Alegría en tiempos de vaciedad

Qohélet, el autor del Eclesiastés, no se limita a constatar, con una simple y lúcida desesperación, el sinsentido de la existencia

Hace unas semanas he publicado un nuevo libro bajo el sello editorial de la Universidad Pontificia de Salamanca. Con el título de Qohélet / Lector. Alegría en tiempos de vaciedad, me he propuesto ahondar en lo que suelo llamar una “poética monástica”. Por la amable invitación de Ideas de La Gaceta, agradeceré la atención del lector sobre un volumen que pretende ser un elogio de la glosa como una celebración de la vida en medio de la amenaza de la falta de sentido que corroe una época de vaciedad y de vanidades.

Presenta una lectura de lecturas sobre la obra de Qohélet, el autor del Eclesiastés, uno de los libros más perturbadores y fascinantes del Antiguo Testamento. En él aparecen poetas como José Jiménez Lozano, T. S. Eliot o Teognis de Mégara o teólogos como S. John H. Newman o S. Jerónimo. Sus diálogos directos o indirectos con el autor bíblico convierten su libro no en un breviario que diagnostica los males de este mundo y que receta una lúcida desesperación ante ellos, sino en un espacio de convivencia ante las preguntas más radicales de la existencia humana: sobre la verdad del conocimiento y del placer.

Qohélet, el Predicador, se comporta también como un Lector. En lugar de una teodicea, su enseñanza nos permite afrontar el sentido de la creación y de la caída como la posibilidad de leer los límites de nuestra realidad. El peso de la vida, tantas veces abrumador, es aligerado por el mejor don que Dios concede a quienes le temen y mantienen sus mandatos: la alegría en el corazón: “No pensará mucho en los años de su vida, si Dios le concede alegría interior”.

Desde que cumplí la cincuentena he meditado el Eclesiastés sin descanso. Mi reflexión nace de esa etapa, a la que, por esperanza de vida, empieza a retrasarse – o a prolongarse – la crisis de la mediana edad, a la que podría llamarse, en su doble acepción, la crisis del demonio del meridiano: se entrecruza la acedia con la vana ilusión de que, ahora sí, sería posible una segunda juventud que repitiese, sin los errores de la primera, la plenitud anhelada. A quien lo cree le espera un doble desengaño: olvidar que se quiere olvidar que “lo torcido no se puede enderezar; lo que falta no se puede calcular”.

Al tomar conciencia de no encontrarse ya en la mitad de la vida, sino en el final de su verano o en los primeros días de un otoño benigno, más que de nostalgia, asalta la tentación de la repetición. Si hubiera una segunda oportunidad, imaginamos que podrían rehacerse todos los borrones que la experiencia ha enseñado. Sería factible entonces alcanzar la realización de la ilusión sin incurrir en la ingenuidad. Qohélet me ha enseñado que es un espejismo. En su diferencia todo lo que pudiera repetirse acabará también en polvo, en sombra, en humo, en nada.

En medio de los desengaños, nunca he querido consolarme ni con Catón, ni con Séneca, ni con Marco Aurelio. Los he leído y han dejado un poso en mi formación, como si fueran brasas extrañamente frías. Acabo regresando a Qohélet, aunque, como en esta ocasión, sea a través de otras lecturas.

La enseñanza del Predicador no da por descontada una alegría que desafía las trampas del bienestar emocional. Puede que la felicidad se nos escape entre los dedos. Puede que no rime con facilidad sino con dificultad. La predicación de Qohélet es dura, áspera, íntegra. Sin embargo, hasta en sus momentos de sequedad más desesperada y lúcida, alienta en su fondo una calidez que atrae nuestras manos hacia la aparente gelidez de su fuego.

En lugar de correr a refugiarnos en la melancolía producida por la futilidad de nuestras acciones, tal vez sea preciso seguir otra vía secreta en el camino de la dolorida conciencia que Qohélet ha adquirido ante nuestro límite último. Se ha destacado que en su enseñanza se da por descontada la mortalidad del alma y que la recompensa de las buenas o malas acciones sólo depende del destino y de la fortuna.

