “no, nunca habrá ley de eutanasia” luego seguido de “pues no sería tan mala idea” y culminado con el muy paradójico “solo los nazis están en contra de la eutanasia” (véase “Nazismo, Historia del”). Lo que pasa es que los cinco años de ventaja de Canadá nos permiten echar un vistazo al futuro próximo de España.

El gobierno canadiense publicó recientemente su cuarto informe anual sobre su “régimen de suicidio asistido”: la conclusión principal es que, en 2022, el 4,1% de todas las muertes en todo el país fueron resultado de suicidios facilitados por el Estado, casi un punto más que en 2021.

De todos los muertos, cientos de víctimas no estaban enfermos, mucho menos terminales, en el momento de sus suicidios subsidiados por el estado canadiense. De entre los miles que murieron solamente en la provincia francófona de Quebec, se han encontrado numerosos casos de gente que probablemente no quería que se le aplicara la ley, y a la que, con la ley en la mano, no se le podía aplicar el suicidio asistido.

Se lo repito despacito, para que lo entiendan claro: el estado canadiense usa el dinero de los contribuyentes para asesinar a ciudadanos y residentes en el país, de forma frecuentemente ilegal. Y no pasa nada.

Es la Ley de Imposibilidad Merecida, y no la Ley de Eutanasia, la que acaba siendo aplicada: originalmente, quienes buscaban la muerte facilitada por el Estado debían tener al menos 18 años de edad y padecer una «condición médica grave e irremediable» que les causara «un sufrimiento físico o psicológico duradero que les resultara intolerable». Además, tenían que estar en un «estado avanzado de declive irreversible» tras el cual la muerte era resultado probable en un futuro previsible.

Esto duró poco, tontorrones. En 2019, un juez del Tribunal Superior de Quebec dictaminó que las personas que sufren pero no van a morir o no acaban de morir también tienen el derecho constitucional a ser sacrificadas. ¿Por qué no? Aprobó las oposiciones a la judicatura, así que él sabe quién debe vivir o morir.

Aprovechando las ayuditas de los jueces colegas, las reglas se han relajado desde entonces, lo que permite sacrificar a quienes padecen, entre otros, trastornos de estrés postraumático, depresión, ansiedad y otros problemas que les agobian.

En junio de 2022, Quebec adoptó una nueva ley que permitía a las personas con «una enfermedad grave e incurable, como el Alzheimer», solicitar que el gobierno los sacara de la circulación con años de antelación. La legislación también otorgó acceso a la eutanasia a personas con discapacidades significativas y persistentes que por lo demás estaban sanas y permitió a los médicos del gobierno ejecutar a pacientes que consintieran en lugares distintos de los hospitales, para reducir las listas de espera.

Con todo esto, hemos pasado de 1.018 eutanasias en Canadá en 2017 a más de 13.000 en 2022. Cuando uno va a un hospital canadiense, es ya casi una rutina que se acerque un “trabajador social” a darte un folleto en el que se explican las opciones de subsidio asistido, por si acaso estás harto de los catarros o las lesiones de tobillo, y prefieres quitarte de en medio rápido. Si eres muy viejo y muy blanco, y llevas un periódico facha bajo el brazo, creo que te ofrecen pincharte ahí mismo, según entras, que ya basta de contaminar el planeta con tu racista CO2, machirulo.

Muy pronto, el suicidio asistido y subsidiado por el estado será la causa principal de muerte en Canadá. Antaño, la gente primitiva rechazaba el suicidio y lo consideraba un tabú, y enviaba a los bomberos para evitar que saltaras: ahora el estado te empuja para que vayas más rápido, y el problema aquí es de la gente que está en contra de comer melón con palillos.

Madrid, 1973. Tras una corta y penosa carrera como surfista en Australia, acabó como empleado del Partido Comunista Chino en Pekín, antes de convertirse en corresponsal en Asia-Pacífico y en Europa del Wall Street Journal y Bloomberg News. Ha publicado cuatro libros en inglés y español, incluyendo 'Podemos en Venezuela', sobre los orígenes del partido morado en el chavismo bolivariano. En la actualidad reside en Washington, DC.

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