Cioran, el «estafador de abismos»

En el treinta aniversario de la muerte del escritor y filósofo rumano

De entre la ingente cantidad de vicios, manías, fetichismos y parafilias que internet nos permite satisfacer uno de los que servidor cultiva con perverso regocijo es el de recurrir a él como hemeroteca. El rastro que vamos dejando en nuestra vida es atroz y los buscadores no perdonan a nadie. De tal manera que uno ve a algún columnista, youtuber, político o tuitero posicionarse airadamente sobre tal o cual asunto de actualidad e inevitablemente surge la curiosidad de saber qué decía hace 5, 10 o más años. Mirarle a cualquiera sus opiniones del pasado es un tanto impertinente, lo sé, como espiar por el ojo de la cerradura, pues no sabe que está siendo observado desde el futuro, por alguien que ya conoce en qué se convertirá y cómo evolucionaron esos acontecimientos. En aquel momento el espíritu de los tiempos en el que se mecía probablemente soplaba en otra dirección y el sujeto observado tal vez tuviera otras convicciones, así que viene a ser como ver una foto antigua de alguien y señalar entre risas un peinado y vestimenta entonces normales, pero ahora ridículos por pasados de moda… con el agravante de que el cardado o mullet tan estrafalarios se llevan dentro de la cabeza, en forma de ideales y causas a reivindicar. Veamos, por ejemplo, cómo Errejón hablaba en aquel lejano 2016 de las agresiones sexuales y la importancia de que fueran denunciadas, ¡con qué facundia nos aleccionaba!

Se diría que el Destino es como el niño malo de Toy Story y los humanos aquellos desdichados juguetes con los que hacía experimentos. Así que no hará falta que nos detenga un policía americano para que todo lo que digamos pueda ser usado en nuestra contra; acabaremos atragantándonos con el agua que no íbamos a beber y felicitando por San José al párroco más insospechado. Echando la vista atrás, constataremos que aquello con lo que soñábamos se acabó haciendo realidad, aunque pareciéndonos ahora una pesadilla. Los refugios donde encontramos cobijo se convertirán en jaulas, los monstruos que alimentamos nos devorarán y, como en aquel cuento del criado del mercader, la ciudad a la que vayamos huyendo de la Muerte será precisamente donde ella nos estará esperando. Pues bien, de todo esto nos habló el escritor de origen rumano y parisino de adopción Emil Cioran, de quien hubiera sido tremendamente desconsiderado conmemorar el natalicio teniendo un libro titulado Del inconveniente de haber nacido, sino que en su lugar evocaremos ahora los treinta años que se cumplen desde el día en que nos dejó (20 junio de 1995). Eso es lo que él hubiera querido que celebremos, al fin y al cabo «no corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento».

Fue nuestro autor alguien al que la hemeroteca le jugó también una mala pasada, aunque ese desliz de juventud terminó siendo uno de los acicates fundamentales de sus reflexiones, junto al insomnio crónico que padecía. En 1933 se trasladó a Berlín para continuar sus estudios de filosofía y allí se sumó fervorosamente a lo que acontecía a su alrededor, pues, afirmaba: «no hay ningún político de hoy en día que yo vea como más simpático y admirable que Hitler». Nótese que «simpático» no es un adjetivo frecuentemente unido a esta figura histórica y es que Cioran usó siempre la lengua —primero la rumana, luego la francesa— sacándola de sus carriles, nunca habrá en su escritura ideas trilladas ni lugares comunes. En cualquier caso, este autodenominado «hitlerista», también aplaudió el fascismo italiano y escribió en favor de su vertiente rumana, la llamada Guardia de Hierro: «estaba considerada un remedio para todos los males, incluido el tedio y hasta las purgaciones. Ese gusto por los extremos habría podido atraer también a mucha gente hacia el comunismo, pero entonces apenas existía y no tenía nada que ofrecer. En aquella época experimenté en mí mismo cómo sin la menor convicción se puede ceder a un entusiasmo».

Concluida la guerra e instalado ya para siempre en la capital francesa, optaría por el descreimiento radical. Espantado de sí mismo, a diferencia de otros personajes tan presentes en nuestra vida pública no abrazó una ideología/credo opuesta para seguir siendo igual de pelmazo que antes, sino que optó por la huida de las certezas, de las utopías, de la esperanza («una aberración») y de los sentidos últimos: «toda creencia nos vuelve insolentes; recién adquirida, aviva nuestros turbios instintos; a quienes no la comparten les consideramos fracasados e incapaces, no mereciendo de nuestra parte más que piedad y desprecio. Observad al neófito en política y sobre todo en religión, a todos aquellos que han logrado interesar a Dios en sus marrullerías, los convertidos, los nuevos ricos del Absoluto. Comparad su impertinencia con la modestia y los buenos modales de quienes pierden la fe y las convicciones…».  

