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Carlos Bardem y «el rollo» de la encomienda

El dominio hispano no terminó con el mundo anterior

El pasado 9 de julio, a las 3:14 horas, la Cadena SER publicó esta noticia en la red X: «Última hora: Detenido el productor musical Nacho Cano por la presunta contratación irregular de inmigrantes para su último espectáculo, ‘Malinche’». Apenas 23 minutos después, el actor Carlos Bardem citaba la noticia con este comentario: «La conquista fue un bonito musical y las encomiendas de indios un rollo». Más allá del ataque a Nacho Cano por la supuesta contratación irregular de una serie de trabajadores, hecho que cabría confrontar con lo ocurrido, años ha, en La Bardemcilla, propiedad de la familia del actor y licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid, lo interesante de su mensaje es la mención de la encomienda. Cuando Bardem la califica de «rollo», parece adoptar la perspectiva de los cultivadores de la leyenda dorada, voluntariamente miopes ante los excesos cometidos por los encomenderos españoles. Ironías aparte, creo no equivocarme si digo que don Carlos entiende la encomienda como un sistema de explotación de unos indios a los que se aculturaba y colonizaba, haciéndoles comulgar con las católicas ruedas del molino español.

Que hubo explotación de los naturales por parte de los españoles, es un hecho. También lo es, perdónenme los rosalegendarios, la incontestable realidad de la esclavitud, tanto indígena como africana, racializada, según la jerga izquierdista actual, existente dentro de los dominios hispanos. Sin embargo, las simplificaciones de un lado corren paralelas a la de aquel al que se acoge el licenciado Bardem, que atribuye a los españoles la exclusividad de la explotación, suposición que los documentos refutan. Nada mejor, por lo tanto, que exponer unos cuantos ejemplos peruanos para ilustrar una realidad que fue enormemente compleja.

Tan solo dos años después de la captura de Atahualpa en Cajamarca, el dominico Francisco de Vitoria, en una carta escrita en Salamanca el 8 de noviembre de 1534 a su compañero de orden, Miguel de Arcos, incluyó unas líneas que prefiguraron el debate teológico-político que se dio unos años más tarde:

En verdad, si los indios no son hombres, sino monas, non sunt capaces iniuriae. Pero si son hombres y prójimos, el quod ipse prae se ferunt, vasallos del emperador, non video quomodo excusar a estos conquistadores de última impiedad y tiranía, ni sé que tan grand servicio hagan a su magestad de echarle a perder sus vasallos.

Las noticias que llegaban desde el convulso Perú motivaron las instrucciones que recibió el licenciado Cristóbal Vaca de Castro el 15 de junio de 1540, redactadas un año después de que fray Vicente de Valverde enviara al emperador Carlos una carta en la que denunciaba el comportamiento de los cristianos. La Instrucción atendió a todas las demandas del religioso: «porque somos informados que en dicha provincia se han hecho por los españoles que en ella han residido y residen muchos malos tratamientos a los naturales della, así en tomarles sus oros y haciendas y mujeres e hijos por fuerza e contra su voluntad, como en haber muerto a algunos en tormentos y molestias que les han hecho por les sacar oro […] y daréis orden que de aquí en adelante no se haga mal tratamiento alguno a los dichos indios, sino que sean bien tratados e industriados en las cosas de Nuestra Santa Fe Católica». Como es sabido, las Leyes Nuevas, redactadas en 1542, abolieron las encomiendas de segunda vida, provocando tales alteraciones en el Perú, que hubo de revertirse la extinción de las mismas, mientras se velaba por el buen tratamiento de los indios repartidos a los españoles, pero también por el de aquellos que permanecían bajo el poder de los señores indígenas, algunos de los cuales, colaboracionistas desde la perspectiva descolonizadora, retuvieron su poder.

