Antonio Ríos: «Con el cristianismo la melancolía toma una nueva luz»

El autor ha reflexionado sobre el temperamento melancólico y su relación con el cristianismo

Antonio Ríos Rojas, filósofo, profesor y escritor, reconoce que tras escribir La melancolía del cristianismo (Homo Legens, 2020), de algún modo, su fe se ha fortalecido. La relación entre melancolía y cristianismo es conflictiva, con tantos puntos de vista –acedia, tristeza, depresión–, como contradicciones –no llega al dolor, pero tampoco a la alegría– que pueden llevar a la confusión.Sin duda, es el estado que más reprimimos, instigados por una sociedad que se mueve entre caretas, máscaras, y una especie de dictadura de la alegría, de la alegría banal, superficial y momentánea. Esa dictadura es la que ha condenado a la melancolía a sufrir una leyenda negra.

Ríos Rojas, autor también de Lev Tolstoi. Su vida y su obra (Rialp, 2015), Thomas Bernhard, Viena y yo (Nausicaa, 2018), El oído a los cirios. Doce senderos musicales de espiritualidad cristiana (Ediciones Cristiandad, 2024) y artículos en Revista de Occidente, Revista Española de Filosofía o Espéculo, explica la melancolía como uno de los estados más completos porque, además de pesadumbre y miedo, es capaz de producir creatividad y exploración, búsqueda en lo más profundo del ser humano.

¿Qué es para usted la melancolía? ¿Qué le ha llevado a dedicarle todo un libro y qué le hizo ver tan clara esa relación con el cristianismo?

Déjeme comenzar por la segunda pregunta. Aproximadamente en el año 2017, tras muchos años viviendo en el centro de Europa, siento la necesidad de retornar a España, y lo más importante es que, tras muchos años de vivir separado del cristianismo, siento igualmente una fuerte necesidad de volver a él. Aunque la fe se me iba otorgando, yo retorné al cristianismo con mi carácter, que básicamente fue y es un carácter melancólico. Asumí mi forma de ser y me adentré en el cristianismo católico, que no encomiaba a la melancolía precisamente, más bien nos alertaba de sus peligros. En esto coincidía el catolicismo con gran parte de la psiquiatría, el mundo, la publicidad. Es más, si en algo se ponían de acuerdo católicos más ortodoxos y menos ortodoxos es en ver a la melancolía como un mal. Sin embargo, en el arte cristiano y en muchos libros clásicos de espiritualidad, pude encontrar una melancolía que no tenía nada que ver con algo malo, que transmutaba y entraba en calmada rebelión con todas las advertencias dadas contra la melancolía, que interpelaba a redefinir incluso el concepto mismo de melancolía.

Todo ello me llevó a indagar en la melancolía, en el concepto, en su tratamiento histórico y a dedicar, como usted dice, todo un libro, no sólo a la melancolía, sino a la «melancolía del cristianismo». La tercera pregunta ya se la he contestado de alguna forma. Mire usted el rostro de los santos en el arte plástico cristiano y lo comprenderá. El arte plástico, y en gran parte el arte musical, comprendió esta relación fructífera de cristianismo y melancolía de forma intuitiva. Sin embargo, fue un libro escrito en 1928 por uno de los más grandes teólogos de la primera mitad del siglo XX, Romano Guardini, quien terminó de ofrecerme las claves en las que ya venía trabajando, El sentido de la melancolía (Der Sinn der Schwermut), y en él dice, entre muchas otras cosas: «La melancolía está en consonancia con los fondos oscuros de nuestro ser, y oscuridad no significa aquí algo negativo. Las tinieblas son lo maligno y negativo, pero la oscuridad pertenece a la luz. La oscuridad y la luz forman lo más propio del misterio humano. Y es a esta oscuridad la que reclama la melancolía, a sabiendas de que sólo tras ellas se elevan las claras formas».

¿Por qué posee la melancolía tantos puntos de vista, tantas contradicciones que llevan a la confusión –acedia, tristeza, depresión…–?

