Cómo construir una nación

Eugene Weber estudió los elementos que contribuyeron a forjar una identidad y conciencia francesa en todo el territorio

Pocas películas contienen lecciones de vida tan enjundiosas como Acorralado. La historia, recordemos, de alguien que había luchado en el infierno de Vietnam y al regresar se encuentra con que lejos de ser aclamado es visto con desconfianza, apenas como un vagabundo al que mantener lo más lejos posible ¡Para eso mejor hubiera sido desertar! Por si alguien no captó la idea, en el estreno de su secuela Sylvester Stallone fue más claro: «si no tienes hombres dispuestos a morir por su país, no tienes país». De esa manera nos mostraba que un orden puramente liberal, individualista, de sálvese quien pueda, termina resultando frágil hasta el punto de ser inviable, pues sin reciprocidad colectiva, sin reconocimiento y lealtad mutua entre el sujeto y su sociedad/tribu, esta última quedará indefensa y desaparecerá. Por eso Muhammad Ali se negó al reclutamiento al considerarse discriminado y, en sentido opuesto, James Meredith, después de haber combatido en Corea por su país, decidió entrar en 1961 en una universidad entonces solo para blancos al considerar que se había ganado en el frente su condición de ciudadano de pleno derecho… Pero hubo quien no estuvo de acuerdo y acabaron pegándole un tiro, momento que sería inmortalizado con una foto ganadora de un Pulitzer.  

La cosa ya venía de lejos, con la infantería hoplita de la Grecia clásica luchando en formación de falange, igualitaria, hombro con hombro, lo que les llevó a considerarse también iguales ante la ley y copartícipes en la toma de decisiones de la ciudad-Estado, dando lugar así a la democracia. En sentido inverso, ese reconocimiento político les dotaba de mayor ardor bélico, de ahí que para explicar la derrota persa Heródoto observara que estos querían matar, aunque no morir en la batalla y que Jerjes «tenía muchos hombres, pero pocos varones». Algo parecido contó Clausewitz para referirse a las tropas napoleónicas: «apareció una fuerza que superaba toda imaginación. De repente, la guerra volvió a ser asunto del pueblo, un pueblo de treinta millones, todos los cuales se consideraban ciudadanos… El pueblo se convirtió en un participante de la guerra; en lugar de ser solo gobiernos y ejércitos, como hasta entonces, todo el peso de la nación se lanzó a la balanza. Los recursos y esfuerzos ahora disponibles para su uso sobrepasaban todos los límites convencionales: nada impedía ya el vigor con el que podía librarse la guerra».

Lo cual nos lleva a que centremos nuestra atención en este caso, aunque para evitarnos la incomodidad de hablar bien de Francia recurriremos a la monumental obra De campesinos a franceses, de Eugen Weber, que como su propio título indica analiza el proceso de construcción nacional en todos los órdenes que tuvo lugar a lo largo del siglo XIX y que culminó con la Primera Guerra Mundial, y lo hace sin fervor jacobino/masón ni nostalgia por el antiguo régimen. Al fin y al cabo, los procesos de ingeniería social dirigidos desde el Estado nos generan hoy día a muchos un sano recelo. Hemos visto demasiadas leyes progresistas en años recientes que buscan entrometerse en nuestra conciencia, identidad y vida íntima, así como una hasta ahora imparable deriva autonómica en la que se ahorma a los habitantes de cada taifa en un molde que jibariza nuestra historia y cultura común, pretendiendo que cada vez tienen menos vínculos con el resto de sus compatriotas. ¿No es entonces tentador simplemente el laissez-faire, la mera neutralidad libertaria, que el Estado no moldee a sus ciudadanos en ningún sentido? El problema es que a veces no hacer nada es lo mismo que retroceder, porque los demás avanzan; conservar la nación heredada requiere también reformularla, replicarla en nuevos contextos y desde luego recuperar el terreno perdido en estas décadas de disgregación.

Pero no adelantemos conclusiones porque estábamos hablando de allende los Pirineos, sabiamente colocados ahí en medio, y lo llamativo cuando uno se aproxima a su realidad cotidiana de principios del siglo XIX es que los franceses apenas estaban afrancesados. Lo cual no era necesariamente bueno, puesto que su mapa estaba fragmentado en un mosaico de unidades aisladas y escasamente cooperantes. Decía un historiador del departamento de Var:«la más pequeña de nuestras aldeas se considera un pays por su lengua, leyendas, costumbres y talante». Mientras que respecto al sur de Francia allá por 1830, Stendhal aseguraba que «la gente cree en brujas, no sabe leer y no habla francés» y de la región de Corrèze un estudioso del folclore sostenía que cada pueblo «es una pequeña ciudadela, moral y mentalmente independiente».

