«Bikeriders»: El club de los desarraigados

Nichols es el mejor director de su generación

Cuando Peter Debruge, el crítico de Vanity Fair, escribió que estábamos ante “El Padrino de las películas de motoristas”, exageraba… pero poco. The Bikeriders —en España, “Bikeriders. La ley del asfalto”; en Hispanoamérica, “El club de los vándalos”—, la última de Jeff Nichols, se estrenó el 12 de julio a los cines españoles. No hace falta haberse subido jamás a una Harley para disfrutarlo: toca temas universales de forma sutil y adulta, con planteamientos nada comunes en el Hollywood de hoy.

La historia relata la evolución de los Vandals, un club de moteros de Chicago, que pasa en una década de ser un grupo de colegas a una poderosa organización nacional con varias filiales y negocios turbios. Para su historia, Nichols se inspiró en un fotolibro de 1967 sobre los clubes de motos. Con acierto, el guion no se basó en un club real, sino que construye uno ficticio que se parece sospechosamente a los Oulaws MC, aunque con la suficiente libertad como para desarrollar la historia sin tener que ajustarse al corsé del “basado en hechos reales”.

Aunque el planteamiento es coral, los grandes protagonistas son tres: Johnny (Tom Hardy), el fundador y líder de la banda; Benny (Austin Butler), un carismático y estoico rebelde sin causa; y Kathy (Jodie Comer), la esposa del último, que se asoma al grupo desde fuera, con una mirada tan crítica como fascinada. La galería de secundarios, excéntricos e inadaptados, completa un fresco humano de gran interés. El hilo conductor -bastante desaprovechado, eso sí- es un periodista que va entrevistando, a lo largo de los años, a Kathy y a los miembros del grupo.

En conjunto, The Bikeriders es una excelente película, el mejor estreno de largo en lo que llevamos de año, lo cual, viendo la tendencia de los últimos tiempos, es una garantía de que no ganará el Oscar. El guion es clásico y maduro, los personajes son creíbles, la estética es una gozada y la música es un paseo sublime por la nostalgia sesentera. No es extraño, porque Nichols es el mejor director de su generación: Mud es una de las grandes historias de aventuras recientes, Take Shelter una elegantísima historia de terror y Loving da mil vueltas a todos productos ultraprocesados sobre la discriminación racial que se han estrenado últimamente. Esta vez, tocando un género muy diferente, tampoco nos falla.

Un western sobre dos ruedas

Desde la primera escena, la historia de The Bikeriders se ajusta a los cánones del western, con su saloon —el bar de los Vandals—, sus duelos y sus antihéroes silenciosos. Hay mucha violencia —puñetazos, navajazos y alguna pistola—, con su dosis de crudeza, pero sin morbo innecesario. Hasta las mujeres que orbitan alrededor de los Vandals —duras, escépticas y calladas— se parecen a las mujeres del Oeste.

También coincide con el género en uno de sus grandes temas: la amistad. La relación de profunda camaradería, casi paterno-filial, entre Johnny y Austin es uno de los grandes motores de la historia. La revista izquierdista Jacobin, en una dura crítica, le reprocha al guion que no diera el paso de llevar esa relación al terreno de la homosexualidad, pasando de Dos hombres y un destino a Brokeback Mountain. Está claro que ese giro de guion habría aumentado las posibilidades de premio de la película. También está claro que el resultado habría sido mucho menos interesante.

Hablando de amistad, subrayemos una de las mejores escenas de la película. Johnny le pone una condición a un joven imberbe que desea enrolarse en su banda: unirse solo y abandonar a sus colegas. El muchacho solo duda unos segundos antes de aceptar. Cuando da el sí, el líder de los Vandals, asqueado, lo rechaza y le dice que no quiere volver a verlo. Los outlaws también tienen sus códigos. En este punto, la película subraya una paradoja tratada varias veces en el cine: el de las normas de honor entre gente poco honorable, presidiarios, gánsteres o atracadores, un tema que siempre ha dado mucho juego.