Esas confusiones se las otorga en primer lugar su etimología. Literalmente en griego «melancolía» significa «bilis negra». Ya sabemos el sentido peyorativo de lo negro. Los médicos griegos hablaban de la melancolía como un mal. Luego se la emparentó con el término acedia, un pecado en el mundo cristiano por el que el hombre se apartaba de Dios por no encontrar gusto ni sabor en las cosas divinas. Era una especie de tristeza de la que uno no se esforzaba por salir. Hoy esto lo llamaríamos quizás depresión. En algún sentido, también tristeza. Evragio Póntico escribió mucho sobre esto. Pero son todos conceptos distintos. La tristeza no es depresión, la acedia no es melancolía, la melancolía no es bilis negra. Y como usted dice, la melancolía es un estado intermedio entre la alegría y la tristeza. Entre la alegría y la tristeza tal como las entiende el mundo. Este estado intermedio forma una especie de velo tras el cual la tristeza desesperanzada y aguda pierde su veneno, se atenúa, como también se atenúa la alegría inconsciente. En el melancólico, ese estado intermedio, otorga una especie de sosiego. Sin embargo, quiero resaltar que el melancólico no es melancólico siempre, es un carácter que predomina sobre otros componentes del carácter. Conozco a melancólicos con grandísimo sentido del humor; quizás porque el melancólico sabe reírse de sí mismo, cosa que no he visto en los caracteres más fuertes y más seguros de sí mismos. Antes le hablaba de la iconografía de los santos, suelen aparecer apesadumbrados, sí; pero también tenían sentido del humor. No lo olvidemos.

Se confunde melancolía con depresión porque lo melancólico entraña añoranza, tal vez… La melancolía es una actitud, pero la nostalgia es más concreta, por algo más concreto, incluso por algo bueno…

La melancolía responde más a un carácter, que se traduce luego en una actitud, como usted bien apunta. La nostalgia, en efecto, puede ser –sólo en principio– más concreta; tenemos nostalgia de algo en un momento dado o por etapas largas. La nostalgia claro que tiene una fuente buena. Hoy hay gurús espirituales, líderes «mindfulness» que nos quieren hacer ver, directa o indirectamente, que la nostalgia es un mal que hay que superar, al igual que la melancolía. Es verdad que un nostálgico empedernido puede dejar de disfrutar del presente, de vivir en el ahora, que es donde realmente se vive. Pero hay que tener cuidado con esas teorías que quieren erradicar la nostalgia a fin de vivir el ahora. Cuando tenemos nostalgia de algo es porque ese algo fue bueno, nos hizo crecer, pese a dificultades; también puede haber nostalgia por algo que en su día fue traumático, pero cuyo trauma hemos superado, es decir, perdonado. Ese trauma se ve ahora con amor, y tenemos nostalgia de esa época, porque la hemos perdonado. Además, es normal y humano que las preocupaciones del presente nos hagan remontarnos con nostalgia a lo pasado.

Tengamos en cuenta que existen dos fuentes de sufrimiento fundamentales: los traumas del pasado y la incertidumbre del futuro. El presente se sitúa entre esos dos fuegos. Centrarnos en el presente es lo que cura esos dos sufrimientos, lo que apaga ambos fuegos, alejando de nosotros el miedo. Pero el presente también tiene sus peligros, sin duda, el presente se nos va de las manos; y la nostalgia purifica el presente. Le da consistencia. La nostalgia hace ver que este presente tiene un porqué, que el presente no es sólo la maroma de funambulista por la que andamos, a cuya derecha está el pasado y a cuya izquierda el futuro. La nostalgia no sólo fortalece y da peso al presente, sino que da consistencia al futuro, le otorga un sentido. Tener nostalgia de una madre amorosa hace que vivamos un presente más pleno, por ejemplo. Y es un impulso para el futuro. Tener nostalgia de una época en la que nuestro padre fue duro con nosotros, es incluso aún mejor si hemos sabido perdonar. Yo me cuidaría mucho de dos posturas: la de aquellos que sólo viven de la nostalgia y la de esos otros que nos la quieren extirpar.