Así que la lengua de la Patria no era la lengua de los franceses. Aún en el año 1863 una quinta parte de la población desconocía el francés y tres cuartas partes no lo tenían como lengua materna, con decenas de idiomas y dialectos (patois) que imposibilitaban toda cohesión nacional. Un crítico literario de la época expresó el objetivo de las autoridades de que todos los ciudadanos debían hablar la misma lengua «la de Voltaire y el Código Napoleónico; todos deben poder leer el mismo periódico, publicado en París, que transmite las ideas elaboradas en la gran ciudad». Había por tanto una imposición etno-lingüística centralizadora e imperialista, con París como metrópoli —el idioma ahora oficial en todo el país era el originario de esa región— así que cualquier distinción académica actual entre nacionalismos «cívicos/políticos» (donde suele incluirse al francés) y «étnicos/culturales» resulta inútil, en realidad todos forman parte de un mismo continuo.   

En este proceso de nacionalización, de estandarización cultural francesa, fue esencial la escuela universal y gratuita. Donde la enseñanza debía ser exclusivamente en un francés que durante bastantes décadas ni siquiera conocían los propios maestros, cuya formación estaba lejos de ser reglada en un entorno rural donde regía el analfabetismo. Así, por ejemplo, de los quince maestros de Rennes en 1815, siete eran expresidiarios, mientras que en Yonne en 1853 otro fue despedido porque «pregonaba los sapos como cura para el cáncer, vendía aguardiente barato e incitaba a sus alumnos a la bebida». A los niños se les prohibía hablar el idioma local en el que habían crecido, con castigos que variaban desde alimentarse a pan y agua o tener que limpiar las letrinas de la escuela, hasta la humillación delante de sus compañeros. Un método para ello era obligar al pequeño descubierto usando su lengua materna a portar una prenda u objeto (podía ser un ladrillo sostenido con el brazo estirado) que debía conservar hasta descubrir a algún compañero cayendo en la misma falta, al que delataba y entonces traspasaba el elemento distintivo. Al final del día quien lo tuviera recibiría un castigo.

Se trató por tanto de una transformación lenta, llena de obstáculos, con medios materiales a menudo insuficientes y métodos no exentos de crueldad hacia un alumnado renuente que aprendía en el aula el idioma nacional como si fuera latín, algo ceremonial, pues volvía a usar el patois en su hogar. Y sin embargo para finales del XIX las autoridades lograron imponerlo en todos los ámbitos de la vida, ya sí pasó a ser finalmente la lengua materna, propia. Se tardó casi un siglo, pero se logró. Por uno u otro motivo, pues en algunos casos los padres consintieron en hablar en francés a sus hijos solo para que estos pudieran tener mejor desempeño en la escuela. Un proceso este que describe Weber que debería incitarnos a la reflexión hoy día en España, dado que creer que la enseñanza íntegra en catalán o euskera no terminará alcanzando su objetivo sería autoengañarse: la ingeniería social funciona, el poder coactivo estatal consigue doblegar a la población a largo plazo por mucho que quiera aferrarse a la costumbre.   

En toda esta transformación jugó también un considerable papel el servicio militar obligatorio. Su aplicación fue también un camino largo y tortuoso, pues su larga duración inicial —de seis años a partir de 1818— animaba a muchos a huir al país vecino (particularmente España), automutilarse para quedar exentos, casarse muy jóvenes, ingresar en el oficio religioso o pagar a otros para que lo hicieran en su lugar. También se dieron casos como un pueblo del departamento de Allier donde los niños recién nacidos eran inscritos en el registro como niñas. Las reformas introducidas en 1889 para universalizar el servicio militar contribuyeron a convertir el ejército en una «escuela de la patria», pues hacían posible que muchos jóvenes salieran por primera vez de sus entornos rurales, tuvieran que comunicarse en francés con sus compañeros y adquirieran nuevos hábitos y valores, una conciencia de formar parte de una nación que las generaciones previas, atrapadas en su localismo, no habían conocido. Aquella definición de nación acuñada por Benedict Anderson como comunidad imaginada.

Hubo también otros elementos que contribuyeron a forjar una identidad y conciencia francesa en todo el territorio. Como la instauración de una moneda común en 1803; la obligatoriedad del sistema métrico a partir de 1837, que abolía la constelación de diferentes pesos y medidas que cada región, ciudad y aldea mantenían; el desarrollo de una red de transportes que facilitó el encuentro de los franceses; la industrialización que promovió la migración interna del campo a la ciudad mezclando y homogeneizando poblaciones antes heterogéneas; el crecimiento de un aparato burocrático que sirvió entre otras cosas como promesa de futuro laboral para que las familias escolarizaran más tiempo a sus hijos, afrancesándolos. Porque la escuela, además de enseñar el idioma común, debía enseñar asignaturas como historia y geografía para inculcar patriotismo y ser así, según las consignas educativas marcadas en esa época recogidas por Weber, «un instrumento de unidad, una respuesta a las peligrosas tendencias centrífugas y la piedra angular de la defensa nacional» y para ello se editaban libros escolares con mensajes tal que así: «cuando Francia está amenazada, tu deber es empuñar las armas y correr en su auxilio», puesto que «la patria es como una gran familia». Ahora bien, el cuidado y la lealtad en una familia va en ambas direcciones y quien lo reclama ha de ser capaz de proveerlo. Si no, se acaba provocando un sentimiento de traición semejante al de John Rambo de vuelta a su vida civil…

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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