En cuanto al amor, la relación entre Kathy y Austin, llena de silencios, es bastante atípica. Yo salí del cine con la sensación de que podría haberse desarrollado más, pero, pensándolo mejor, quizás uno de los secretos del éxito del guion es precisamente ese: la insinuación. La teoría del iceberg. Jodie Comer, por cierto, firma una actuación espléndiday carga en sus hombros buena parte del peso de la película.

Aunque está contada precisamente desde sus ojos, los de una mujer, la historia está, sin duda, muy cargada de testosterona. Por suerte, Nichols no se apunta a la corriente de las nuevas masculinidades. “Hoy está la moda es atacar la masculinidad”, ha explicado en una entrevista.  “Es lo fácil. Pero yo creo que es peligroso, porque en lo masculino hay cosas muy valiosas, muy románticas, incluso, creo, muy humanas”. Sin caer en la sociología barata –no, gracias-, del visionado se extraen reflexiones interesantes sobre la crisis del hombre, que no es nueva, aunque sí se ha acelerado últimamente.

La historia, por supuesto, no cae en la glorificación del modo de vida del club, que es mostrada con aspereza y sin filtros, aunque con una pizca de nostalgia por la vita pericolosa. Inadaptados, violentos y nihilistas, pura carne de presidio, los Vandals son, en el fondo, buscadores de vínculos sólidos en un mundo que empezaba a licuarse.

Sin fe, sin familia y sin trabajo –aunque se nos dice que el líder de la banda es camionero, nunca lo vemos sentado al volante-, buscan armar vidas con arraigo alrededor de un grupo hermético y estrictamente reglado, que acaba derivando en comportamientos sectarios. Incluso en su torpe búsqueda de una liturgia propia —emociona, por su carga simbólica, el pasillo humanoque forman a las puertas de la iglesia en la que se celebra el funeral de un amigo—, los Vandals, instintivamente conservadores, parecen añorar un mundo antiguo que empezaba a desmoronarse.

Hippies vs. moteros

En la pantalla vemos el reverso del Verano del Amor, de Woodstock y la contracultura hippie. Como crónica de un tiempo, Bikeriders se enlaza con Érase una vez en Hollywood (2019), de Tarantino, y con las últimas temporadas de Mad Men, y no parece casual que varios de los mejores productos audiovisuales de nuestro tiempo vuelvan a aquella década, porque mucho de lo que vivimos, para bien o para mal, viene de allí.

De hecho, la Historia, con mayúscula, tiene mucho que ver con la historia. El club de los Vandals, seamos francos, nunca fue un paraíso, pero se convierte en un infierno cuando empiezan a acoger a veteranos de Vietnam, que traen consigo la heroína y la violencia industrializada. Todo se enturbia, y de las peleas a puñetazos se pasa pronto a los tiroteos. Los pioneros, descolocados, tienen dos vías: la muerte o el difícil abandono del incipiente sindicato del crimen. El final, triste y poderoso, golpea como un balazo de melancolía.

Muchas décadas después, no cuesta imaginar a algún superviviente del club, ya octogenario, en la convención republicana de Milwaukee aplaudiendo el discurso de J.D. Vance. No es sorprendente, por cierto, que los Bikers for Trump, los moteros trumpistas, sean uno de los grupos más coloridos y ruidosos de la variopinta afición del expresidente. Los auténticos deplorables.

Bajo una iluminación mate, Nichols nos sirve dos horas de disfrute —carreras, derrapes, peleas, chupas de cuero negro, música rock y carreteras del Medio Oeste—. Pero no se dejen engañar por la velocidad ni por la estética: estos diarios de motocicleta son mucho más que un derroche de encanto visual.

Mario Crespo (León, 1987) es diplomático de carrera y vive en Panamá. Escribe sobre libros, cine e ideas en varios medios digitales

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