¿Por qué la melancolía sirve para renovarnos, despertar y estar vivos, paradójicamente?

Parece que hoy hay una tendencia a preferir hombres y mujeres fuertes, incluso dioses fuertes. Yo mismo leí hace unos años un interesante libro sobre el retorno de los dioses fuertes. En un mundo que se ha vuelto no sólo líquido sino gaseoso, la fuerza y la decisión deben ganar terreno. Es normal. Una mirada fuerte, una decisión fuerte. Pero despertar y estar vivos no sólo implica esa fortaleza. «Nuestra fortaleza consiste es nuestra debilidad», dice san Pablo. Al ser un estado intermedio entre la tristeza y la alegría, Guardini habla de la melancolía como el estado que más nos impulsa a la trascendencia. Despertar a la trascendencia es, como usted dice, renovarnos, despertar. No nos olvidemos de una cuestión fundamental que apunta Joseph Ratzinger, nuestra religión es una religión del ahora, pero es una religión sobre todo del «todavía no». Todavía no estamos salvados. Este «todavía no» es lo que nos debe hacer considerar qué dosis necesaria y fundamental tiene el cristianismo de melancolía.

La verdad es que si uno es consciente de la realidad y la sociedad en que vive tiene que ser melancólico a la fuerza. Es lucidez, un estado de fuga, de alguna manera. Por otra parte, vivimos una especie de dictadura de la imagen que te obliga a estar siempre alegre…

En efecto, hay una dictadura de la alegría, de la alegría banal y superficial, de la alegría momentánea, que no sacia y que debe ser renovada de continuo con nuevos estímulos. Esa dictadura es la que ha condenado a la melancolía a sufrir una leyenda negra. En realidad es así porque la alegría pone un freno al pensamiento, la alegría es mucho más embriagadora –en el sentido peyorativo– que la tristeza, aunque también hay una malévola embriaguez en la tristeza. Pero la tristeza implica crisis. En la alegría no hay crisis. Y sólo cribamos, sólo depuramos –ideologías, prejuicios…–, desde los momentos de crisis. Además, permítame añadir el parangón que suele darse hoy entre alegría y progreso. Ambas cosas tienen una embriaguez desenfrenada, y por tanto no suelen someterse a crisis ni a cribas ni a pensamiento crítico. Lo que usted dice sobre el mirar al mundo y a la sociedad que nos rodea, tiene razón. Pero si la miramos bien, más que melancólicos podríamos incluso caer en la desesperanza o en una tristeza paralizadora. Pues es una realidad muy, muy turbia. Pero precisamente la melancolía, como ese estado intermedio al que me refería, es una fuente para fortalecer la virtud de la esperanza. No caer fácilmente ni en la alegría superficial ni en la tristeza banal es un signo de fortaleza.

Hoy estaría más de moda que nunca aquello de Rimbaud sobre la felicidad, «yo no puedo caer tan bajo», decía…

Eso me recuerda a aquella frase de Goethe, que decía «la felicidad es de plebeyos». Pero mire, aquí hablamos ahora por primera de vez de otra cosa: la felicidad. El ser humano aspira a ella, en el fondo de su ser, un ser humano tiene el anhelo de felicidad. No quiero entrar ahora en perfilar el concepto, pero una felicidad que le colme en aspectos importantes de su vida. Rimbaud renuncia a la felicidad porque desea serlo todo, desea recorrer hasta los confines del infierno. Serlo todo es una forma de huir de uno mismo, de renunciar a ser. Nadie puede serlo todo, sólo Dios. La infelicidad de Rimbaud, la ruptura de Rimbaud es parecida a la de don Juan, pero la del poeta francés es más directamente metafísica. Y usted señala bien que Rimbaud retrata nuestra época, nuestra situación actual: serlo todo, probar todo, pisar todo, revolver todo, aniquilar todo. El todo es la gran tentación. Pero Rimbaud es un guía. Si uno mira su vida, escribió Una temporada en el infierno con unos veinte años, creo; y después dejó de escribir casi por completo. Guardó silencio el resto de su vida y sólo sabemos que se convirtió al catolicismo. ¿No es por ello Rimbaud un ejemplo excelente de lo que es la tentación y de lo que es vencerla?

