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Comedia y existencia (III)

Enrique Jardiel Poncela, el Lubitsch español

Después de una pausa que ha dejado en suspenso durante unos meses nuestra reflexión sobre el sentido existencial que la comedia aporta, retomamos la tarea de intentar seguir profundizando en cómo lo cómico pone al descubierto los esfuerzos que tramamos para burlar los límites que el destino nos impone.

En el primer artículo ya avanzábamos que la comedia nos habla del amor como el contrapunto de nuestra mortalidad. Hermética y anárquica, bajo una aparente ligereza que mueve a risa, se aplica a cuidar esa herida imposible de cauterizar que define nuestra humanidad. Si la tragedia provoca la purificación de las pasiones mediante la piedad y el temor, proponíamos que la comedia, mediante la simpatía y el ridículo, lleva a cabo una diálisis, es decir, depura o disuelve incluso la ironía que se ejerce sobre su heroísmo característico. El fanfarrón, el seductor o el aspirante a caballero alcanzan la victoria con astucia o con ingenuidad, o con una mezcla de ambas, pero han tenido que poner en cuestión su identidad.

Los obstáculos que debe vencer el héroe cómico son de un tipo muy diferente a los que afronta el trágico. Giran en torno al fracaso, la vejez o la impotencia. En El Banquete platónico, Aristófanes sugería no tomar el amor (erótico) muy en serio, pues a lo más compensa —sin dejar de frustrar— nuestro deseo enfrentado de manera inevitable con las leyes y las normas de la sociedad. Y, sin embargo, ¿cómo podríamos soportar el peso de la existencia sin él?

Contra lo que pudiera parecer, el final feliz no refleja el triunfo cómico, ya sea mediante la boda, ya sea mediante la recompensa del ascenso social. Su objetivo consiste en la capacidad de la realidad de reabsorber la idealidad de la aventura. Por ello, Ortega la consideraba “el género literario de los partidos conservadores”. El matrimonio o la condecoración ponen un punto final y con él, con un punto no exento de socarronería, se toman el desquite de un orden restaurado.

El alivio que siente el espectador es también cómico. Vista la tramoya de espejismo, puede descansar tranquilamente, descargándose de la preocupación por el futuro. Desencantadas, las secuelas de las grandes comedias se ven atrapadas por la percepción del “engaño” que contienen los modos cómicos, sin advertir el potencial de verdad que contienen. Lejos de ser un recurso consolador, protegen con sus ficciones el núcleo humano más esencial: la esperanza que acompaña la risa.

Al comentar La vida en un hilo destacamos el giro magistral que Edgar Neville imprime al motivo de la segunda oportunidad. Al final de la película, arrastrando casi en volandas al personaje de Miguel a la salida de la estación de Atocha, Mercedes introduce a ambos en el espacio límpido de la comedia. Todo lo que había sido un sueño está a punto de ocurrir de verdad. Sólo se precisa el asentimiento del espectador. El fin de esta aventura es la aventura sin fin que su imaginación debe transfigurar al levantarse de su asiento. Cuando se enfrente de nuevo con la mediocre realidad que le aguarda, sabrá que es imposible que le niegue una “segunda oportunidad”.

Nada en apariencia más opuesta a esta alegría de vivir que la tristeza, entre ridícula y divertida, que agobia a los personajes de Usted tiene ojos de mujer fatal (1932) de Enrique Jardiel Poncela (1901-1952). Como reescritura teatral de la novela Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? (1931), Jardiel revisa el mito donjuanesco desde una perspectiva en que la comedia está ya teñida de parodia literaria y sátira social.

En vez de poseyéndolas, Sergio Hernán, el don Juan jardielesco, corrompe a las mujeres desdeñándolas. Las atrae para huir de ellas; huye de ellas atrayéndolas. Afectado del hastío que le ha provocado el desengaño de sus dotes seductoras con Elena, siente que entra en crisis el sentido de complacer a unas damas coruscantes y cursis que se humillan ante él para no dejar de jugar, bajo una sofisticada máscara masoquista, el discurso dialéctico del amo y del esclavo.

