Cuando Darryl Cooper, creador de un popular pódcast de historia, fue entrevistado por Tucker Carlson hace unos meses en torno a la Segunda Guerra Mundial difícilmente pudo imaginar la tormenta que generaría en torno suyo que aún colea. Ya venía un tiempo sosteniendo ese enfoque en sus programas y al fin y al cabo no decía nada particularmente novedoso sobre un tema ya trilladísimo, pero al dirigirse a una audiencia mucho más amplia formada por normies (si en este artículo no pueden usarse anglicismos, ¿cuándo?) experimentó que la polémica ya no versaba sobre historia, sino sobre mitología, la fundacional del orden liberal de posguerra que ahora comienza a desvanecerse. Tuvo, además, la audacia de cuestionar el papel salvífico de Churchill —cosa que Tamames ya había hecho no mucho antes en el Congreso durante la Moción de Censura, dicho sea de paso— no solo sobre sus decisiones durante el conflicto, como la de promover los bombardeos sobre la población civil, sino en lo que ha tenido desde entonces como arquetipo ideológico al que recurrir para justificar toda guerra posterior. Ya saben, tal o cual dirigente internacional es el nuevo Hitler (suele haber al menos uno por década) y entonces… ¿Quiénes queremos ser, Churchill o Chamberlain?
De esa manera se abandona cualquier cálculo racional y apegado a la realidad respecto a una posible intervención militar, adoptando en su lugar un planteamiento moralista y maniqueo en la que el Bien —que somos siempre nosotros, faltaría— debe derrotar al Mal, sin importar el sacrificio humano que eso supondrá. Esto último es algo que encanta a nuestro firmamento patrio de periodistas y opinadores más o menos aficionados, pues suele ser más sencillo reivindicarse como una bellísima persona que saber de diferentes realidades históricas y salvar a Occidente/Europa/el mundo libre es lo menos que se puede hacer una tarde de domingo. Así que estos últimos meses una tertulia o columna de opinión que no gesticulase un rato citando a Churchill ha sido como un jardín sin flores, qué digo, como un Churchill sin copa ni puro. Claro que todo ese discurso pasar a resultar desconcertante si recordamos que nuestro país se mantuvo neutral en aquellos momentos, aquí no nos vino nadie a salvar, España ya había tenido su propia guerra y entonces cae uno en la cuenta de que no están hablando como españoles, sino como europeos o, peor aún… ¡como ingleses!
Se ha hablado mucho en los últimos tiempos de travestismo/autoginefilia, que si los baños de chicas tal y que si el deporte femenino cual, pero la parafilia más perniciosa desde hace siglos no ha sido otra que la anglofilia. Sería un error adjudicársela en exclusiva a Ignacio Peyró, que al menos para compensar este feo vicio acabar de publicar una biografía de un español galáctico como Julio Iglesias, quedando así redimido. En realidad, hemos de ir más atrás para encontramos como pionero de esta alucinación político-cultural a Voltaire, quien en su Diccionario Filosófico se preguntaba «¿Por qué no puede el mundo ser más como Inglaterra?». Claro que otra cuestión es cómo creía que era realmente esta, si su impresión al llegar allá en 1726 pasaba por la de un lugar «soleado y sin nubes» caracterizado por la belleza de sus mujeres, todas ellas «bien hechas».
Ya en el siglo XIX la anglofilia se extendió como una peste por España y la Hispanidad promoviendo su balcanización. Los criollos que lucharon contra España no dudaron en ponerse a continuación al servicio de los intereses británicos, a quienes consideraban una civilización superior. Una personalidad tan influyente en los procesos independentistas como Francisco de Miranda, sin ir más lejos, llegó a recibir un salario del Foreign Office y es significativo que alguien que impulsó la fragmentación también dentro de España, como fue Sabino Arana, resultara un anglófilo declarado, siendo ya sabido que ideó la ikurriña inspirándose en la Union Jack y que telegrafió en 1902 el siguiente mensaje al primer ministro británico: «Representación Partido Nacionalista Vasco felicita Majestad Británica por terminación guerra sudafricana, deseando que aquellos pueblos hallen ventajas bajo suave yugo Gran Bretaña y esperando que soberanía inglesa sea para ellos antes protección que dominación, como para otros igualmente afortunados».
Para el siglo XX las veleidades anglófilas podían encontrarse en intelectuales y políticos españoles de todas las tendencias. Unamuno contaba en su biblioteca con nada menos que 160 autores ingleses, Ramiro de Maeztu se casó con una inglesa y estuvo viviendo varios años en Londres, donde estuvo exiliado luego Luis Cernuda, e igualmente era de las islas británicas la misma Reina de España, Victoria Eugenia de Battenberg. Los militares que rodeaban a Franco fueron sobornados desde Londres y Washington para mantener a España neutral durante la Segunda Guerra Mundial y ya en el Régimen del 78 una característica de la derecha liberal española ha sido su rotunda anglofilia. Esperanza Aguirre estudió en un colegio británico (donde aprendió el idioma y «también los valores», afirmó) y más adelante en Cambridge, hasta llegar a ser condecorada como Dame Commander of the Order of the British Empire. Su delfín, Isabel Díaz Ayuso,que estableció tres días de luto oficial por el fallecimiento de la Reina Isabel (¿de verdad fue necesario?),estuvo apenas hace un mes en Londres pronunciando un discurso en la institución liberal fundada por Margaret Thatcher, política esta última por la que Aznar siempre mostró admiración y a la que él mismo entregó un premio allá por 2010 y que, además, cuenta con una plaza dedicada en Madrid. Claro que hay homenajes a la cultura e historia británica en una parte considerable de las ciudades españolas, sin ir más lejos solo en Coslada tienen un monumento a David Livingstone y un colegio de primaria llamado William Shakespeare. Según podemos leer en la obra Historia de las relaciones culturales y literarias Hispano-británicas durante el siglo XX no existe constancia de una sola referencia en el callejero británico a cualquier personalidad española. Así que la admiración no es mutua, mucho nos tememos.
Ahora bien, en vista de todo lo anterior ¿no es la anglofilia un vicio que, por extendido, puede resultar entonces algo disculpable? ¿Quién estaría libre de culpa a poco que se tengan ciertas inquietudes? Tal vez deberíamos ser capaces de diferenciar las afinidades culturales-artísticas de la subordinación ideológica y geopolítica, pues, admitámoslo, aquí al que no le gusta Tolkien, Jane Austen o Harry Potter, escucha a cualquiera de las innumerables bandas musicales surgidas allá, se regocija con el humor negrísimo de Jimmy Carr o se rinde al porte de Michael Caine o Emily Blunt. La perfidia inglesa ha sabido ganarse un hueco en nuestro corazoncito, qué le vamos a hacer…
Mirémoslo de esta forma: a lo largo de la historia los imperios, por los excedentes productivos que les genera su poder, han dado lugar a culturas florecientes. El dinero de la Liga de Delos fue malversado por Atenas para construir el Partenón, al igual que el Monasterio de El Escorial fue edificado en el momento de mayor esplendor imperial con Felipe II… así que un imperio tan depredador como el británico, por su extensión y duración, no es de extrañar que fuera entonces capaz de albergar tantos logros literarios, artísticos y científicos. Disfrutemos de ellos, pues, intentando sustraernos a su influencia propagandística. Antes que erradicar con fervor puritano la influencia británica, su soft-power, por terminar con otro anglicismo, cabe un enfrentamiento más oblicuo, de apaciguamiento. Seamos Chamberlain.