En el fondo, todos somos unos melancólicos… Es un estado tan íntimo que quién se atreve a decirle a alguien que no es melancólico o ha sido. Se empeñan en estudiarlo y cuanto más análisis psiquiátricos, psicológicos y teorías, más se alejan de su raíz porque es algo más interior…

Yo creo que dentro de nosotros habita un melancólico al que le da vergüenza salir, mostrar la cara. A mediados de siglo XX estaba más de moda. Ahora no. La rigidez y la insolencia que vemos en muchos rostros, en muchas miradas, el recelo con el que miramos, montados en una seguridad que nos caricaturiza a ojos de cualquier buen observador, no esconde sino el miedo a mostrar un corazón de carne, una mirada que pide a gritos ser más dulce, más serena. No creo que todos seamos melancólicos, pero desde luego es el estado que más reprimimos, instigados de continuo por un mundo en el que hay que ponerse caretas, máscaras. Sobre lo que apunta de la psiquiatría, en efecto, creo que se alejan la mayoría de los psiquiatras de la raíz de la melancolía, de la raíz y del fruto. Esto pasa porque la psiquiatría no suele sopesar que el estado o el carácter melancólico nos abra a la trascendencia, porque ¿qué es eso de la trascendencia para escuelas que quieren considerarse científicas? El número de depresiones crece, la infelicidad y la ansiedad estallan, pero me parece ver que es precisamente el oprimir y reprimir la melancolía lo que causa más depresiones, cerrando una vía de respiración muy importante en el hombre, que es ese estado intermedio suyo. Hoy se habla de individuos tóxicos, aquellos vampiros de energía, entre ellos se cuentan a los hiperactivos y a los melancólicos. Cuando yo entro a algún lugar o voy por la calle y atisbo unos ojos algo tristes, lo que pudiéramos llamar mejor o peor un porte de hidalgo, esa persona despierta en mí un enorme interés. La mirada dice mucho. No hay belleza, ni masculina ni femenina, que no deje espacio a una dosis de melancolía, que transfigura y ensalza la belleza, una belleza que apunta más allá de este mundo. Ese estado del alma embellece los ojos, el rostro, el cuerpo. Por eso he dedicado todo un capítulo en el libro a analizar la mirada del melancólico. La melancolía es un estado interior, pero que se refleja inconfundible y bellamente en el exterior.

Por ejemplo, Santa Teresa que no era para nada afín a la melancolía, sin embargo, era una melancólica nata…

Bueno, santa Teresa pasó por periodos muy melancólicos, periodos depresivos y periodos más firmes, seguros, alegres. A mí me hace gracia cuando uno ve en las tiendas de regalos de muchas ciudades españolas un azulejo con una frase de la santa: «Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía». Quien escribe el poema «muero porque no muero» muestra un estado intermedio en el que la santa no puede estar a gusto; prefiere morir a vivir sin ver completamente a Dios. No quiere el estado intermedio. Se muestra impaciente. Digamos que en ese poema, santa Teresa no ha alcanzado la melancolía sanadora que yo propongo en el libro, porque está abrasada en un fuego de amor a Dios que no le deja gozar serenamente ni de la presencia de Dios en la Eucaristía. Esta no le basta. Y lo grita. Después la santa cambia y se hace decidida, fuerte, ya no quiere morir, porque siente que ella ya no vive sino que, como san Pablo, Cristo vive en ella. Pero en el fondo, yo veo en la vida de santa Teresa a una gran melancólica, sí.

¿Puede ser la melancolía también uno de los estados más completos porque, además de pesadumbre y miedo, produce creatividad y exploración, búsqueda en lo más profundo del ser humano? ¿De ahí que sean de temperamento melancólico muchos que han destacado en filosofía, política, poesía, arte…?