 El 5 de noviembre de 1554, don Andrés Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, fue nombrado virrey del Perú. El 10 de marzo de 1555 recibió dos instrucciones de gobierno (Instrucciones al Marqués de Cañete, virrey Perú: gobierno, etc, AGI, Patronato, 187, R. 20) firmadas en Bruselas: una para tiempo de paz y otra para tiempo de guerra. Para el primer caso, el rey hacía énfasis en la obligación de convertir e instruir en la fe católica a los naturales. Carlos I pedía a don Andrés que acometiera esa tarea «con toda diligencia y cuidado como de vos se confía con que descarguemos nuestra real conciencia y encargamos la vuestra». En un plano menos espiritual, ordenaba que los corregidores se escogieran entre los vecinos que no tuviesen indios encomendados. Asimismo, pues, aunque Bardem lo ignore, los excesos no eran exclusiva de los españoles, exhortaba a don Andrés a que terminara con la «gran tiranía» que los caciques hacían con sus naturales y que impidiera que los «bagamundos españoles no casados» que vivían en pueblos de indios, tomasen por fuerza a sus mujeres e hijas. El documento también prohibía ocupar tierras de los indios e insistía en reducirlos «a buena Poliçía», es decir, en favorecer que vivieran en pueblos para facilitar su conversión voluntaria al cristianismo. Quienes abrazaran la fe católica quedarían exentos de tributos durante diez años. Por el contrario, si algún cacique impedía a sus indios hacerse católicos, sería desposeído de su autoridad.

Andrés Hurtado de Mendoza

La finalización de las guerras civiles que enfrentaron a los españoles obligó a la reordenación de la encomienda indiana que había precipitado el conflicto. La población indígena se vio, naturalmente, afectada en ese proceso. Prueba de ello es este ejemplo: «Los indios Aullagas fueron de Hernán Vela y por concierto que hizo con su magestad, se pusieron en su corona Real» (Conde de Nieva, virrey Perú: disposiciones Hacienda Real: AGI, Patronato, 188, R. 188). Al problema de las herencias dejadas por los caídos en combate o muertos «de su muerte», se unía la desigual penetración de las instituciones hispanas en tan vastos territorios. Ello motivó que el virrey dispusiera que en cada pueblo existiera un defensor de los naturales, tarea que debía recaer en «personas de buen zelo y estos lo hazen sin salario salvo por solo zelo de ampararlos». También se habilitó un contador para garantizar que los indios no pagasen a los encomenderos más tributos de los debidos. En un intento de atenuar los excesos cometidos sobre los indios, tanto por españoles como por indios, el virrey López de Zúñiga consideró que era mejor que estos se dedicaran a la minería. Con este objeto, subió los salarios y aconsejó que los naturales se colocaran bajo la protección del rey.

A López de Zúñiga le sucedió Lope García de Castro, que continuó con la tarea de concentrar a los indios en pueblos. Esta labor debía estar dirigida por los religiosos y por los curacas e indios principales. Aunque los caciques eran necesarios para implantar las instituciones hispanas, se insistía en la obligación de proteger a los indios sujetos a ellos: «aveys de tener mucho cuydado en tasar lo que los yndios de cada repartimiento han de dar a su cacique y no consentireys que el dicho cacique les lleve cosa alguna mas de lo que fuere tassado, so pena que el cacique que lo contrario hiziere, sea privado de su cacicazgo y desterrado de la tierra». Asimismo, se ordenaba poner dos o más caciques, acompañados de alguaciles indios, en cada repartimiento, para favorecer la comunicación. García de Castro también mandó «que entre los yndios pueblen españoles que sean casados y virtuosos, porque de vergüenza y temor de ellos, dexen los dichos naturales de entender en sus ydolatrias, por que por experiencia se vee que estando solos, no los dexan de usar, y señalareis a los dichos españoles solares y tierras con que sean sin perjuicio de los naturales y comunicandolo primero con los alcaldes de los yndios» (Lope García, presidente Audiencia Lima: buen gobierno de Perú, AGI, Patronato, 189, R. 8).

Lope García de Castro

Aunque los clérigos eran una pieza clave en el intento de que los indios vivieran «políticamente», el presidente de la Audiencia introdujo esta cautela en sus instrucciones: «aveys de inquirir secretamente, si los eclesiasticos que están en las dotrinas de los dichos yndios de qualquier calidad que sean les han tomado chacaras, o otras heredades, oro, o plata, y otras cosas o les hazen daño con sus ganados, y dareys dello noticia a la dicha Real Audiencia al que gobernare para que haga a sus prelados que lo remedie y les vuelvan lo que les ubieren tomado y paguen los daños que les obieren hecho». García de Castro también trató de evitar que los religiosos tuvieran «ayos, ni açoten, ni trasquilen los yndios, ni se entremetan a castigarlos por delito alguno que cometieren». Lo razonaba de este modo: «por que de entremeterse a castigar a los dichos yndios de los delitos publicos que cometen, dan causa que al tiempo que se confiessan no se atreven a confesar los pecados secretos que hacen».