Jardiel, el Lubitsch español, aborda el resbaladizo pasaje entre la seducción y el enamoramiento como una cuestión sobre todo lingüística. El humorismo verbal chisporroteante atraviesa todos los diálogos en sus más diversos niveles. Sergio Hernán rinde a todas sus víctimas con frases hechas, como la del título, con el objetivo —ya lo hemos dicho— de deshacerse de ellas sin consumar su engaño. En la primera conversación con el criado Oshidori, Elena va comprendiendo la función meramente mecánica de los lugares comunes que la habían embriagado. Bajo el hechizo de “la frase”, descubre, con la vaciedad del procedimiento, la de su interioridad, tal como la describe Hernán en su donjuanesca lista: “Romántica, tirando a cursi”.

La huida de Elena no consiste en una mera táctica de seducción inversa. Apunta al núcleo de la percepción cómica del amor entre un hombre y una mujer. Su intimidad física más profunda sucede en la palabra. Si enciende o apaga el deseo, se debe a que, en ella y no solo con ella, se comunican la vulnerabilidad de sus corazones rotos.

De ahí que sea tan esencial a la comedia, al borde de un ridículo que disuelve irónicamente la simpatía, la “declaración de amor”. Es el momento decisivo. Shakespeare lo dominó como ningún otro autor. Sea un rey como Enrique V, sean dos personajes tan mordaces como Benedito y Beatriz, los amantes, al declararse su amor, siempre tartamudean o titubean, se contradicen, se retiran y se aproximan, dudan hasta el último instante. Con el abrazo o el beso sellan el hecho de que les queda todo por decirse. Parece idiota en tanto que obliga a reconocer con perpleja alegría la insuficiencia de toda conversación.

¿Cómo recupera Sergio Hernán el amor de una “irresistible romántica tirando a cursi”? Dejándose la barba, leyendo las Rimas de Bécquer y, sobre todo, renunciando a la fama y al dinero que Pantecosti y su familia le habían ofrecido por seducir a Elena, comprometida con su anciano tío haciendo uso del eco literario de “la malcasada”. ¿Apuesta Jardiel por una reivindicación desengañada y un tanto cínica del denostado “amor romántico”? Más bien convierte al “burlador burlado” en un “conquistador conquistado” en cuanto asume su condición de “parodiador parodiado”.

La comedia disuelve la seria rigidez que atenaza las convenciones del amor obligando a pagar el rescate con una idiotez que no es simplemente “el transitorio estado de enajenamiento mental” que Ortega atribuía al enamoramiento, sino una ruptura de los límites del yo que sólo la risa puede hacer soportable. La mujer que representa Elena custodia el secreto de las palabras que el hombre Hernán, atemorizado, se esfuerza denodadamente por vaciar de sentido.

Mientras que el desencadenante de la tragedia aristotélica se funda en la anagnórisis o reconocimiento, podría decirse que en la comedia cumple este cometido la agnórisis o desconocimiento, el cual requiere de un pharmakos o chivo expiatorio (en la obra de Jardiel lo encarna la despechada Adelaida que descubre el aparente móvil económico de Sergio Hernán al tratar de reconquistar a Elena) y de un eiron o ayudante (que, en la mejor tradición del teatro clásico español, representa aquí el inolvidable Oshidori). La comedia precisa que el triunfo del amor quede en suspenso, encogiendo por un instante el ánimo del espectador, porque es frágil y en absoluto evidente. La comedia sabe de la necesidad trágica, y la esquiva, momentánea pero realmente, con la finta aérea de la esperanza. Dice Elena: “No me burlo. ¿Cómo voy a burlarme de que te hayas sentido solo y triste? Nadie se burla de ellos… y los que se burlan ¡lo han hecho ellos mismos!”.

Para llegar al It had to be you posmoderno de Cuando Harry encontró a Sally (1989) de Norah Ephron, el protagonista había tenido que dar la espantada. En Tú y yo (1939,1957) de Leo McCarey, Michel/Nicky debía ignorar el accidente y el paradero de la amada para acabar de disolver su antigua vida y poder encontrarla de nuevo tal como a ambos les había transformado el amor. Y poco más certero que el final de El bazar de las sorpresas, cuando Kralik, expectante, le pregunta a Klara: “¿Decepcionada?”. Alzando poco a poco el rostro, mientras cambia el gesto contraído en uno de luminosa distensión, hasta mirarlo de frente, ella va contestando lentamente: “Psicológicamente confusa, pero personalmente ¡muy bien!”.    

Armando Pego Puigbó (Madrid, 1970), es catedrático de Humanidades de la Facultad de Filosofía de Cataluña (URL). Autor, entre otros, de Poética del monasterio (Encuentro, 2022), Teología güelfa (Vitela, 2015) y Anti(pos)modernos españoles (Sindéresis, 2023).

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