Por supuesto. Me alegra que haya leído tan bien el libro. Aristóteles es el primero en intentar superar la idea de los médicos griegos, especialmente de Hipócrates, según la cual la melancolía –la bilis negra– es letal. Aristóteles muestra que el gran hombre lo es por oscilar entre dos polos sin caer necesariamente en uno de ellos, sin perder el equilibrio. Él también demuestra no sólo que los hombres que cuidan el intelecto y las artes tienen este carácter, sino también los héroes. Él dice que de forma innata hay hombres más dispuestos a la grandeza, son aquellos en los que predomina la bilis negra, pero que debe ser templada, equilibrada, para no volverse taciturno o colérico. Pero la bilis negra, la melancolía, es para Aristóteles un don que tienen los grandes hombres. 

La melancolía suscita un gran caudal literario y artístico, desde Garcilaso, Cernuda… Sin embargo, hoy estamos perdiendo la capacidad de pensar, de reflexionar y, por consiguiente, debatir… Ya no le digo la capacidad que hemos perdido para mirar nuestro interior, adquirir valores espirituales…

Hemos perdido la capacidad de pensar, de reflexionar y de debatir por lo que le decía antes. Se va demasiado deprisa. Tolstoi se preguntaba en el siglo XIX si el hombre podría aguantar la velocidad del tren, si eso no le volvería loco. Imagínese ahora. La cantidad de oferta, de redes sociales, de bombardeo continuo de post, de publicaciones. Hay que parar. Hay que alejarse de ello. Tener el valor de estar dos días, cuatro días, con el móvil escondido en un lugar lejano. Conservando un teléfono sin internet. Porque si no, estamos perdidos. Es urgente. Se trata de salud mental y de salud espiritual. El término que usted emplea, «debatir», es importante, pero con quien se pueda. Cuando tenemos delante un ser que se niega a toda racionalidad, yo no recomiendo debatir. Como estamos en un mundo hiperpolitizado parece ser que hay que debatir, pero en el fondo se hace para que se fomente más la distancia, la ruptura. Contra la sinrazón, contra la locura, no se debate. O uno se va o uno se ríe. Hemos hablado de melancolía, pero el humor (hay muchos tipos de humor) es una fuente sanadora como pocas. Y sobre lo que me apunta del caudal artístico de la melancolía, este es infinito. Remito a ciertas paradojas en un capítulo del libro, «Miguel Ángel vs Raffael. Combate por la melancolía». Son páginas que creo interesantes, pues el melancólico, Miguel Ángel, se muestra en su obra poderoso, mientras que el más mundano, Raffael se muestra en su obra melancólico. Ver el funcionamiento interno de esta dinámica paradójica creo que muestra bien el caudal infinito de la melancolía. Es verdad que en el siglo XX ha habido un gusto a veces muy negro y destructivo sobre este estado del alma.

Al hilo de la anterior pregunta, usted hace una crítica bien argumentada sobre la sociedad actual: pérdida de valores, una sociedad falsa que da una imagen exterior cuando, en realidad, vivimos rodeados de sufrimiento, duda… ¿qué estamos haciendo tan mal?

Vivir rodeados de sufrimiento y de dudas es condición humana. Vivir es intentar sortear sufrimientos y dudas, para volver de nuevo a ellas. Pero no olvidemos que estamos llamados a vencer el sufrimiento y la duda. El sufrimiento físico será difícil vencerlo, pero sí el sufrimiento anímico, espiritual, lo cual ya es mucho, muchísimo. La melancolía como carácter entre lo oscuro y lo luminoso, busca la luz y busca la sanación por la luz. No estamos llamados a vencer el sufrimiento con la IA ni con drogas ni con un excesivo activismo. Estamos llamados a vencerlo profundizando en nuestro estado escondido de melancolía, para desde él mirar la luz. La pérdida de valores que sufrimos es bien conocida. Yo voy a aportar poco. ¿Qué estamos haciendo mal? Pues le puedo decir qué estoy yo haciendo mal y que intento rectificar. Hago mal lo siguiente: vivir excesivamente para mí, no amar a quien te ama, encontrar gusto en el miedo, no sentarme más tiempo a meditar y a orar. No guardar más silencio.