Nada parece contradecir en la experiencia de Qohélet esta hipótesis. Sin embargo, tampoco podría negarse que no se conforma con ella. Qohélet no se limita a constatar, con una simple y lúcida desesperación, el sinsentido de la existencia. Emprende un terso esfuerzo que, aunque en apariencia se dé por vencido, no renuncia a continuar su búsqueda. De la vanidad de nuestros deseos y de nuestras obras se evapora un hálito de verdad que cabe respirar: una alegría de ningún modo injustificada. Todo será caza de viento en esta pesada vida, pero el instante de la alegría no estará sometido a su imperio.

La sabiduría de la alegría se forja en el dolor. Puede que las heridas del desengaño y la traición no se cierren jamás del todo. Sus cicatrices permanecen como testigos de la vaciedad de cualquier ambición. No obstante, de ese fondo de amargura excede un conocimiento de sí que ajusta la distancia de las cosas con un gozo que no las acapara, sino que las arranca a la desdicha: “No preguntes: «¿Por qué el pasado | resulta mejor que el presente?». | Eso no lo pregunta un sabio. La sabiduría es buena como una herencia, | y provechosa para aquellos que viven”. 

Esta alegría no es la satisfacción por el deber cumplido, ni la esperanza de que algo mejore. Es una alegría que descubre al hombre en la vanidad de las cosas un saber que lo consuela de sus derrotas. No del todo, pero sí de nada. Aunque el rico y el poderoso la desprecien y los contemporáneos la descuenten, le habrá enseñado a quien la busca que la ingratitud no puede arrebatarle el gusto de lo que, humilde, está al alcance de su mano.

La alegría que brota de esta sabiduría no recompensa; compensa. No amontona, ni corrompe; basta. No juguetea con la vanidad ni con el poder; celebra su amor. No se afana por riquezas, ni se angustia por sus desgracias más de lo que permite su aguante. Observa la maldad y la ruina y les opone la paciencia y su esfuerzo. Desolada, confía todavía. Deshecha, germina de nuevo. Torcida, resiste. Aventada, nada le da alcance, ni siquiera la tentación de desesperar que la asedia continuamente.

Aprenden esta sabiduría, con el ejercicio de su tarea, las personas que, anónimas, se levantan cada día y acuden sin desfallecer, aun apesadumbradas por sus adentros, al servicio de sus familias y sus trabajos. Para el vencido disponen de una palabra de aliento. Frente al arrogante, resisten con un silencio sencillo. Contra el malvado acometen con el denuedo de la mansedumbre. Ante el insolente callan con el ejemplo de su compromiso fiel. Acogen al íntegro con hospitalidad. 

Ciertamente, nuestra memoria pasará inadvertida como las estrellas que iluminan el firmamento en la oscuridad más densa. Como Job, Qohélet siente la tenaza ardiente de una injusticia que taladra la carne, sin que quepa, por el contrario, pedir cuentas de ella a Dios. “Como salió del vientre de su madre, así partirá: desnudo; y nada se llevará de sus fatigas”.

Sin embargo, extrañamente, en medio de este abismo que afecta a todas sus relaciones familiares y sociales y que lo arrastran a una deriva en que bondad y maldad o belleza y horror se confunden y se disuelven, el hombre está llamado a descansar sobre lo más hondo de su sufrimiento. Aunque parezca condenado a hacer y hacerse daño, a oprimir y a estar encadenado, atraído por un afán de riqueza y de éxito que le hace fracasar y empobrecerse sin fin, siempre recomenzando, siempre regurgitando pesares, en el centro de su corazón irradia la frescura del último día de la Creación: bajo el peso de la Caída, con la sed insaciable de nuestra finitud, se levanta, imperceptible, el vaho del Espíritu que le muestra que, momentáneamente, todo está bien hecho.  

Sin esa alegría imposible, ¿cómo mantenerse en pie en un tiempo de vaciedad que desea bastarse a sí mismo, abandonada toda esperanza, entre carcajadas de espanto y llantos de frivolidad? La lectura –y este libro me lo ha concedido al escribirlo– debería seguir consolándonos en nuestra espera.

Armando Pego Puigbó (Madrid, 1970), es catedrático de Humanidades de la Facultad de Filosofía de Cataluña (URL). Autor, entre otros, de Poética del monasterio (Encuentro, 2022), Teología güelfa (Vitela, 2015) y Anti(pos)modernos españoles (Sindéresis, 2023).

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