Cerraremos este moroso repaso documental citando el manuscrito anónimo de Yucay. En él, se asegura que Dios, en premio por la culminación de la Reconquista, había dado Las Indias, con todas sus riquezas, a los reyes españoles. Ante el levantamiento del turco, las minas habían aparecido providencialmente para financiar la Santa Liga, vencedora en Lepanto el 7 de octubre de 1571. Era, por lo tanto, preciso, explotar las vetas, trabajo para el que, descartados a los negros por hallarse los yacimientos en tierras frías, se consideró a los indios como los más adecuados. El virrey fundamentaba su decisión en argumentos historicistas: «Se ha entendido que los yngas, a quien antes de su magestad estavan subjetos, les compelian a trabaxar en las mynas y les davan tributo ordinario de lo que dellas sacaban e les ocupavan en otras cosas que no perteneçian al bien publico». O lo que es lo mismo, Francisco de Toledo trataba de restaurar la mita, institución indígena, al tiempo que reconocía los malos tratos recibidos por los naturales, especialmente durante las alteraciones que vivió el Perú. Conocedor de todo aquello, Felipe II redactó una instrucción en la que insistía en la obligación de dar un buen tratamiento y remuneración a los indios mineros. Teniendo esa instrucción en cuenta, se confeccionaron unas ordenanzas de las cuales se pueden destacar los siguientes aspectos.

En cada asiento de minas, gobernado por un alcalde escogido entre hombres «zelosos del bien de los yndios», se edificaría una iglesia para dar asistencia espiritual a unos trabajadores que, en ningún caso, debían labrar minas en «tierras de diferente temple» o situadas a más de veinte leguas de sus pueblos. Durante el desplazamiento desde su lugar de origen, los mineros debían ser remunerados y alimentados debidamente. Ya instalados en las minas, la jornada comenzaba una hora después de la salida del sol y terminaba con la puesta del astro, con una pausa para la comida, que se ampliaba con media hora de descanso. En el caso de que un indio descubriera una mina, debía permitírsele su explotación en condiciones idénticas a las exigidas a los españoles. Las ordenanzas regulaban aspectos aparentemente más nimios —en las tiendas se prohibía vender a los indios «vino ni cosas dulces ni superfluas»—, con el fin de evitar cualquier ofensa o vejación. Aunque se buscaba extraer el mayor rendimiento de las minas, el articulado era de un marcado garantismo. De hecho, las ordenanzas debían ser publicadas en los pueblos y, ya al pie de la mina, leídas, «quando los yndios mineros esten juntos y aya mas copia de ellos, con buena lengua —es decir, en quechua—, de manera que entiendan lo que en su favor esta ordenado e se puedan quexar si contra ello o de otra manera fueren agraviados». Esta reglamentación chocaba, sin embargo, con la necesidad de mano de obra para extraer los metales. El intento de hacer compatible el buen trato de los trabajadores con la explotación de las minas se enfrentaba, además, a otro obstáculo, a menudo ignorado, que quedó recogido en la documentación:

Si no uviesse yndios que de su voluntad quisiesen venir siendo del mismo temple y con las demas justificaciones y preveymientos de las ordenanças, los podian mandar venir a ellos permitiendose esto, porque el comun de los yndios no tienen elecion ni mas voluntad del cacique o de quien los mande y asi paresçe que se les puede mandar lo que ellos si tuviesen mas capacidad harian.

El fragmento reproducido ofrece un crudo retrato de una realidad, la peruana, que no respondía al maniqueo patrón bardemita. El dominio hispano no terminó con el mundo anterior, pues las estructuras caciquiles, que mantenían el señorío de unos indios sobre otros, eran necesarias tanto para unos como para otros. Por decirlo de un modo concluyente, «el rollo» no era, en absoluto, una exclusiva de los encomenderos barbudos.

Iván Vélez (Cuenca, España, 1972). Arquitecto e investigador asociado de la Fundación Gustavo Bueno. Autor, entre otros, de los libros: Sobre la Leyenda Negra, El mito de Cortés, La conquista de México, Nuestro hombre en la CIA y Torquemada. El gran inquisidor. Además de publicar artículos en la prensa española y en revistas especializadas, ha participado en congresos de Filosofía e Historia.

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