Expone en el libro los diferentes puntos de vista de Benedicto XVI y el Papa Francisco. Y también habla de Juan Pablo II, que aunaba melancolía y alegría, ¿era el que más sufría por ello en este aspecto?   

En el libro no he tratado demasiado este asunto de comparar a los papas. Benedicto XVI pese a su fuerza racional, pese a su aparente seguridad, casi fría, era un hombre mucho más melancólico que Francisco. Sobre Juan Pablo II le diré: vi una vez el final de un gran documental sobre su vida. Al final de dicho documental, mientras sonaba el Adagio del Quinteto en do mayor de Schubert, una voz decía sobre Juan Pablo II: «Fue un hombre en lucha con el siglo XX. ¿él es el loco? ¿O somos nosotros los locos por no escucharle?». Esta frase, mientras sonaba la pieza musical, me hizo caer en la cuenta de que Juan Pablo II estaba más solo de lo que parecía, y de que su vida fue más melancólica de lo que parecía. Como si en sus ojos se reflejara el sentir de uno de los paisajes más melancólicos que puede haber, el paisaje polaco. Pero mire, nos olvidamos del papa más melancólico, un papa del que incluso se dice –no hay pruebas– que sobrepasó la melancolía para entrar en depresión. Es Pablo VI. Recientemente he podido leer una de las meditaciones más bellas y profundas sobre la muerte y es la carta que Pablo VI escribió poco antes de morir y que quiso que sólo se leyera después de su muerte. Es un compendio de lo que es una melancolía rica y fructífera. Desde que leí esa carta, Pablo VI me ganó el corazón. 

¿Cómo cree que actúa la Iglesia ante la melancolía? ¿Esta Iglesia actual está dejando de lado temas tan profundos como éste y otros estados?

Si la Iglesia sigue confundiendo o identificando la melancolía con el pecado de la acedia, la iglesia actúa de forma ciega contra los melancólicos; desaprovecha su fuente inagotable de profundidad. Dante hace muchos siglos lo vio certeramente. Cuando ve a Beatriz en la séptima esfera del Paraíso, la esfera de Saturno, Beatriz no sonríe al poeta, y este se abate por ello. Beatriz le tranquiliza diciendo que no confunda su falta de sonrisa con falta de luminosidad. La melancolía y la vida contemplativa van de la mano. Meditamos y oramos porque anhelamos, anhelamos porque estamos incompletos. Pero sin reconocernos incompletos no hay luz, no puede alcanzarse la luminosidad, ni tampoco puede alcanzarse esa alegría que san Juan nos promete en su evangelio, una alegría que no es como la alegría del mundo, y que quizás sea la coronación serena de un haber acogido a la melancolía. Como escribo al comienzo del libro, la Iglesia debe darse cuenta de que el cristianismo, a veces consciente, a veces inconscientemente, ha acogido en sus brazos a la melancolía, la ha elevado, la ha ensalzado y la ha embellecido, y es sobre todo a través del cristianismo cuando la melancolía toma una nueva luz, sanadora, esperanzadora y serena.

¿Qué nos recomienda para poder restaurar estas carencias y poder crecer espiritualmente? ¿Cómo alcanzar ese mar en calma del que usted habla?

Yo sólo soy un profesor de Filosofía de instituto. No soy ningún maestro espiritual. Sólo le diré que es mala cosa envejecer sin cultivar la vida espiritual. El último capítulo del libro lo he titulado «Vejez vs Juventud». Creo que en él puede estar la clave de esto que me pregunta. Déjeme decirle tan sólo que aprender a mirar los ojos de un anciano es una de las muchas formas de alcanzar ese mar en calma.

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