Fue entonces la suya una vida a la manera de Sócrates o tal vez más al estilo de Diógenes, de búsqueda y de cuestionamiento antes que de prédica de nuevas verdades absolutas («con mucha precaución merodeo alrededor de lo profundo, le sonsaco algunos vértigos y me escabullo como un estafador de abismos»), solo que en vez de vivir en un barril optó por seguir matriculado en la universidad para poder comer en su cantina, mientras presuntamente terminaba una tesis doctoral que nunca llegó a escribir… Cosa que al director de la misma le pareció estupenda pues, le dijo, «vale más recorrer Francia en bicicleta que hacer una tesis doctoral». Y eso hizo, rememorando años después: «en los tiempos en que durante meses viajaba en bicicleta a través de Francia, mi mayor placer era detenerme en los cementerios rurales, tenderme entre dos tumbas y fumar durante horas. La considero la época más activa de mi vida».

Dicha obsesión por la muerte fue para él una fiel compañera que le hacía la vida más llevadera pues «el suicidio es un pensamiento que ayuda a vivir (…) la vida es soportable tan solo con la idea de que podemos abandonarla cuando queramos. Depende de nuestra voluntad. Ese pensamiento en lugar de ser desvitalizador, deprimente, es un pensamiento exaltante». Tales incertidumbres existenciales le llevaron a leer a los místicos —su padre fue sacerdote ortodoxo— y muy especialmente a Teresa de Ávila, que le hizo profesar un particular aprecio por España, la única nacionalidad que este autodenominado apátrida hubiera deseado compartir: «alternativamente, he adorado y execrado numerosos pueblos; nunca se me ha ocurrido renegar del español que hubiera querido ser (…) siempre me ha fascinado el desmesurado sueño histórico de los españoles, un sueño fantástico que acabó en derrota. Todo el frenesí de la conquista se vino abajo. España fue el primer gran país que salió de la historia, prefiguración grandiosa de lo que es Europa ahora. Curiosamente, ese fracaso ha hecho posible que la lengua española sea en estos momentos universal».

Respecto a sus visitas a nuestro país contaba en cierta ocasión una anécdota: «los españoles practican fanáticamente la burla. Su propio orgullo, siempre acompañado de ironía, se vuelve contra ellos y, gracias a eso, no resulta insoportable. Durante uno de mis viajes a España, hace ya muchos años, viajábamos en la tercera clase de un tren cuando una niña de unos doce años se puso a recitar poemas. Me pareció tan extraordinario, que tuve un gesto de indelicadeza irreparable, espantosa: le di un puñado de monedas. Ella cogió el dinero y me lo tiró a los pies. Su reacción me pareció sublime. España representa para mí la emoción en estado puro. Uno no puede entenderse con los campesinos franceses o alemanes, por no hablar de los ingleses, pero en España, como sucede también en Rumanía, el pueblo llano existe».

Si bien el mundo en general no le merecía tanto aprecio («objeción contra la ciencia: este mundo no merece la pena ser conocido») y la existencia misma del universo le parecía una insensatez de mal gusto: «Tzimtzum. Esta palabra divertida designa uno de los conceptos mayores de la Cábala. Para que el mundo existiera, Dios, que era todo y estaba en todas partes, consintió en encogerse, en dejar un espacio vacío, que no estuviera habitado por él: fue en ese ‘agujero’ donde se creó el mundo. Así que ocupamos ese terreno baldío que nos concedió por misericordia o por capricho. Para que nosotros estuviéramos se contrajo, limitó su soberanía. Somos el producto de su disminución voluntaria, de su desaparición, de su ausencia parcial. En su locura se amputó por nosotros. ¡Cómo no tuvo el sentido común y el buen gusto de permanecer entero!».

Caracterizado por un estilo aforístico al que el humor y la belleza poética le concedían una peculiar vivacidad pese a los temas abordados («mis libros no son depresivos ni deprimentes, de igual forma que un látigo no es deprimente. Los escribo con furor y pasión»), Cioran siempre rechazó todos los premios que le otorgaron («antes en una alcantarilla que en un pedestal») y procuró hacer lo mínimo posible, que aun así ya le pareció demasiado: «si reviso aquellos de mis proyectos que han quedado en eso y los que se han realizado, no puedo menos de lamentar el que estos últimos no hayan tenido la suerte de los primeros». Tal vez por eso envidiaba al filósofo griego Hegesías, de cuya obra quedó para la posteridad poco más que un escueto «sólo al insensato le parece un bien la vida». Y para qué decir más.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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